Lujuria de vivir (41 page)

Read Lujuria de vivir Online

Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Drama

BOOK: Lujuria de vivir
12.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cree usted que trabajamos para hacer la caridad a los demás? ¿Cree usted que podemos comer las ideas comunistas de Tanguy? ¡Pague su cuenta, bribón; de lo contrario llamaré a la policía!

Gauguin sonrió afablemente, como sabía hacerlo, y tomando la mano de la señora se la llevó galantemente a los labios.

—¡Ah, Xantipa, qué hermosa está usted esta mañana!

La señora de Tanguy no comprendía porqué Gauguin siempre la llamaba «Xantipa», pero le agradaba esa apelación y se sentía halagada.

—No crea que me va a usted a enternecer, bribón, —dijo. Paso mi vida moliendo colores y no estoy dispuesta a que usted me robe.

—Mi preciosa Xantipa, no sea usted tan dura conmigo. Usted tiene el alma de una artista. Lo veo reflejado en su hermoso rostro...

La señora de Tanguy llevó su delantal a su cara, como para borrar de ella el alma de artista.

—¡Basta con un artista en la familia! —exclamó—. Supongo que ya les habrá expuesto su teoría de vivir con cincuenta céntimos diarios. Pero ¿de dónde sacaría esos cincuenta céntimos si yo no los ganara para él?

—Todo París habla de su encanto y de su habilidad, mi querida señora.

E inclinándose de nuevo volvió a besar la mano áspera.

—Bah, usted no es más que un pillo adulador —dijo la señora suavizándose—. Si quiere puede llevarse algunos colores por hoy, pero ¡no se olvide de pagar su cuenta! —Como agradecimiento a tanta bondad, mi preciosa Xantipa, le pintaré su retrato...

Algún día estará colgado en el Louvre y nos inmortalizará a ambos.

Oyóse la pequeña campanilla de la puerta del frente y apareció un señor.

—Esa naturaleza muerta que está en la vidriera, ¿de quién es? —inquirió.

—De Paul Cézanne.

—¿Cézanne? Nunca oí nombrarlo. ¿Está en venta el cuadro?

—Lo siento mucho, señor, pero...

La señora de Tanguy dio un empellón a su marido e intervino.

—Por cierto, señor, está en venta. ¿Verdad que es una naturaleza muerta magnífica?

¿Ha visto usted alguna vez manzanas semejantes? Se lo venderemos barato, señor, ya que a usted le agrada tanto.

—¿A cuánto?

—¿A cuánto, Tanguy? — repitió la señora con una ligera amenaza en la voz.

El pobre hombre tragó con dificultad y repuso:

—Tresien...

—¡Tanguy!

—Doscien...

—¡Tanguy!

——Este..., cien francos.

—¿Cien? —repitió el cliente—. Es algo caro para un pintor desconocido. No pensaba gastar más de veinticinco francos.

La señora de Tanguy sacó el cuadro de la vidriera.

—Mire, señor —dijo—. Es un cuadro grande... Tiene cuatro manzanas. Cuatro manzanas valen cien francos, pero si usted sólo quiere gastar veinticinco francos, ¿por qué no se lleva una sola manzana?

El señor estudió la tela durante un momento, y dijo:

—Sí, tal vez podría hacer eso... Corte la tela por aquí y me llevaré esta manzana.

La señora de Tanguy corrió a buscar un par de tijeras y cortó la última manzana del cuadro. Envolvió la tela en un pedazo de papel y recibió los veinticinco francos en pago.

—¡Mi Cézanne favorito! —exclamó Tanguy desesperado una vez que el señor hubo partido—. ¡Lo había puesto a la vidriera para que la gente lo admirara y se sintiera feliz!...

La señora colocó el cuadro mutilado sobre el mostrador y dijo:

—Ya sabes, la próxima vez que un cliente quiera un Cézanne y no tenga mucho dinero, véndele una manzana. Acepta cualquier cosa que quieran darte, total no tienen valor, ¡pinta tantas manzanas! Y usted no se ría, Gauguin, lo mismo haremos con sus cuadros. Voy a descolgar todas esas horribles telas de las paredes y venderé sus espantosas mujeres desnudas a cinco francos cada una.

