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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

Luminoso (25 page)

BOOK: Luminoso
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—Estás hablando de pensamientos y sensaciones. Tan reales como cualquier otra cosa que pueda sentir la Copia. ¿Cómo puede ser eso puramente teórico?

—Estoy hablando de montones de aritmética. Y cuando se suma todo lo que va a hacerme, al final todo se neutraliza. De humano comatoso a máquina comatosa.

—De las cenizas a las cenizas, del polvo al polvo.

A veces las palabras simplemente le salen de la boca: fragmentos de refranes, letras de viejas canciones; es algo que no controla. Pero el vello de los brazos se me pone de punta. Miro mis dedos atrofiados, mis esqueléticas muñecas. Éste no soy yo. Envejecer parece un error, un rodeo, una desdicha. Cuando tenía veinte años era inmortal, ¿no? Todavía estoy a tiempo de ponerme en el buen camino.

—Lo siento —murmura Alice.

Alzo los ojos y me quedo mirándola.

—Vamos, no nos pongamos dramáticos. Es hora de que me convierta en una máquina. Y todo lo que tengo que hacer es cerrar los ojos y dar el salto. Y en unos años te tocará a ti. Podemos hacerlo. Nada nos lo impide. Es la cosa más fácil del mundo.

Alargo el brazo por encima de la mesa y le cojo la mano. Al tocarla me doy cuenta de que estoy temblando de frío.

—Venga, venga —dice ella.

No puedo dormir. ¿Dos sueños? ¿Cuatro sueños? ¿Que se encuentran en el medio? ¿Que se funden en uno solo? ¿Cómo voy a saber que se han acabado? El robot Gleisner saldrá del coma y seguirá con su vida alegremente. Pero si no tengo la oportunidad de echar la vista atrás para ver los sueños de transición y reconocerlos como lo que son, ¿cómo voy a poder ubicarlos?

Fijo la vista en el techo. Esto es una locura. Debo de haber tenido miles de sueños que no he podido recordar al despertarme; sueños olvidados, para siempre, con tanta certeza como si mi amnesia estuviera controlada por un ordenador y garantizada. ¿Qué importa que le tuviera pánico a una aparición ridicula, o que creyese que había cometido un crimen atroz, y que ya no vaya a tener la oportunidad de reírme de esas visiones?

Salgo de la cama y, una vez de pie, no me queda más remedio que vestirme del todo para no congelarme. La luz de la luna inunda el cuarto, por lo que no tengo problemas para ver lo que hago. Alice se da la vuelta en sueños y suspira. Observándola, me siento colmado de ternura. Por lo menos voy a ser el primero. Por lo menos podré asegurarle que no hay nada que temer.

En la cocina, me doy cuenta de que no tengo ni hambre ni sed. Voy de un lado para otro para no enfriarme.

¿De qué tengo miedo? Los sueños no son un obstáculo que tengo que superar, no son un examen que puedo suspender, ni un calvario del que tal vez no salga. Todo el proceso de transición estará predeterminado y me llevará de forma segura a mi nueva encarnación. Aunque sueñe con alguna complicada metáfora de mi «arduo» periplo de humano a máquina —que camino descalzo por una llanura infinita de brasas ardientes, que avanzo a duras penas por una tempestad hacia la cima de una montaña infranqueable—, aunque fracase en el intento, el ordenador perseverará, el robot Gleisner se despertará como si tal cosa.

Necesito salir de la casa. Salgo sin hacer ruido y me dirijo hacia el supermercado veinticuatro horas que está enfrente de la estación de tren.

Las estrellas tienen una nitidez despiadada; no corre ni una pizca de aire. Si tengo más frío que durante el día, estoy demasiado entumecido para darme cuenta. No hay nada de tráfico, no se ven luces encendidas en ninguna casa. Deben de ser casi las tres; no había estado en la calle tan tarde desde hace... décadas. Aunque reconozco perfectamente los tonos grises del césped suburbano a la luz de la luna. Cuando tenía diecisiete años, parecía que me pasaba media vida hablando con mis amigos hasta el amanecer, y luego me arrastraba de vuelta a casa por calles vacías idénticas a éstas.

El resplandor blanco azulado de los escaparates del supermercado contrasta con los tonos más cálidos de los anuncios colocados en su interior. Entro en el súper y recorro los pasillos desiertos. Nada me llama la atención, pero siento una absurda sensación de culpa por irme con las manos vacías, así que cojo un cartón de leche.

Un hombre de mediana edad que está ajustando uno de los hologramas publicitarios me saluda con la cabeza cuando salgo con mi compra. Los campos magnéticos de la salida captan y toman nota de la transacción.

—Buena noticia lo de la guerra —dice el hombre.

—¡Sí! ¡Es genial!

Hago ademán de darme la vuelta para irme. Él parece decepcionado.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad?

Me paro y lo miro más detenidamente. Se está quedando calvo, tiene los ojos marrones, un rostro amable.

—Lo siento.

—Yo era el dueño de esta tienda cuando eras un crio. Me acuerdo de que venías a comprar cosas para tu madre. Lo vendí todo y me fui de la ciudad, hace ochenta y cinco años, pero ahora he vuelto y he comprado el viejo súper otra vez.

