Señores, bebamos por el Club Comunista de Arte del Pequeño Boulevard. ¡Que su primera exposición sea todo un éxito!
ARTE PARA LOS TRABAJADORES
A la tarde siguiente, el Père Tanguy llamo a la puerta del departamento de Vincent.
—No podemos exhibir en lo de Norvin, a menos que nos comprometamos en ir a comer allí —dijo—; ya avisé a los demás.
—Perfectamente —repuso Vincent.
—Los otros también están de acuerdo. Recién a las cuatro y media podremos empezar a colgar los cuadros. ¿Puede usted encontrarse a las cuatro en mi negocio? Pensamos ir todos juntos al restaurant.
—Estaré sin falta allí.
Cuando Vincent llegó al negocio pintado de azul de la Rue Clauzel, el Père Tanguy ya se hallaba cargando las telas sobre un carro de mano, mientras los pintores fumaban en el local y discutían acerca de las cualidades de las estampas japonesas.
—¡Vamos¡ —gritó Tanguy—. ¡Ya está todo listo!
—¿Puedo ayudarle a empujar el carro, Père? —preguntó Vincent.
—¡No ¡ ¡ Yo soy el empresario!
Comenzó lentamente a empujar el carrito calle arriba mientras los pintores seguían detrás de dos en dos. Primero venían Gauguin y Lautrec, que se complacían en estar juntos siempre que podían, divirtiéndoles el contraste que formaban con sus figuras tan distintas. Luego caminaban Seurat y Rousseau, este ultimo excitadísimo por una segunda carta perfumada que acababa de recibir esa tarde, y por ultimo caminaban Vincent y Cézanne
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serios y dignos.
—Oye, Père Tanguy —gritó Gauguin de pronto—, ese carro debe ser pesadísimo, cargado como está con obras inmortales. Déjame ayudarte a empujarlo.
—De ninguna manera —repuso Tanguy—. ¡Yo soy el portaestandarte de esta revolución y no cedo mi lugar a nadie¡
Formaban un conjunto verdaderamente extraordinario aquellos artistas caprichosamente vestidos que caminaban por el medio de la calzada detrás de aquel carrito de mano. Los transeúntes los miraban asombrados, pero a ellos no se les importaba, y seguían charlando con animación.
—Vincent —exclamó Rousseau—, ¿te he contado que he recibido otra carta perfumada esta tarde?
Corrió al lado del joven y comenzó a narrarle el asunto de las cartas perfumadas, presa de gran entusiasmo. Cuando hubo terminado, volvió a reunirse con Seurat, y Lautrec llamó a Vincent.
—¿No sabes quién es la dama de Rousseau? —dijo.
—No, ¿Cómo lo sabría?
—¡Es Gauguin! —dijo riéndose—. Le está tomando el pelo a Rousseau; el pobre nunca tuvo una mujer. Gauguin piensa mandarle cartas perfumadas durante un par de meses y luego darle una cita. Se vestirá de mujer y se encontrará con Rousseau en una de las casas de Montmartre. Nos avisará para que los espiemos desde una pieza vecina. ¡Será algo estupendo ver a Rousseau hacer el amor por primera vez!
—Eres un malvado, Gauguin.
—Vamos, Vincent —repuso este—, no seas tan severo. A mí me parece una broma excelente.
Por fin llegaron al restaurant Norvin. Era un lugar modesto, pintado por fuera de amarillo y por dentro de azul claro. Había unas veinte mesas cubiertas por manteles a cuadros rojos y blancos, y en el fondo, cerca de la cocina, estaba un mostrador donde reinaba el dueño.
Durante más de una hora los pintores discutieron ferozmente para decidir la colocación de los cuadros. Tanguy estaba desesperado, y el dueño del restaurant comenzaba a impacientarse, pues se acercaba la hora de la cena y el local se hallaba hecho un caos. Seurat; se oponía que colgaran sus cuadros sobre aquellas paredes azules, alegando que ese color mataba el tono de sus óleos. Cézanne protestaba, no queriendo permitir que sus naturalezas muertas fuesen colocadas al lado de «los miserables cartelones» de Lautrec, y Rousseau estaba ofendido porque querían colocar sus obras en el muro que daba a la cocina. Lautrec insistió para que colgasen una de sus telas más grandes en el watercloset.
