Nunca llevaba sombrero. Poco a poco el sol le estaba quemando el pelo en lo alto de su cabeza. Cuando permanecía acostado en la cama de bronce de su cuartucho de hotel durante las noches, le parecía que su cabeza estaba encerrada en una bola de fuego. La brillantez del sol lo enceguecía a tal punto que no podía distinguir el verde de los campos del azul del cielo. No obstante, cuando volvía al hotel y miraba su cuadro se percataba de que era una radiante expresión de la naturaleza.
Un día trabajó en un huerto de tierra labrada limitado por un cerco rojo y donde dos durazneros en flor se destacaban sobre el cielo azul y blanco.
—Es probablemente el paisaje mejor que he hecho —murmuró para sí mismo.
Cuando llegó al hotel encontró una carta que le anunciaba la muerte de Mauve en La Haya. Bajo sus duraznos en flor escribió: «Recuerdo de Mauve, Vincent, y Theo», y los envió inmediatamente a Uielcboomen.
A la mañana siguiente encontró un huerto con ciruelos florecidos. Mientras estaba trabajando se levantó un fuerte viento que sacudía los árboles haciendo caer, sus flores. Siguió pintando, no obstante el peligro de que su trabajo fuese echado a tierra a cada minuto. Ese vendaval le hacía recordar a Scheveningen, cuando pintaba en medio de la lluvia y de las tormentas de arena. En su cuadro dominaba el blanco y también había gran cantidad de amarillo, lila y azul. Cuando terminó de pintar, vio en él algo que no había intentado reproducir: el Mistral.
—La gente pensará que estaba ebrio cuando pinté esto —se dijo riendo.
Una frase de la carta cotidiana de Theo que había recibido el día anterior le vino a la memoria. Mijnherr Tersteeg, de visita en París, había dicho a Theo al contemplar un cuadro de Sisley: «No puedo dejar de pensar que el artista que pintó esto estaba un poco tomado».
—Si Tersteeg viera mis cuadros arlesianos —pensó Vincent— diría que sufro de «delirium tremens».
La gente de Arles se apartaba de Vincent. Lo veían salir al amanecer con su pesado caballete y demás implementos sobre su espalda y con mirada de alucinado en los ojos, y lo veían regresar con ojos aún más afiebrados, el cráneo rojo como un pimiento y su cuadro terminado bajo el brazo. Lo habían apodado el «fou-rou», el «loco-rojo».
—Tal vez sea un chiflado de cabeza roja —se decía para sí— pero ¿qué puedo hacerle?
El dueño del hotel lo estafaba escandalosamente y casi no le daba de comer. Los restaurantes eran carísimos y Vincent los probó casi todos, pero en ningún lado encontraba comida más o menos pasable. Finalmente trató de conformarse comiendo lo que le daban. El sol parecía impartirle una vitalidad extraordinaria, y su físico no sufría a pesar de no tener la alimentación adecuada. Constantemente tomaba ajenjo y fumaba sin parar, y como alimento espiritual leía los cuentos de Tartarin y Tarascón de Daudet. Las innumerables horas que pasaba ante su caballete le ponían los nervios de punta. Necesitaba estimulantes y el ajenjo, el sol y el mistral se los daban.
A medida que el verano avanzaba todo tomaba un aspecto tostado. Por doquier veíanse tonos de oro viejo, bronce y cobre cubiertos por un velo azul verdoso. En todos lados pegaba el sol, impartía un color amarillo sulfuroso. Los cuadros de Vincent eran masas de amarillo brillante Sabía que el amarillo no se empleaba en la pintura europea desde el Renacimiento, pero eso no lo acobardaba. Sus telas contenían raudales de sol.
