Arles?
—¿Arles?
—Sí; se encuentra a orillas del Ródano, a pocas horas de Marsella. El colorido de
los alrededores hace parecer anémicas las escenas africanas de Delacroix.
—¿Es cierto? ¿Hay buen sol?
—¿Sol? Te embriagarás de sol allí. Y si vieras a las arlesianas, son las mujeres más espléndidas del mundo. Aun conservan las facciones puras de sus antepasados griegos combinadas con la robustez de sus conquistadores romanos. Sin embargo, por curioso que sea, su aroma es netamente oriental. Supongo que se debe a la invasión sarracena del siglo
VIII. Fue en Arles que se encontró la verdadera Venus, Vincent ¡Una arlesiana sirvió de modelo! —Tus palabras me fascinan —dijo el joven. —¡Y espera a que sientas el mistral! —¿Y qué es el mistral? —inquirió Vincent. —Ya lo sabrás cuando estés allí —repuso Lautrec con una mueca. —¿Es la vida cara allí? —No hay en qué gastar el dinero, si se exceptúa la comida y la casa. Ya que quieres dejar París, ¿por qué no pruebas Arles? —¡Arles! —repitió soñadoramente el joven—. ¡Arles y las arlesianas! Me agradaría pintar esas mujeres.
París había excitado a Vincent. El joven había bebido demasiados ajenjos, fumado demasiadas pipas y hecho cantidad de otros desarreglos. Ahora sentía una imperiosa necesidad de partir hacia algún lugar tranquilo donde pudiera volcar toda su energía nerviosa en su trabajo. Necesitaba de un sol cálido para fructificar. Sentía como si el «climax» de su vida, el poder creador hacia el cual había luchado durante ocho años, no se encontrase muy lejano. Sabía que nada de lo que había pintado hasta entonces tenía valor. Tal vez le faltaba poco para crear esos pocos cuadros que justificarían su vida.
—¿Qué era lo que decía Monticelli? «Debemos trabajar rudamente durante diez años para que finalmente seamos capaces de pintar dos o tres retratos buenos».
En París, su vida estaba asegurada. No le faltaban ni amistades ni cariño, y siempre tendría un hogar bajo el techo de Theo. Su hermano nunca lo dejaría sufrir hambre ni le obligaría a pedir dos veces material para pintar.
Sabía que desde el instante en que abandonara París sus penurias recomenzarían. No sabría arreglarse con el dinero que Theo le enviaría, y la mayor parte del tiempo tendría que pasar sin comer. Sufriría al no poder comprar los colores que le harían falta y sus palabras tendrían que ahogarse en su garganta, ya que no tendría a su lado ningún ser amistoso con quien hablar.
—Arles te agradará —díjole Toulouse Lautrec al día siguiente—. Es tranquilo, y nadie te fastidiará El calor es seco y el colorido magnífico. Es el único lugar de Europa donde se puede gozar de la claridad japonesa. Es el paraíso de un pintor. Si París no me atrajese tanto, me iría allí.
Esa noche Theo y Vincent fueron a un concierto de música de Wagner. Volvieron a su casa temprano y permanecieron una hora más charlando de sus recuerdos de infancia en Zundert. A la mañana siguiente Vincent preparó el café para Theo, y cuando su hermano partió para la Casa Goupil, hizo la limpieza a fondo del pequeño departamento. Colocó sobre los muros algunos de sus cuadros. Uno representaba unos mariscos rosados, otro el retrato del Père Tanguy con su sombrero de paja, otro el Moulin de la Gállete, otro un desnudo de mujer, y por último un estudio de los Campos Elíseos!.
Cuando Theo regresó esa noche, encontró sobre la mesa del living una nota que decía:
«Querido Theo»:
"He partido para Arles y te escribiré en cuanto llegue allí. Colgué algunas de mis pinturas en el departamento para que no te olvides de mí.
«Un fuerte apretón espiritual de manos.—Vincent.»
ARLES
¿TERREMOTO O REVOLUCIÓN?
El sol arlesiano deslumbró a Vincent. El terrible calor y la diaria luminosidad intensa del aire fueron para él un mundo desconocido.
Llegó por la mañana, en medio de un sol abrasador; descendió del vagón de tercera clase y se encaminó por la ruta tortuosa que llevaba de la Estación a la Hace Lamartine, plaza limitada por un lado por el dique del Ródano y por el otro por cafés y hotelitos de tercer orden. Arles se extendía sobre la ladera de una colina, amodorrada por el sol tropical.
El joven, que era indiferente en lo referente a su alojamiento, entró en el primer hotel que encontró. Alquiló un modesto cuarto con una cama de bronce, un lavatorio sobre el cual había una palangana con su jarra resquebrajada y una silla. Para completar el moblaje el dueño trajo una rústica mesa de madera. No había lugar para instalar el caballete, pero Vincent no se afligió, pues pensaba trabajar todo el día al aire libre.