—Mi querida Xantipa —repuso éste—, es una verdadera lástima que nos hayamos encontrado demasiado tarde en la vida. Si usted hubiera sido mi compañera cuando yo trabajaba en la Bolsa, hoy seríamos dueños del Banco de Francia.

Cuando la señora se hubo retirado a la trastienda, el Père Tanguy preguntó a Vincent:

—Usted es pintor también, ¿verdad, señor? Espero que comprará sus colores en mi casa... Y tal vez quiera usted hacerme ver algunos de sus trabajos...

— Con mucho placer. Esas estampas japonesas son preciosas. ¿Están en venta? —Sí. Desde que los hermanos Goncourt las coleccionan, se han puesto de moda. Están influenciando bastante a nuestros jóvenes pintores. —Me agradan estas dos. Quiero estudiarlas. ¿Cuánto cuestan? —Tres francos cada una. —Las llevo. ¡Dios! Me olvidé que gasté mi último franco esta mañana. ¿Tienes seis francos, Gauguin? —No seas ridículo, Vincent.

El joven depositó las estampas sobre el mostrador con evidente pesar. —No puedo llevármelas, Père Tanguy.

El Père Tanguy colocó las dos estampas en las manos de Vincent, y mirándolo tímidamente dijo:

—Usted necesita esto para su trabajo. Le ruego que se las lleve. Me pagará otro día.

EL PEQUEÑO BOULEVARD

Theo decidió ofrecer una reunión para los amigos de Vincent. Prepararon cuatro docenas de huevos duros, compraron un barrilito de cerveza y gran cantidad de masas y bizcochos.

El humo de las pipas era tan espeso en el living que cuando Gauguin movía su pesada figura de un lado a otro, hubiérase dicho que era un transatlántico que emergía de entre la niebla. Lautrec, encaramado sobre el brazo del sillón favorito de Theo, cascaba los huevos duros contra el respaldo del mismo y los pelaba con toda tranquilidad, dejando caer las cáscaras sobre la alfombra. Rousseau se hallaba excitadísimo y contaba con animación que había recibido una esquela perfumada de una dama pidiéndole una cita. Estaba tan excitado que repetía la historia sin cesar. Seurat había acaparado a Cézanne, y llevándole a la ventana trataba de explicarle una nueva teoría que se le acababa de ocurrir. Vincent sonreía mientras servía la cerveza del barril, festejaba los cuentos obscenos de Gauguin, trataba de indagar con Rousseau, quién sería la dama de la esquela perfumada, discutía con Lautrec respecto a la mayor o menor eficacia de los puntos o líneas para captar impresiones, y finalmente se dirigió a rescatar a Cézanne de las garras de Seurat.

En aquella habitación reinaba un tumulto infernal los hombres que allí se hallaban poseían todos vigorosas personalidades, eran feroces egoístas y vibrantes iconoclastas. Theo los llamaba monomaniáticos. Adoraban discutir, luchar, blasfemar, defender sus propias teorías y condenar todo lo demás. Sus voces eran fuertes y ásperas. Las cosas que abominaban en el mundo formaban legión. Una habitación veinte veces mayor que la de Theo hubiera resultado aún pequeña para contener las fuerzas dinámicas de esos pintores.

Toda esa turbulencia que excitaba a Vincent hasta tornarlo elocuente y entusiasta, producía un profundo dolor de cabeza a su hermano. Todo aquello era completamente opuesto a su naturaleza. Quería sinceramente a los hombres que se hallaban en esa habitación. ¿Acaso no era por ellos que había emprendido esa batalla interminable contra Goupil? Pero encontraba que sus personalidades fuertes y toscas no se avenían con su naturaleza tranquila. Theo tenía un carácter marcadamente femenino y delicado, lo que cierta vez dio oportunidad a Toulouse Lautrec para observar con su humor vitriólico.

—Es una lástima que Theo sea el hermano de Vincent. Hubiera sido una magnífica esposa para él.

