—Si fuese más grande y más fuerte te daría una buena zurra... Dicho sea de paso, creo que encargaré a Gauguin para que venga a ayudarme... Trabajo en la Casa Goupil, y trabajaré allí toda mi vida, ¿me oyes? Lo mismo que tú pintas y pintarás toda tu vida. La mitad de mi empleo en la casa Goupil te pertenece, lo mismo que la mitad de tu pintura me pertenece a mí. Y ahora, quítate de mi cama y déjame dormir, de lo contrario llamaré un vigilante.
A la tarde siguiente Theo entregó una tarjeta a su hermano diciéndole.
—Si no tienes programa para esta noche, podríamos ir a esta reunión.
—¿Quién la ofrece?
—Henri Rousseau. Fíjate en la invitación.
El joven leyó dos versos de un sencillo poema y vio unas flores pintadas a mano.
—¿Quién es ese?
—Lo llamamos «el aduanero». Ha sido cobrador de impuestos en las provincias hasta los cuarenta años. Los domingos se entretenía en pintar, como Gauguin. Hace pocos años se instaló en París, cerca de la Bastilla. Es un hombre que no ha recibido ni educación ni instrucción y sin embargo pinta, hace versos, compone música, da lecciones de violín a los hijos de los obreros, toca el piano y enseña el dibujo a unos cuantos hombres de edad madura.
—¿Y qué clase de pintura hace?
—Pinta animales fantásticos en medio de una jungla más fantástica aún... Y eso que la única «jungla» que conoce es el Bois de Boulogne. Es un campesino y un primitivo auténtico, a pesar de que Paul Gauguin se ría de él.
—¿Qué piensas de su trabajo, Theo?
—En realidad no sé. Todos lo llaman imbécil y loco.
—¿Y lo es?
—Diría que se trata más bien de una especie de niño, de niño primitivo. Iremos esta noche a su reunión y juzgarás por ti mismo. Tiene todas sus pinturas colgadas de las paredes.
—Debe tener dinero si puede dar reuniones.
—Es probablemente el pintor más pobre de todo París. Figúrate que hasta el violín sobre el cual da sus lecciones es alquilado, pues no posee dinero para comprar uno. Pero tiene un motivo particular para ofrecer estas reuniones. Ya lo descubrirás por ti mismo.
La casa en que vivía Rousseau estaba ocupada por obreros. El pintor tenía una habitación en el cuarto piso. En la calle pululaban los chiquilines y en las escaleras vagaba un fuerte olor a comida y a cloacas.
Henri Rousseau en persona vino a abrir la puerta cuando Theo golpeó. Era un hombre bajo y tosco, con dedos cortos y rechonchos y cabeza cuadrada con nariz vigorosa y grandes ojos inocentes.
—Usted me honra con su presencia, Señor Van Gogh —dijo afablemente.
Theo presentó a su hermano y Rousseau les ofreció unas sillas. La habitación en que se hallaban estaba llena de colorido y era casi alegre. Rousseau había colgado de las ventanas cortinas a cuadro rojos y blancos; los muros estaban tapizados con pinturas de animales salvajes y junglas y paisajes fantásticos.
En un rincón, cerca de un viejo piano, hallábanse cuatro muchachos jóvenes con sendos violines en sus manos nerviosas. Sobre la repisa de la chimenea veíanse unos platos con bizcochos que había hecho él mismo, y alrededor de la habitación se alineaban varios bancos y sillas.
—Ustedes son los primeros en llegar, señores Van Gogh — dijo el dueño de casa— Guillermo Pille, el crítico, me hace el honor de traer consigo algunas personas.
Oyóse desde la calle un ruido de ruedas sobre el empedrado y algunos gritos y exclamaciones de los niños. Rousseau abrió su puerta, y llegaron desde abajo algunas voces femeninas.
—Adelanten, adelanten —decía una voz gruesa—¡ Coloquen una mano sobre el pasamano y otra sobre la nariz!