Arrojó la valija sobre la cama y partió sin perder un instante a visitar la ciudad. Podía llegarse al centro de la misma por dos caminos distintos. El de la izquierda servía especialmente para vehículos y circundando la ciudad subía lentamente hacia la cima de la colina pasando por el antiguo foro y anfiteatro romanos. Vincent tomó el otro, que pasaba a través de un laberinto de estrechas callejuelas pavimentadas con piedras puntiagudas. Después de haber subido durante algún tiempo, llegó a la Place de la Mairie, inundada de sol. Pasó en medio de ruinas romanas que parecían no haber sido tocadas desde los lejanos días de la conquista. Las callejuelas eran tan estrechas que se podían tocar ambos lados de las construcciones con solo extender los brazos, habiendo sido hechas así a fin de precaverse en lo posible del sol enloquecedor, y para amenguar un tanto la tortura del mistral seguían un rumbo extraordinariamente tortuoso y rara vez se encontraba un trecho recto de más de 10 yardas. Las aceras estaban llenas de desperdicio y niños sucios jugaban en ellas.
Vincent abandonó la Place de la Mairie y se dirigió por una estrecha calle hasta el camino principal que bordeaba el pueblo. Atravesó un pequeño parque y luego se encontró ante la antigua arena romana. Siguió subiendo por la colina como una cabra, saltando de piedra en piedra hasta que finalmente llegó a la cima. Sentóse sobre una roca, y dejando sus piernas pendientes en el vacío, encendió su pipa y se puso a contemplar el dominio que se había asignado.
La ciudad a sus pies parecía querer precipitarse en el Ródano como una cascada. Los techos de las casas, unos contra otros, formaban un intrincado dibujo. Todos eran de tejas que originariamente habían sido rojas pero que el sol había cocinado y que ahora presentaban toda una gama de colores desde el amarillo claro hasta un marrón arcilloso.
El ancho y torrentoso Ródano formaba una pronunciada curva al pie de la colina en que se hallaba Arles, para seguir luego directamente hacia el Mediterráneo. A ambos lados del río veíanse varios diques de piedras, y sobre la otra margen, Trinquetaille brillaba como una ciudad pintada. Detrás de Vincent estaban las montañas que se destacaban netamente en la claridad de la luz. Delante suyo se extendían los campos trabajados, los huertos en flor y los valles fértiles estriados por infinidad de zureos que parecían todos convergir al mismo punto.
Pero fue el deslumbrante colorido de la campaña que le hizo pasarse la mano sobre sus ojos asombrados. El cielo era tan intensamente azul que le parecía increíble que fuese verdadero. El verde de los campos que se extendían a sus pies era la misma esencia del color verde, y el amarillo del sol y el rojo del suelo eran tan intensos que parecían sobrenaturales. ¿Cómo pintar semejantes colores? Aun en el caso de que fuese capaz de rendirlos, no haría creer a nadie que eran auténticos.
Vincent descendió por la ruta de los vehículos hasta la Place Lamartine. Tomó su caballete, su paleta, sus pinturas y una tela y se dirigió a las márgenes del río. Por todos lados comenzaban a florecer los almendros El reflejo del sol en el agua le hacía doler la vista. Habíase olvidado el sombrero en el hotel, y el sol, calentando sus cabellos rojos pareció absorber todo el frío de París, todo el cansancio, todo el desaliento y toda la saciedad que la vida de la ciudad había volcado en su alma.
Anduvo más o menos un kilómetro a orillas del río hasta que encontró un puente levadizo sobre el cual pasaba un carro y que se destacaba contra el azul del cielo. El río también era azul y las barrancas color naranja con unos toques verdes. Un grupo de lavanderas con gorros de distintos colores lavaban debajo de la sombra del único árbol existente.
Vincent instaló su caballete, respiró profundamente y cerró los ojos. Pareció desvanecerse de sí la influencia de las charlas de Seurat respecto al «puntillismo», de las arengas de Gauguin sobre la decoración primitivista, del sistema de Cézanne y del de Lautrec, para permanecer únicamente una personalidad: la de Vincent.
Regresó al hotel más o menos a la hora de la cena. Se instaló en una mesita del bar y pidió un ajenjo. Estaba demasiado excitado para pensar en comer. En una mesa vecina a la suya, un hombre observó las manos y la cara sucia de pintura del joven y entabló conversación con él.
—Soy periodista parisino —dijo—, hace tres meses que estoy aquí reuniendo material para un libro sobre el idioma Provenzal.
—Yo acabo de llegar de París esta mañana —repuso Vincent.
—Así lo he notado. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Arles?
—Así lo espero.
—Pues si quiere usted hacerme caso, no se quede. Aries es el lugar más malsano del mundo entero.
—¿Y qué le hace pensar eso?
—No lo pienso, sino lo sé. Estuve observando la gente de aquí desde hace tres meses y le aseguro que todos están chiflados. No tiene más que mirarlos. Observar sus ojos En toda la región de Taracon no hay una sola persona que sea normal.
—Es extraño lo que usted dice —observó Vincent.