Estaba convencido de que era tan difícil pintar un buen cuadro como encontrar un brillante o una perla. Estaba descontento consigo mismo y con lo que hacía, pero tenía una débil esperanza de mejorar algún día. Pintaba sin descanso, sin preocuparse de otra cosa que no fuese su pintura. Y todo eso ¿para qué? ¿para vender? ¡No! Sabía que nadie quería comprar sus cuadros. Entonces ¿por qué se daba tanta prisa? ¿Por qué pintaba docenas y docenas de cuadros cuando ya no tenía más espacio debajo de su cama para guardarlos?
El deseo del éxito lo había abandonado; trabajaba porque tenía que hacerlo, porque le impedía sufrir demasiado, mentalmente, porque distraía su mente. Podía pasar sin esposa, sin hogar y sin hijos; podía pasarse sin amor, amistad y salud; podía arreglarse sin comodidades y sin alimentos casi, y aún se podía pasar sin Dios. Pero no podía privarse de algo que era más grande que él mismo, de algo que era su razón de vivir: el poder y la habilidad de crear.
EL PICHÓN
Trató de alquilar modelos, pero la gente de Arles no estaba dispuesta a posar para él. Creían que los representaría mal y que sus amigos se reirían de sus retratos. Vincent, sabía que si pintaría en forma «bonita» como Bouguereau, la gente no se avergonzaría de que los pintara. Tuvo que desistir de la idea de utilizar modelos, dedicándose por entero a las escenas exteriores. A medida que avanzaba el verano, aumentaba el calor del sol y menguaba la furia del viento. La luz en la cual trabajaba pasaba por todas las gamas desde el amarillo sulfuroso al amarillo dorado. A menudo pensaba en Renoir y en sus líneas puras y claras. Así veía él toda la atmosfera clara de Provence.
Una mañana vio a una muchacha con el cutis bronceado y el pelo de un color rubio ceniciento. Sus ojos eran grises y llevaba una bata rosada bajo la cual se dibujaban firmemente sus senos. Era una mujer tan simple como los mismos campos y cada línea de su figura denotaba a la virgen. Su madre era una extraña figura de amarillo sucio y azul descolorido que se destacaba fuertemente contra un cantero de brillantes flores amarillas y blancas. Ambas posaron para él durante varias horas a cambio de una pequeña suma.
Cuando regresó al hotel esa noche, Vincent no pudo alejar su pensamiento del recuerdo de esa muchacha de tez bronceada. No lograba conciliar el sueño. Sabía que había casas públicas en Arles pero la mayoría cobraban cinco francos y estaban patrocinadas por los zuavos que traían del África para adiestrarlos en el ejército francés.
Hacía muchos meses que Vincent no había hablado a una mujer excepto para pedirle una taza de café o un paquete de tabaco. Recordó las palabras amantes de Margot y la caricia de sus besos.
Se vistió, atravesando apresuradamente la Place Lamartine y llegó frente a una casa de tolerancia. Apenas había dado unos pasos hacia ella, oyó una batahola infernal y vio aparecer dos gendarmes que sacaban los cadáveres de dos zuavos ensangrentados que acababan de ser asesinados por dos italianos ebrios. Otros gendarmes traían a los italianos apresados, mientras el público vociferaba indignado:
—¡Que los cuelguen! ¡Que los cuelguen!
Aprovechando la confusión del momento, Vincent entró en la Casa de Tolerancia de la Rue des Ricolettjes. Luis, el propietario, lo saludó amablemente y lo llevó a un saloncito a la izquierda del hall donde había varias parejas bebiendo.
—Tengo una muchacha llamada Raquel que es muy bonita —dijo Luis—. ¿Desea el señor que la llame? Si no le agrada podrá elegir otra cualquiera.
—¿Puedo verla?
El joven se sentó a una mesita y encendió su pipa. Oyóse afuera una risa y apareció una linda muchacha que tomó asiento frente suyo.
—Soy Raquel —dijo.
—¡Pero usted es muy jovencita! —no pudo retenerse de exclamar Vincent.
—¡Ya tengo dieciséis años! —repuso la joven con orgullo.
—¿Y cuánto tiempo hace que está aquí?