— Ese es el momento más contemplativo del día de un hombre —decía.
No sabiendo qué hacer, el Père Tanguy se acercó a Vincent.
—Tome estos dos francos —díjole—, y añada algo más si puede, e invite a todos a tomar una copa en el bar de enfrente. Si pudiese tener quince minutos de tranquilidad, terminaría de arreglar todo en seguida.
El ardid surtió efecto, y cuando los artistas regresaron, todos los cuadros estaban colgados. Dejaron de reñir y se instalaron en una larga mesa cerca de la entrada. El Père Tanguy había colocado varios carteles que decían: «Estos cuadros están en venta. Precios módicos. Dirigirse al dueño del restaurant».
Eran las cinco y media y la cena se servía a las seis. Los artistas estaban nerviosísimos, y cada vez que la puerta se abría todos dirigían sus miradas hacia ella.
—Mira a Vincent —murmuró Gauguin al oído de Seurat—. Está tan nervioso como una prima donna en un día de estreno.
—Oye, Gauguin —dijo Lautrec—, te apuesto el precio de la cena a que yo vendo un cuadro antes que tú. —Aceptado.
—Cézanne, a ti te apuesto tres contra uno...
Era otra vez Lautrec quien había hablado. Cézanne se puso rojo bajo el insulto y todos se rieron de él.
—Ya saben —dijo Vincent—; el único que se ocupará de la venta es el Père Tanguy. Ninguno de nosotros debe intervenir.
—Pero, ¿por qué no vendrán los clientes? —se impacientó Rousseau.
A medida que las manecillas del reloj se acercaban a las seis, los seis hombres se tornaban de más en más nerviosos. Ya no apartaban sus miradas de la puerta de entrada y una profunda tensión se había adueñado de ellos.
—Ni siquiera cuando expuse mi cuadro en los Independientes ante los ojos de los críticos de París, me sentí así —murmuró Seurat.
—Fíjense —murmuró Rousseau de pronto —, ese hombre que está cruzando la calle... Debe ser un cliente.
Pero el hombre siguió de largo sin detenerse en el restaurant. El reloj dio las seis campanadas, y por fin la puerta se abrió, entrando un obrero. Estaba pobremente vestido y parecía cansado.
—Ahora veremos —murmuró Vincent.
El trabajador se dirigió hacia una mesa del otro lado del salón, seguido por los seis pares de ojos. Se quitó el gorro y tomó asiento, comenzando a estudiar el menó, y poco después empezó a comer su sopa sin siquiera levantar la vista.
—Es extraño —murmuró Vincent.
Entraron dos trabajadores más, y después de dar las buenas tardes al dueño, instaláronse frente a una mesita y se enfrascaron en una discusión acalorada. Poco a poco el salón comenzó a llenarse. Vinieron también algunas mujeres. Cada cual parecía tener su mesa acostumbrada. Lo primero que hacían era consultar el menú, y cuando les servían, comían con tanto ardor que se olvidaban de todo lo que les circundaba, y no elevaban la vista para nada. Después de la cena encendían sus pipas y charlaban entre ellos o bien leían los diarios vespertinos.
—¿Desean los señores que les sirvan? —inquinó el mozo a los pintores a eso de las siete.
Nadie le contestó y el mozo tuvo que retirarse. En eso entró un hombre y una mujer. Al colocar su sombrero en la percha, el hombre notó uno de los tigres de Rousseau en medio de su jungla fantástica. Con un gesto designó el cuadro a su compañera. En la mesa de los pintores todos contuvieron el aliento, y Rousseau casi se puso de pie. La mujer dijo algo en tono bajo y se rió, y luego tomaron asiento y comenzaron a devorar el menú con los ojos.