Asiento y sonrío, aunque sigo sin reconocerlo.

—Pasé un tiempo en una ciudad virtual —dice—. Había una torre que llegaba hasta la luna. Subí a la luna por una escalera.

Me imagino una escalera cristalina que sube en espiral por la negrura del espacio.

—Pero ha salido. Está de vuelta en el mundo.

—Siempre quise volver a llevar la vieja tienda.

Creo que ahora me acuerdo de su cara, pero su nombre sigue sin venirme a la cabeza, si es que llegué a saberlo.

No puedo evitar preguntarle:

—Antes de que lo escanearan, ¿le hablaron de algo llamado sueños de transición?

Sonríe, como si acabara de nombrar a un amigo común.

—No. No en ese momento. Pero más tarde sí oí hablar de ellos. Sabes, las Copias solían pasarse de una máquina a otra. Dependiendo de si la demanda de capacidad de cálculo subía o bajaba, y de si los tipos de cambio oscilaban, el software de gestión nos segmentaba y nos distribuía. De Japón a California, de Texas a Suiza. Nos dividía en miles de millones de paquetes de datos y nos transmitía por la red por miles de rutas distintas, y luego volvía a juntarnos. Algunos días hasta diez veces.

Se me pone la carne de gallina.

—Y... ¿pasaba lo mismo? ¿Sueños de transición?

—Eso he oído. Nosotros ni siquiera nos dábamos cuenta de que nos habían paseado por todo el planeta; para nosotros era como si no hubiera pasado el tiempo. Pero oí rumores que decían que los matemáticos habían demostrado la presencia de sueños en los datos de cada fase. En la Copia que se abandonaba, mientras la borraban. En la Copia que se reconstruía en el nuevo destino. Esas Copias no tenían forma de saber que eran sólo los pasos intermedios de un proceso que consistía en mover una imagen congelada de un sitio a otro. Y se suponía que los cambios que se hacían en sus cerebros digitalizados no significaban nada en absoluto.

—Entonces, ¿hicieron algo para evitarlo después de descubrirlo?

—No. —Se ríe entre dientes—. No habría tenido sentido. Porque incluso estando en un mismo ordenador, las Copias se movían todo el rato: se trasladaban, se cambiaban de una ubicación a otra para permitir que la memoria se pudiera reutilizar y consolidar. Cientos de veces por segundo.

Se me hiela la sangre. No me extraña que las empresas antiguas nunca sacaran el tema de los sueños de transición. Fui más listo de lo que pensaba al esperarme a que llegaran los robots Gleisner. Contentarse con pasear una Copia en una memoria no era ni de lejos comparable a trazar el mapa de todas las sinapsis de un cerebro humano —los sueños que se generaran serian más cortos y más simples—, pero saber que mi vida iba a estar salpicada de pequeños rodeos mentales, de vórtices de consciencia a cada paso, habría seguido siendo demasiado duro para mí.

Me voy a casa sujetando torpemente el cartón de leche con mis dedos fríos y artríticos.

Al llegar al final de la cuesta veo que la luz de la entrada está encendida, aunque estoy seguro de que dejé la casa a oscuras. Alice debe de haberse despertado y habrá visto que no estoy. Me inquieta mi falta de consideración; no debería haber salido o al menos tendría que haberle dejado una nota. Acelero el paso.

A cincuenta metros de la casa siento un ligero pinchazo en el pecho. Como un tonto miro hacia abajo para ver si me he dado con alguna rama saliente; no hay nada, pero el dolor vuelve (ahora es continuo, como si una flecha me atravesara la carne) y caigo de rodillas.

La pulsera de mi muñeca izquierda emite un ligero pitido para indicarme que está pidiendo auxilio. Pero estoy tan cerca de la puerta de mi propia casa que no puedo reprimir las ganas de levantarme y ver si puedo llegar hasta ella.

Al segundo paso desfallezco y me vuelvo a caer. Aplasto el cartón de leche con el pecho y el líquido frío se vierte helándome los dedos. Puedo oír la ambulancia a lo lejos. Sé que debería relajarme y quedarme quieto, pero algo me obliga a moverme.

Me arrastro hacia la luz.

El celador que empuja mi camilla tiene pinta de querer estar en cualquier parte de la Tierra menos aquí. No digo nada, pero coincido con él. Echo la cabeza hacia atrás para librarme del gesto inalterable de su cara, pero la visión del techo moviéndose por encima de mí es todavía más desconcertante. Los paneles luminosos del pasillo son todos exactamente iguales y están colocados exactamente a la misma distancia, lo que da la sensación de que nos movemos en círculos.

—¿Dónde está Alice, mi mujer? —pregunto.

—Ahora no hay visitas. Más tarde habrá tiempo para eso.

—Tengo pagado un escáner. Con la gente de Gleisner. Si corro algún peligro, tendrían que saberlo.

Aunque todo eso está codificado en mi pulsera; los ordenadores lo habrán leído, no hay nada de lo que preocuparse. La perspectiva de tener que afrontar la transición en cuestión de horas o minutos me llena de un pavor claustrofóbico, pero mejor eso que haberlo arreglado todo demasiado tarde.