Para Theo resultaba tan desagradable vender los cuadros de Bouguereau como hubiera sido para Vincent pintarlos. Y sin embargo, los vendía, pues sabía que si así lo hacía, Valadon le permitiría exponer un Degas. Tenía esperanzas de persuadirlo más tarde a que le dejara colgar un Cézanne, un Gauguin o un Lautrec, y, finalmente, tal vez algún día un Vincent Van Gogh...

Echó una última mirada a aquel ambiente abigarrado y lleno de humo y salió sin ser visto a tomar un poco de aire.

Gauguin estaba discutiendo con Cézanne. En una mano sostenía un huevo duro y un brioche y en la otra un vaso de cerveza. Se jactaba de ser el único hombre en París capaz de beber cerveza con una pipa en la boca.

—Tus cuadros son fríos, Cézanne —gritaba—. Terriblemente fríos. Nada más que de mirarlos me dan escalofríos. No hay una pizca de emoción en los kilómetros de tela que has pintado.


No trato de pintar emoción —retrucó Cézanne—. Dejo eso para los novelistas. Me limito a pintar manzanas y paisajes.

—No pintas emoción porque no puedes. Pintas con los ojos; eso es lo que haces.

—¿Y con qué pintan los demás?

—Con toda clase de cosas —repuso Gauguin echando un vistazo a su alrededor—. Lautrec pinta con su
soleen.
Vincent con su corazón. Seurat pinta con su cerebro, lo que resulta casi tan malo como pintar con los ojos. Y Rousseau pinta con su imaginación.

—¿Y con qué pintas tú, Gauguin? —¿Quién? ¿Yo? No sé. Nunca lo pensé.

—Yo se los diré —dijo Lautrec—. ¡Pinta con su genital!

Cuando las carcajadas que recibieron estas palabras se hubieron apagado, Seurat, encaramado sobre el brazo de un diván, gritó:

—Pueden burlarse todo lo que quieran de un hombre que pinta con su cerebro, pero gracias a eso es que he descubierto el modo de hacer nuestra pintura doblemente efectiva.

—¿Tendremos que volver a oír ese cuento otra vez? —se lamentó Cézanne.

—¡Cállate, Cézanne! Gauguin, siéntate en algún lado y quédate tranquilo. Y tú, Rousseau, acaba de una vez con tu historia de la esquela perfumada. Lautrec, pásame un huevo, y tú, Vincent, una brioche. ¡Y ahora, escuchen todos!

—¿Qué sucede, Seurat? Nunca te he visto tan excitado desde el día en que aquel individuo escupió sobre tu cuadro en el Salón de los Rehusados...

—¡Escuchen! ¿Qué es la pintura hoy en día? Luz. ¿Qué clase de luz? Luz graduada. Puntos de color deslizados unos en los otros...

—Eso no es pintura; es «puntillismo»...

—¡Por amor de Dios, Georges! ¿Vuelves a molestarnos de nuevo con tu intelectualismo?

—¡Cállense! Pintamos un cuadro; luego, ¿qué hacemos? Lo entregamos a algún idiota que lo coloca en un horrible marco dorado, matando así hasta el último efecto de nuestra pintura. Lo que quiero proponerles ahora es no abandonar jamás ninguna de nuestras obras hasta haberle puesto el marco adecuado que formará una parte integral de la pintura.

—Pero, Seurat, te conformas con poco. Todos los cuadros deben colgarse en una habitación. Y si esa habitación no es del color apropiado estropeará por completo el cuadro y el marco.

—Tienes razón; ¿por qué no pintamos la habitación para que concuerde con el marco?

—Es una buena idea —repuso Seurat.

—¿Y qué me dicen de la casa en la cual está la habitación?

—¿Y la ciudad en la que se encuentra la casa?

—¡Oh, Georges, tienes las ideas más diabólicas!

—Eso es lo que sucede cuando se pinta con el cerebro.

—Si ustedes, idiotas, no pintan con sus cerebros, es porque carecen de él.

—¿Por qué están riñendo siempre? —inquirió Vincent———. ¿Por qué no tratan más bien de trabajar juntos?

—Tú que eres el comunista del grupo —dijo Gauguin—, dinos a qué arribaríamos si trabajáramos juntos.