—Dentro de una semana usted estará de acuerdo conmigo. La campiña de Arles es la más castigada de toda Provence. Usted que ha estado afuera en ese sol ¿puede imaginarse lo que esa luz infernal día tras día hace a esta gente? Le digo que les quema el cerebro. ¡Y el mistral! ¿No tuvo aún ocasión de sentirlo? ¡Ay Dios! Ya verá lo que es. Azota frenéticamente la ciudad doscientos días del año. Es imposible andar por las calles sin ser aplastado contra los edificios. Si uno se encuentra en el campo, lo tumba revolcándolo sobre la tierra. Le retuerce los intestinos hasta tornarse inaguantable. He visto ese viento infernal arrancar ventanas, tumbar árboles y cercos, hostigar a los hombres y a los animales hasta creer que va a destrozarlos. Hace solo tres meses que estoy aquí y me parece que yo mismo ya estoy un poco loco. Mañana mismo me voy de aquí. —Usted debe exagerar— repuso Vincent—, lo poco que he visto de los arlesianos me parece normal.
Aguarde un poco más hasta que llegue a conocerlos mejor. ¿No sabe cuál es mi opinión personal?
—No ¿cuál? ¿Quiere aceptar un ajenjo?
—No, gracias. Bien, creo que Arles está epiléptica. Llega a un grado tal su excitación que parece que estallará en un violento ataque espumando por la boca.
—¿Y sucede así?
—No. Eso es lo extraño. Hace tres meses que estoy esperando ver estallar una revolución o una erupción volcánica en la Place de la Mairie. Una docena de veces he creído que los habitantes se iban a enloquecer repentinamente y degollarse unos a otros, pero cuando su excitación llega al punto en que la explosión es inminente, el mistral se calma por uno o dos días, el sol se esconde detrás de las nubes y no sucede nada.
—Entonces, ya que el ataque no se produce —dijo Vincent riendo— ¿por qué califica usted a Arles de epiléptica?
—En realidad le convendría más el nombre de «epileptoidal».
—¿Y qué diablos quiere decir eso?
—Estoy escribiendo una nota para explicarlo en mi diario de París. Fue este artículo aparecido en un periódico alemán que me sugirió la idea —dijo sacando un semanario de su bolsillo y pasándolo a Vincent.
—Los médicos han estudiado los casos de varios cientos de hombres que sufren de una enfermedad muy parecida a la epilepsia, pero nunca tienen ataques. Parece que sufren de una nerviosidad que va en continuo aumento. En cada uno de estos casos esa agitación ha ido aumentando hasta que los enfermos llegan a los 35 ó 40 años, época en que sufren un violentísimo ataque epiléptico. Tienen media docena de espasmos más y en uno o dos años, todo ha terminado.
—Eso es demasiado joven para morir —dijo Vincent—. A esa edad un hombre recién comienza a tener control sobre de sí mismo.
El periodista guardó el semanario en su bolsillo.
—¿Piensa permanecer por mucho tiempo en este hotel? —preguntó—. Mi artículo está casi terminado, y en cuanto se publique le enviaré un ejemplar. Mi punto de vista es éste: Arles es una ciudad epileptoidal. Su pulso ha ido en continuo aumento desde hace siglos, y su crisis final está próxima. Cuando llegue, presenciaremos una horrible catástrofe. Se cometerán asesinatos y toda clase de desmanes. Este país no puede continuar indefinidamente en un estado tal de excitación. Algo sucederá, y pronto. Por eso me voy, antes de que la gente empiece a espumar por la boca. Le aconsejo que siga mi ejemplo.
—Gracias —repuso Vincent— el lugar me agrada. Pero es tarde y me voy a retirar. ¿Lo veré mañana por la mañana? ¿No? Entonces buena suerte, y no se olvide de enviarme un ejemplar de su artículo.
LA MAQUINA DE PINTAR
Todas las mañanas Vincent se levantaba antes de que amaneciera y caminaba varios kilómetros a la orilla del río o bien por el campo en busca de un lugar que le agradara. Todas las noches regresaba con un cuadro terminado debajo del brazo, y después de la cena se acostaba en seguida.
Se convirtió en una especie de máquina de pintar. Los huertos de la región estaban en flor, y sentía una necesidad enfermiza de reproducirlos todos. Ya no pensaba en lo que pintaba, se limitaba a pintar, pintar sin descanso. Sus ocho años de intensa labor se estaban por fin expresando en un arranque de triunfal energía. A veces, cuando comenzaba a trabajar al amanecer, terminaba su cuadro para medio día. Regresaba entonces a la ciudad, bebía una taza de café y volvía a salir en otra dirección con otra tela nueva.
No sabía si su pintura era buena o mala, ni le importaba. Estaba ebrio de color. Nadie le hablaba ni él hablada a nadie. La poca fuerza que le dejaba su pintura la empleaba luchando contra el Mistral. Por lo menos tres días a la semana tenía que amarrar su caballete a la tierra con tacos de madera para poder pintar. Y a la noche se sentía dolorido y aniquilado como si hubiera recibido una paliza.