—¿En lo de Luis? Un año.
—Déjeme que la mire.
La joven elevó ligeramente la cabeza para que el cliente pudiera observarla a gusto.
Tenía el rostro redondo y agradable, con ojos celestes y cuello blanco y lleno. Su cabello negro estaba recogido hacia la parte superior de su cabeza dándole al semblante una apariencia aún más acentuada de redondez. Llevaba únicamente un vestido liviano de tela floreado y unas sandalias. Sus pechos puntiagudos apuntaban hacia el joven provocativamente.
—Eres linda, Raquel —dijo Vincent. Una sonrisa infantil de satisfacción se reflejó en sus ojos, y tomándole de la mano dijo:
—Estoy contenta de agradarte. Prefiero que así sea, pues resulta más fácil...
—Sí. ¿Y yo te agrado?
—Te encuentro gracioso, fou-rou.
—¡Fou-rou! ¿Entonces me conoces?
—Te he visto en la Place Lamartine. ¿Por qué siempre caminas tan de prisa con ese pesado bulto sobre las espaldas? ¿Y por qué nunca usas sombrero? ¿No te quema el sol? Tus ojos están todos rojos; ¿no te duelen?
Vincent rió de la ingenuidad de la criatura.
—Eres muy simpática, Raquel. ¿Quieres llamarme por mi nombre verdadero?
—¿Cuál es?
—Vincent.
—No; prefiero fou-rou. ¿Te molesta si te llamo así? ¿No quieres tomar algo? El viejo Luis me está observando desde el hall.
—Pide una botella de vino, pero que no sea del caro pues no tengo mucho dinero.
Cuando trajeron el vino, Raquel dijo:
—¿No preferirías que lo bebiéramos en mi cuarto? Estaremos más a gusto allí.
—Me agradaría mucho.
Subieron al primer piso y entraron en la habitación reservada para Raquel. Había en ella una cama angosta, un escritorio, una silla y varios medallones pintados sobre los muros. Encima del escritorio veíanse dos muñecos ajados.
—Los he traído de casa —dijo la joven tomando los juguetes y colocándolos en los brazos de Vincent—. Este es Diego y esta Catalina. Cuando era chica jugaba con ellos. ¡Ay, Fou-rou, qué gracioso estás con ellos en los brazos!
Vincent sonrió tontamente hasta que la joven tomó los muñecos y los arrojó descuidadamente sobre el escritorio. Luego se quitó las sandalias y el vestido.
—Siéntate, Fou-rou, jugaremos al papá y a la mamá. ¿Quieres?
Era una muchacha regordeta con senos puntiagudos y vientre redondo e inmaculado.
—Raquel —dijo Vincent— ya que tú me llamas Fou-rou, yo también te daré un apodo.
La joven batió las palmas con entusiasmo y se sentó sobre la falda.
—Oh, díme ¿cómo me llamarás? Me encanta que me den nombres nuevos.
—Te llamaré Pichón. Una expresión de decepción y de perplejidad se reflejó en sus ojos. —¿Y por qué pichón? Vincent acarició suavemente el vientre blanquísimo. —Porque te pareces a un pichón con tus ojos tiernos y tu barriguita redonda. —¿Te parece lindo ser un pichón? —Sí. Los pichoncitos son preciosos y muy amantes... como tú. Raquel se inclinó y lo besó en una oreja, y poniéndose de pie vivamente tomó dos vasos y los llenó de vino.
—Qué orejitas más graciosas tienes, Fou-rou —dijo mientras bebía a sorbos.
—¿Te agradan? —preguntó Vincent.
—Sí; son suaves y redondas. Se parecen a las de un perrito.
—Entonces te las regalo.
Raquel dejó escapar una carcajada.
—Eres simpático, Fou-rou —dijo—. Todos hablan de ti como si estuvieses loco, pero no lo estás, ¿verdad?
Vincent; hizo una mueca.
—Sólo un poco —dijo.