A las ocho menos cuarto el mozo sirvió la sopa a los artistas, pero nadie la tomó. Cuando se hubo enfriado, trajo el plato del día. Lautrec se entretuvo en hacer dibujos con el tenedor en el jugo grasiento. Sólo Rousseau tuvo el coraje de comer; los demás se contentaron con vaciar sus copas de vino tinto. Hacía un calor sofocante en ese restaurant, lleno del tufo de la comida y del olor a sudor de los trabajadores que habían transpirado durante su rudo trabajo.
Uno por uno los clientes pagaron sus adiciones, y después de dar las buenas noches al dueño se retiraron.
—Lo siento —dijo el mozo—, pero son las ocho y media y es hora de cerrar el negocio.
El Père Tanguy descolgó los cuadros y los acomodó de nuevo en el carro, empujando éste lentamente hacia su casa mientras caía el crepúsculo.
LA COLONIA DE ARTE COMUNISTA
El espíritu del viejo Goupil y del Tío Vincent Van Gogh habíase desvanecido para siempre de las Galerías. En su lugar existía la política de vender cuadros como si se tratara de cualquier otra mercancía, tal como zapatos o arenques. Theo se veía constantemente asediado para que vendiera a los mas altos precios telas sin valor alguno.
—¿Y por qué no abandonas la casa Goupil? —le repetía sin cesar Vincent
—Las otras casas son iguales —contestaba su hermano. Además, hace tiempo que estoy con ellos, y es mejor que no cambie.
—¡Debes cambiar, Theo!. Insisto . Cada día pareces más triste. No te preocupes por mí, pues ya me arreglaré. Escucha, eres el más conocido y más apreciado de los jóvenes comerciantes de arte de París; ¿por qué no instalas un negocio propio?
—Te lo ruego, no vuelvas a empezar —repuso su hermano con cansancio.
—Tengo una idea maravillosa, Theo; instalemos un negocio comunista de arte. Nosotros te daremos nuestros cuadros y todo el dinero que recibas por ellos nos servirá para vivir en comunidad. Nos será fácil reunir algunos francos para abrir un negocito en París, y alquilaremos una gran casa en el campo donde viviremos y trabajaremos todos juntos. El otro día, Portier vendió un Lautrec y el Père Tanguy vendió varios Cezannes. Estoy seguro que atraeríamos a los jóvenes compradores de París, y te aseguro que no necesitaríamos mucho dinero para vivir en esa casa en el campo. Viviríamos todos juntos sencillamente en lugar de tener cada cual nuestra instalación en París.
—Vincent, me duele terriblemente la cabeza. ¿Quieres dejarme dormir?
—No; podrás dormir el domingo. Escúchame, Theo: ¿dónde vas? Bien, desvístete si quieres, pero seguiré hablándote. Me sentaré a la cabecera de tu cama. Ya que tú no te sientes a gusto en lo de Goupil y que todos los jóvenes pintores de París están dispuestos a unirse, podremos reunir un poco de dinero y ..
A la noche siguiente, Vincent llegó con el Père Tanguy y con Lautrec.
Theo había esperado que su hermano pasaría la velada afuera.
—Señor Van Gogh, —exclamo el Pire Tanguy—, es una idea maravillosa. Usted nos debe ayudar. Yo abandonaré mi negocio y me iré al campo con los pintores. Les moleré los colores, les armaré las telas sobre los bastidores...; lo único que pediré en cambio es casa y comida.
—¿Y de dónde sacaremos el dinero para iniciar este proyecto? —preguntó Theo dejando el libro que estaba leyendo—. Se necesita dinero para abrir un negocio, alquilar una casa y dar de comer a la gente.
—¡Aquí lo traje conmigo! —exclamó el Père Tanguy—. Son doscientos veinte francos. ¡Todas mi economía! Tómelas, señor Van Gogh.
—Lautrec, usted que es un hombre sensato, ¿qué dice de todos estos desatinos?