Alegres risas festejaban esta ocurrencia. Rousseau que la había oído con toda claridad, se volvió hacia Vincent y sonrió. Este pensó que nunca había visto ojos tan claros y tan inocentes en el rostro de un hombre.
Irrumpió en la habitación un grupo de unas diez o doce personas. Los hombres estaban vestidos de etiqueta y las señoras llevaban trajes de fiesta con largos guantes blancos. Un delicado aroma de costosos perfumes llenó el ambiente.
—Y bien Henri —exclamó Guillermo Pille con su voz profunda y pomposa— ya ves que hemos cumplido, pero no podemos quedarnos mucho tiempo pues vamos a un baile ofrecido por la Princesa Broglie. Ahora, trata de entretener a mis amigos.
—Preséntemelo —dijo una joven de cabello rojizo que llevaba un traje imperio muy escotado—. Quiero conocer al gran pintor de quien habla todo París... ¿Desea usted besar mi mano, señor Rousseau?
——Ten cuidado, Blanca —dijo alguien—. Ya sabes... estos artistas...
Rousseau se sonrió y besé la mano que le tendían. Vincent se retiró a un rincón de la habitación, Theo y Pille comenzaron a charlar y los demás se entretuvieron en examinar las pinturas de Rousseau y todo lo que había en el cuarto, haciendo risueños, comentarios.
—Si quieren tomar asiento, señoras y señores —dijo el dueño, de casa— mi orquesta les ejecutará una de mis composiciones. La he dedicado a Monsieur Pille y se llama «Chanson Raval».
—¡Vamos, vamos! A sentarse todo el mundo —gritó Pille—. Jeanie, Blanca, Jacques, siéntense, que esto será algo que vale la pena!
Los tres muchachos temblorosos, de pie delante de un solo atril afinaban sus violines. Rousseau se instaló delante del piano y cerró los ojos. Después de un momento dijo; ¿Listos?, y comenzó a tocar. La composición era una sencilla pastoral. Vincent trató de escuchar, pero el murmullo de la gente ahogaba la música. Cuando terminó la pieza todos aplaudieron estrepitosamente. Blanca se acercó al piano y colocando sus manos sobre los hombros de Rousseau le dijo:
—Ha sido magnífico, magnífico, jamás me sentí tan emocionada .
—Usted me halaga, señora.
Blanca dejó oír una aguda carcajada.
—¿Has oído Guillaume? —exclamó—. ¡Dice que lo halago!
—Les tocaré otra composición —dijo Rousseau.
—Acompáñala con uno de tus poemas, Henri.
Rousseau sonrió satisfecho.
—Muy bien, señor Pille.
Se dirigió a una mesa, tomó algunas hojas, seleccionó un poema y volviendo al piano comenzó a tocar. Vincent pensó que la música era buena, y los pocos versos que pudo captar le parecieron deliciosos, pero el efecto de ambos juntos resultaba estrambótico. Todos comenzaron a reír y a festejar la ocurrencia de Pille.
Una vez que hubo terminado, Rousseau se dirigió a la cocina y volvió trayendo una bandeja con gruesas tazas de café que comenzó a pasar entre sus huéspedes, ofreciéndoles luego los bizcochos.
—Enséñanos tus últimas pinturas, Henri, a eso hemos venido. Queremos verlas antes que el gobierno las compre para el museo del Louvre.
—Tengo algunas nuevas lindísimas —dijo Rousseau— si quieren las descolgaré para que las vean mejor.
Todos se reunieron en torno de la mesa para examinar los cuadros y cada cual decía la extravagancia más grande a guisa de cumplimiento.
—¡Esto es divino, sencillamente divino! —murmuró Blanca como en éxtasis—. Quiero poseerlo para mi «boudoir». ¡No puedo vivir un día más sin tenerlo! Querido Maestro, ¿cuánto pide por esta obra de arte?
—Veinticinco francos.
—¡Veinticinco francos! ¡Solamente veinticinco francos por una obra maestra! ¿Quiere usted dedicármela?
—Estaré muy honrado, señora.