—¿Quieres ser mi amante? —le preguntó Raquel— hace más de un mes que no tengo ninguno. ¿Vendrás a verme todas las noches?
—Creo que no podré, Pichón.
La joven esbozó una mueca de desagrado.
—¿Y por qué? —preguntó.
—Entre otras cosas porque no tengo dinero.
Raquel le retorció la oreja juguetonamente.
—Si no tienes cinco francos, Fou-rou, ¿quieres cortarte la oreja y regalármela? Me agradaría tenerla; la colocaría sobre mi escritorio y jugaría con ella todas las noches.
—¿Y me la devolverás si consigo los cinco francos más tarde?
—¡Qué gracioso eres, Fou-rou! ¡Ojalá todos los hombres fuesen como tú ¡
—¿No te agrada estar aquí?
—A veces lo paso bien, pero... ¡a los zuavos no los puedo ver!...
Dejó su vaso de vino sobre la mesa y echó sus brazos al cuello de Vincent. El joven sintió contra su cuerpo el vientre suave y los pechos firmes de la muchacha, y hundió con fruición sus labios en los de ella.
—¿Volverás a verme, Fou-rou? ¿No me olvidarás y te irás con otra?
—Volveré, Pichón.
—¿Quieres que juguemos al papá y a la mamá ahora? ¿Te agrada?
Cuando Vincent partió media hora más tarde, le consumía una sed que sólo podía ser saciada por innumerables vasos de agua helada.
EL CARTERO
Vincent llegó a la conclusión de que cuanto más finamente estaba molido un color más se saturaba de aceite, y esto no le agradaba, ya que prefería que sus cuadros tuviesen un aspecto tosco. En lugar de comprar los colores molidos durante quién sabe cuántas horas en París hasta convertirlos en un polvo impalpable, decidió molerlos él mismo. Theo pidió al Père Tanguy enviara a su hermano, en bruto, todos los colores que necesitaba, y luego Vincent los molía en su cuartucho de hotel. En esta forma, no solamente le salían más baratos, sino que eran más frescos y le duraban más.
Luego se sintió descontento con las telas sobre las que pintaba, y Theo le envió un rollo de tela sin preparación que él preparaba a su agrado. Georges Seurat le había enseñado a ser exigente acerca del marco que debía colocarse al cuadro, y cuando envió su primer tela arlesiana a Theo le envió instrucciones precisas acerca del marco que le debía colocar y el color en que debía ser pintado. Terminó por fabricar él mismo sus propios marcos con varillas de madera que luego pintaba de acuerdo al colorido del cuadro. En resumidas cuentas, hacía sus colores, preparaba sus telas y las armaba, pintaba sus cuadros y les fabricaba el marco.
—¡Es una lástima que no pueda comprar mis propias obras! —se dijo un día—. ¡Pues si así fuera, me bastaría por completo a mí mismo!
El Mistral volvió a hacerte sentir. La naturaleza parecía estar en un paroxismo de furor. El cielo no tenía una sola nube, y el sol brillante estaba acompañado de una intensa sequedad y un frío penetrante. Vincent aprovechó para hacer una naturaleza muerta en su habitación que representaba una cafetera enlozada azul, una taza azul y oro, una jarra de mayólica con dibujos rojos y verdes, dos naranjas y tres limones.
Cuando el viento amenguó, salió otra vez e hizo un cuadro del Ródano y el puente de Trinquetaille, En el deseo de expresarse con mayor fuerza, empleaba el color arbitrariamente en lugar de reproducir con exactitud lo que tenía ante los ojos. Comprendió que lo que Pissarro le había dicho en París era cierto: «Hay que exagerar audazmente los efectos, ya sean armónicos o discordantes. En el prefacio de "Pierre et Jean" de Maupassant encontró un sentimiento similar: El artista tiene la libertad de exagerar para crear en su novela un mundo más hermoso, más sencillo y más consolador que el nuestro».