—Perfectamente; se los diré ——repuso Vincent introduciéndose en la boca la yema entera de un huevo duro—. He estado pensando en ello. Somos unos desconocidos: Monet, Degas, Sisley y Pissarro han abierto el camino por el cual debemos pasar. Han sido aceptados y su trabajo es expuesto en las Galerías más importantes. Ellos son los pintores de los grandes boulevares, pero nosotros podemos ser los de las calles adyacentes de los pequeños Boulevares. ¿Por qué no exponemos nuestras obras en los pequeños restaurantes? ¿En las fondas de los trabajadores? Cada uno de nosotros podría contribuir, digamos, con cinco telas. Y todas las noches cambiaríamos de lugar y venderíamos nuestras obras al precio que pudieran pagarnos por ellas los trabajadores. Esta combinación tendría doble ventaja, pues no solamente nos permitiría exponer constantemente nuestro trabajo ante los ojos del público sino que haría posible a los obreros de París admirar y comprar hermosas obras de arte por casi nada.

—!Pero esto es magnífico! —exclamó Rousseau con sus ojos grandes abiertos de entusiasmo.

—Necesito un año para terminar una tela —gruñó Seurat—. ¿Se creen que consentiré en venderla a un carpintero cualquiera por unos céntimos?

—Podrías contribuir con estudios pequeños.

—¿Y si los restaurantes no aceptan nuestros cuadros?

—Los aceptarán. No les costará nada y contribuirá a embellecer sus salas.

—¿Cómo podríamos llevar a cabo esta idea? ¿Quién se encargaría de buscar los restaurantes?

—Ya lo he pensado —dijo Vincent—. Nombraremos al Père Tanguy nuestro empresario. Él nos encontrará los restaurantes, colgará los cuadros y cobrará cuando se vendan.

—¡ Tienes razón ! ¡Es el hombre apropiado!

—Rousseau, sé bueno; vete a lo del Père Tanguy. Dile que lo necesitamos para un

asunto importante.

—Pueden descartarme de este asunto —dijo Cézanne,

—¿Qué te pasa? ¿Temes acaso que tus hermosos cuadros sean mancillados por los ojos de los trabajadores?

—No es eso. Es que regreso a Aix para fin de mes.

—Prueba al menos una vez, Cézanne —rogó Vincent—. Si no resulta, no pierdes nada.

—Bien; como quieras.

—Y cuando terminemos con los restaurantes, seguiremos con las casas públicas — dijo Lautrec—. Conozco a las dueñas de casi todas las de Montmartre. Tienen una clientela mejor de lo que muchos suponen, y podríamos conseguir precios más altos.

En eso llegó Père Tanguy aguadísimo. Rousseau le había dicho cuatro palabras del plan y estaba lleno de entusiasmo. Cuando le hubieron explicado detalladamente lo que querían, exclamó:

—Sí, sí; conozco precisamente un lugar donde podremos hacer nuestra primera exhibición. Se trata del Restaurant Norvin. El dueño es amigo mío. Los muros de su salón están desnudos y estoy seguro que aceptará que los adornemos. Cuando terminemos allí, conozco otro restaurante en la Rue Pierre. ¡Hay miles de restaurantes en París!

—¿Y cuándo se llevará a cabo la primera exposición del Club del Pequeño Boulevard? —inquirió Gauguin.

—¿A qué esperar? —repuso Vincent—. Empecemos mañana.

Tanguy se quitó su sempiterno sombrero de paja, se rascó la cabeza y se lo volvió a colocar.

—Eso es, eso es, mañana. Tráiganme sus cuadros por la mañana y yo los colgaré por la tarde en el restaurante Norvin. Y cuando los clientes lleguen a cenar, causaremos sensación. ¡venderemos los cuadros como pan! ¿Qué es lo que me dan? ¿Cerveza? ¡ Bien!

Other books

Santa Fe Rules by Stuart Woods
Stories of Erskine Caldwell by Erskine Caldwell
Casas muertas by Miguel Otero Silva
A Royal Match by Connell O'Tyne
Watson, Ian - Black Current 03 by The Book Of Being (v1.1)
Seahorses Are Real by Zillah Bethell
Wonderlust by B.L Wilde