—Prometí a Françoise llevarle una —dijo Pille— Henri, se trata de mi novia. Necesito lo mejor que hayas hecho.
—Aquí tengo un cuadro especial para usted, Monsieur Pille.
Descolgó una tela que representaba un raro animal en medio de árboles extravagantes. Todos comenzaron a gritar y a reirse.
—¿Qué es eso?
—Un león.
—No, es un tigre.
—Te aseguro que se parece a mi lavandera. ¡La reconozco!
—Como es algo más grande que el otro cuadro, le costará treinta francos Monsieur Pille —dijo Rousseau con voz suave.
——Los vale, Henri, los vale. Algún día mis nietos venderán este cuadro exquisito por treinta mil francos.
—Yo también quiero comprar uno dijeron varias voces— Yo quiero regalarle uno a un amigo mío dijo otro.
—Bueno, basta ahora —gritó Pille—. Llegaremos tarde al baile. Tomen sus pinturas y vamos. ¡Haremos sensación en lo de la Princesa con estas cosas! Adiós, Henri, hemos pasado un momento muy agradable, y espero que pronto ofrezcas otra reunión.
—Adiós, querido Maestro —dijo Blanca sacudiendo su perfumado pañuelo bajo sus narices—. Nunca lo olvidaré. Su recuerdo vivirá en mí para siempre.
—Déjalo tranquilo, Blanca —exclamó uno del grupo—. El pobre hombre no podrá dormir en toda la noche.
Se dirigieron todos hacia las escaleras y comenzaron a bajar ruidosamente, bromeando y riendo, dejando tras de sí un fuerte olor a costoso perfume.
Theo y Vincent se acercaron a la puerta. Rousseau, de pie cerca de la mesa observaba un montón de monedas que había sobre ella.
—¿No te molesta irte solo, Theo? —preguntó su hermano—. Quisiera quedarme para conocer mejor a este hombre.
Theo partió y Vincent apoyándose contra la puerta cerrada continuó observando a Rousseau que contaba el dinero sin percatarse de la presencia del joven.
—Ochenta, noventa, cien francos, ciento cinco...
Elevó la vista y advirtió a Vincent que lo miraba. La expresión infantil volvió a asomarse a sus ojos. Hizo a un lado el dinero y sonrió tontamente.
—Dejemos caer la máscara, Rousseau —dijo Vincent—. Yo también soy campesino y un pintor.
El artista se acercó al joven y le estrechó la mano calurosamente.
—Tu hermano me ha enseñado tus pinturas de los campesinos holandeses. Son buenas, mejores que las de Millet. Las he admirado muchas y muchas veces.
—Y yo estuve estudiando tus cuadros mientras esos... estaban haciéndose los idiotas. Y también los he admirado.
—
Gracias ¿quieres sentarte? ¿Quieres llenar tu pipa? Aquí hay ciento cinco francos, con los que podré comprar tabaco, comida y pinturas.
Tomaron asiento cada uno a un lado de la mesa y comenzaron a fumar en silencio.
—Supongo que sabes que todos te llaman loco, ¿verdad Rousseau?
—Sí. Y he oído decir que en La Haya también te llamaban a ti así.
—En efecto.
—Bah, dejémoslos que digan lo que quieran. Algún día mis cuadros estarán colgados en el Luxemburgo.
—Y los míos en el Louvre —repuso Vincent.
Se miraron ambos por un momento y como si hubieran leído sus pensamientos, dejaron escapar una carcajada espontánea.
—Creo que tienen razón, Henri —dijo Vincent—. ¡Estamos locos!
—¿Quieres que bebamos para festejarlo?
UN POBRE DESGRACIADO QUE SE AHORCO
Al miércoles siguiente, más o menos a la hora de la cena, Gauguin llamó a la puerta del departamento de Theo y de Vincent.
—Tu hermano me pidió que te llevase esta noche al Café Batignolles —dijo—. Tiene que trabajar hasta muy tarde en la Galería. Qué interesante parecen esas pinturas, ¿puedo echarles un vistazo?