—Creo que en eso se equivoca —dice el celador.

—¿Qué?

Me muevo con esfuerzo para poder verle la cara otra vez. Sonríe con rencor, como un portero de discoteca que acaba de ver a alguien con el tipo de calzado equivocado.

—He dicho que creo que se equivoca. En nuestros archivos no aparece ningún pago para un escáner.

Me indigno tanto que me pongo a sudar.

—¡He firmado los contratos hoy mismo!

—Sí, sí.

Se mete una mano en un bolsillo y saca un puñado de vendas de algodón grandes, que procede a introducirme en la boca. Tengo los brazos sujetos a los laterales con correas; lo único que puedo hacer es emitir gruñidos de protesta y ahogarme con el algodón impregnado de saliva.

Alguien se coloca delante de la camilla y nos acompaña, va susurrando algo en latín.

—No se preocupe —dice el celador—. El nivel superior es sólo la punta del iceberg. La cresta de la ola. ¿Cuántos de nosotros pueden formar parte de una élite como ésa?

Toso y me atraganto intentando respirar, estoy temblando de miedo. Entonces me calmo y me obligo a respirar por la nariz, despacio y con regularidad.

—¡La punta del iceberg! ¿Cree que el cerebro orgánico se desplaza por arte de magia? ¿De un lugar a otro? ¿De un momento al siguiente? ¿Piensa que un pedazo vacío de espacio-tiempo puede reconstruirse para formar algo tan complejo como un cerebro humano sin que haya sueños de transición? Mover datos es igual de complicado para el mundo físico que para cualquier ordenador. ¿Sabe cuánto trabajo le cuesta que un átomo se mantenga exactamente en el mismo sitio? ¿Cree que podría haber un yo consciente, un yo coherente que perdurara en el tiempo, sin que hubiera miles de millones de mentes fragmentarias que se forman y mueren a su alrededor? ¿Sueños de transición que brotan y se desvanecen para siempre? El aire está lleno de ellos. ¡Mire!

Giro la cabeza y miro fijamente al suelo. En torno a la camilla veo enrevesados vórtices de luz, láminas irisadas como los pliegues del cerebro que fluyen, ondulan y proyectan versiones más pequeñas de sí mismas.

—¿Qué se pensaba? ¿Que era Don Importante? ¿La excepción? ¿El número uno?

Me invade otro espasmo de pánico y de asco. Me atraganto con mi propia saliva, tiemblo de miedo y de frío. La persona que camina delante de la camilla me pone una mano gélida en la frente; me la quito de encima bruscamente.

Me debato buscando un asidero. Así que éste es mi sueño de transición. Está bien. Debería estar agradecido: al menos entiendo lo que está pasando. Después de todo, la advertencia de Bausch ha servido para algo. Y no corro ningún peligro. El robot Gleisner se va a despertar de todos modos. En un momento habré olvidado esta pesadilla y podré seguir con mi vida como si nada hubiese pasado. Invulnerable. Inmortal.

Seguir con mi vida. ¿Con Alice, en la casa con el huerto gigante? El sudor se me mete en los ojos; pestañeo para quitármelo. El huerto estaba en la casa de mis padres. En la parte de atrás, no en la de delante. Y esa casa se demolió hace tiempo.

Lo mismo que el supermercado que estaba enfrente de la estación de tren.

¿Dónde vivía yo entonces?

¿A qué me dedicaba?

¿Con quién estaba casado?

—La presunta Alice le daba clase en la escuela primaria —dice alegremente el celador—. La señorita No Sé Cuántos. Enamorado de la maestra, ¿quién lo hubiera dicho?

¿Pero es que nada de esto tiene sentido? ¿La entrevista con Bausch...?

—Ja ja. ¿Cree que nuestros amigos de Gleisner son tan tontos como para contarle todo eso así por las buenas? Cuénteme otro, ande.

¿Entonces cómo podía saber lo de los sueños de transición?

—Lo habrá deducido usted solito. Por sí mismo. Felicidades.

La mano gélida vuelve a tocarme la frente. El cántico empieza a sonar más alto. Muerto de miedo, cierro los ojos con todas mis fuerzas.

—Pero claro —dice el celador pensativo—, podría estar equivocado en lo de esa maestra. Usted podría estar equivocado en lo de la casa. Es posible que ni siquiera exista una Corporación Gleisner. ¿Copias informáticas de cerebros humanos? A mí me suena un poco raro.

Unas manos fuertes me agarran de los brazos y las piernas, me levantan de la camilla y me dan vueltas. Cuando todo se para y vuelvo a ver claro, me encuentro tumbado de espaldas, los ojos clavados en un pequeño y distante rectángulo de cielo azul claro.

Puedo ver cómo «Alice» se inclina y tira un puñado de tierra. Daría lo que fuera por consolarla, pero no puedo moverme ni hablar. ¿Cómo podría importarme tanto si no la quisiera, si nunca fue real? Otros miembros del cortejo fúnebre arrojan más tierra. La tierra no parece tocarme, pero el cielo desaparece poco a poco.

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