—Que es una idea macanuda. En lugar de luchar cada cual por nuestro lado, podríamos presentar un frente único...
—Perfectamente; usted es rico; ¿nos ayudará?
—Ah, no. Si tiene que ser una colonia subvencionada, perderá su efecto. Contribuiré con doscientos veinte francos, como el Père Tanguy.
—¡Es una idea tan descabellada! ¡Si ustedes supieran lo que son los negocios!
—Mi querido señor Van Gogh —insistió el Père Tanguy tomándole la mano—, le ruego que no trate esa idea de descabellada. ¡Es magnífica! ¡Insistimos todos para que nos ayude!
—No te puedes zafar, Theo —dijo Vincent—. Conseguiremos más dinero y te nombraremos nuestro director. Puedes decir adiós a Goupil. Ahora serás el gerente de la Colonia Comunista de Arte.
Theo se pasó una mano sobre los ojos.
—No puedo imaginarme cómo podría manejar una sarta de salvajes como ustedes.
Cuando el joven regresó a su casa a la tarde siguiente, la encontró totalmente ocupada por los pintores. La atmósfera estaba llena de humo de sus pipas y cigarros, y todos hablaban a un tiempo. Vincent; sentado sobre la frágil mesa del centro, presidía la reunión.
—No, no —gritaba—, no habrá paga. No veremos para nada el dinero. Theo venderá nuestros cuadros y nosotros recibiremos en cambio, casa, comida e implementos de trabajo.
—¿Y qué haremos con los hombres cuyos cuadros no se vendan? —inquirió Seurat—. ¿Cuánto tiempo lo vamos a mantener?
—Todo el tiempo que quieran permanecer con nosotros trabajando.
—Magnífico —gruñó Gauguin—. No tardarán en llegar a nuestra casa todos los aficionados de Europa...
—¡Aquí está el señor Van Gogh! —exclamó el Père Tanguy advirtiendo la presencia de Theo—. ¡Un viva para nuestro director! —¡Viva! ¡Viva! —gritaron todos.
La agitación era indescriptible. Rousseau quería saber si podía seguir dando lecciones de violín en la colonia. Anquetin dijo que debía tres meses de alquiler, y que convenía que encontraran la casa cuanto antes para poder mudarse. Cézanne insistía en que los que poseían dinero fuesen autorizados a gastarlo, a lo que contestó Vincent con energía:
—¡De ninguna manera! ¡Eso arruinaría nuestro comunismo! Todos debemos vivir del mismo modo.
Lautrec quería saber si sería permitida la entrada de mujeres a la casa, y Gauguin insistía en que cada cual debía comprometerse a contribuir lo menos con dos telas por mes.
—Entonces no me uniré a ustedes —gritó Seurat—. Sólo puedo terminar una tela importante por año.
—¿Y tendré que dar la misma cantidad de pinturas y de telas por semana a cada uno? —preguntó el Père Tanguy.
— No —contestó Vincent—. Se entregará a cada cual lo que necesite, ni más ni menos. Lo mismo que para la comida.
—¿Y si hay excedente de dinero? ¿Quién gozará de los beneficios?
—Nadie —repuso Vincent—. En cuanto tengamos algún dinero de más, abriremos una casa en Bretaña y luego otra en Provence. Pronto tendremos casas en todo el país y podremos ir de una a otra.
—¿Y los pasajes de ferrocarril? ¿Se pagarán con los beneficios?
—¿Y cuánto podrá viajar cada cual? ¿Quién decidirá de todo eso?
—Y si hay demasiados pintores en una casa durante el buen tiempo, ¿quién tendrá que quedarse en el clima frío?
—Theo, Theo, usted es nuestro director; decida estas cuestiones. ¿Podrá afiliarse cualquiera a nuestra sociedad? ¿Habrá algún límite para sus miembros? ¿Tendremos que pintar de acuerdo con algún sistema determinado? ¿Nos facilitarán modelos?