—Por supuesto. Algunas las pinté en el Brabante y otras en La Haya.
Largo rato estuvo Gauguin contemplando los cuadros. Varias veces hizo un gesto como si quisiera hablar, pero parecía resultarle difícil expresar su pensamiento.
—Discúlpame la pregunta, Vincent —dijo por fin—, pero ¿eres por casualidad epiléptico?
El joven que en ese momento estaba poniéndose su casaca de piel de carnero que había comprado de segunda mano y que insistía en usar a pesar de las protestas horrorizadas de Theo, miró asombrado a Gauguin.
—¿Si soy qué? —inquirió.
—Epiléptico. Si tienes ataques de nervios.
—Que yo sepa no. ¿Por qué lo preguntas?
—Pues... te diré... Esos cuadros tuyos... parecen como si quisieran salirse de la tela... Cuando miro tu trabajo, —y ésta no es la primera vez que me sucede—, siento una excitación nerviosa difícil de contener. Me parece que si ese cuadro no explota, explotaré yo. ¿Y no sabes dónde me afectan más tus pinturas?
—No, ¿dónde?
—En los intestinos. Todo mi intestino comienza a temblar. Me siento tan excitado y tan perturbado que casi no puedo contenerme.
—Tal vez podría venderlos como laxantes. Se podrían colgar en el retrete y mirarlos fijamente a cierta hora del día —dijo Vincent sonriendo.
—Hablemos seriamente. Vincent No creo que podría vivir con tus cuadros. Me
volvería loco en menos de una semana.
—¿Vamos?
Caminaron por la Rue Montmartre hasta el Boulevard Clichy.
—¿Has cenado? —inquirió Gauguin
—No. ¿Y tú?
—Tampoco. ¿Vamos a lo de Bataille?
—Magnífica idea. ¿Tienes dinero?
—Ni un céntimo ¿Y tú?
—Estoy seco, como de costumbre. Esperaba a Theo para que me llevase a comer.
—¡Diablos! Entonces me parece que nos quedamos sin cena.
—Vayamos de todos modos a ver cuál es el plato del día.
Tomaron por la Rue Lepic y luego doblaron por la Rue des Abesses.
El menú estaba pinchado a la vidriera.
—Hum... —dijo Vincent—. Ternera con arvejas... mi plato preferido.
—Yo detesto la ternera —repuso Gauguin—. Es una suerte que no podamos entrar a
comer.
—¡No digas disparates! Siguieron caminando por la calle hasta llegar a una plazoleta triangular. —Hola, —dijo Gauguin de pronto—, ahí está Paul Cézanne durmiendo sobre aquel banco. Por qué se coloca los zapatos como almohada es algo que no puedo comprender. Vamos a despertarlo.
Así diciendo, se quitó el cinturón, lo dobló en dos y golpeó con él los pies descalzos de su amigo. Cézanne dio un salto y un grito de dolor.
—¡Gauguin! —exclamó—. ¡Eres infernal! ¿Qué broma es ésa? ¡Uno de estos días me veré obligado a romperte la cabeza!
—¿A qué te quedas descalzo de ese modo? ¿Por qué te pones esas asquerosas botas de almohada? Estoy seguro que estarías más cómodo sin almohada.
Cézanne se frotó gruñendo la planta de los pies y se calzó las botas.
—No las uso como almohada —dijo—. Las coloco bajo mi cabeza para que no me las roben mientras duermo.
—Al oírlo hablar cualquiera creería que es un artista muerto de hambre —dijo Gauguin volviéndose hacia Vincent—. Sin embargo, su padre es dueño de un banco y de medio Aix en Provence. Paul, éste es Vincent Van Gogh, el hermano de Theo.
Ambos se estrecharon las manos.
—Es una lástima que no nos hayamos encontrado hace media hora, Cézanne —dijo Gauguin—. Hubiera podido acompañarnos a cenar. Bataille tiene una ternera con arvejas verdaderamente exquisita.