Theodor Kocher practicó 1.600 tiroidectomías sin anestesia en Berna, en la década de 1890, y no puedo menos que quitarme el sombrero ante un hombre capaz de realizar complicadas operaciones de cuello a pacientes conscientes. Mitchel, a comienzos del siglo XX, practicaba amputaciones totales y mastectomías sin ningún tipo de anestésico. Y muchos cirujanos anteriores a la invención de la anestesia dejaron testimonio escrito de que algunos pacientes podían tolerar bien las incisiones con cuchillo a través del músculo y que veían incluso cómo les cortaban el hueso, perfectamente despiertos, sin ni siquiera apretar los dientes. Quién sabe, tal vez sean ustedes más duros de lo que creen.
Aquí es interesante traer a colación dos «numeritos» televisados del año 2006. El primero fue una operación «bajo hipnosis», bastante melodramática, emitida en Channel 4: «Solamente pretendemos iniciar un debate sobre esta importante cuestión médica», explicaba la empresa productora, Zigzag, conocida por otros programas como
Mile High Club y Streak Party
.
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En la operación, una trivial reparación de hernia, se utilizaron fármacos convencionales, pero a dosis reducidas, y fue tratada como un auténtico milagro médico.
El segundo fue en
Alternative Medicine: The Evidence
, un programa bastante tendencioso emitido por la BBC2 y presentado por Kathy Sykes («profesora de Comprensión Popular de la Ciencia»). Esta serie de programas fue objeto de una demanda judicial al más alto nivel (que prosperó y que ganaron los demandantes) por mentir a la audiencia. Los espectadores creyeron en un principio que habían visto cómo operaban el pecho de un paciente utilizando únicamente acupuntura como anestesia. La realidad era que, como en el caso anterior, el paciente había recibido previamente varios medicamentos convencionales para que la operación pudiera realizarse.
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Cuando situamos estos programas de ficción en el contexto de la realidad —en el que muchas operaciones tienen que realizarse habitualmente
sin
anestesia,
sin
placebos,
sin
terapeutas alternativos,
sin
hipnotizadores y
sin
productores de televisión—, estos programas de ficción pierden de pronto buena parte de su supuesta espectacularidad.
Pero éstas no son más que historietas, y el plural de «anécdota» no es «datos». Todo el mundo sabe del poder de la mente —ya sea porque han oído el relato de aquella madre que soportó un dolor indecible con tal de que no se le cayera la tetera hirviendo sobre su bebé, o el de aquel hombre que consiguió levantar un coche (como si fuera el Increíble Hulk) para liberar a su novia, que estaba debajo—, pero diseñar un experimento que desgrane los beneficios psicológicos y culturales de un tratamiento y los aísle de los efectos meramente biomédicos es más complicado de lo que pudiera parecer. Después de todo, ¿con qué comparamos un placebo? ¿Con otro placebo? ¿O con ningún tratamiento en absoluto?
El placebo a prueba
En la mayoría de los estudios, no contamos con un grupo «sin tratamiento» con el que comparar tanto el placebo como el medicamento que se está probando. Y no contamos con él por una muy buena razón ética: si nuestros pacientes están enfermos, no debemos dejarlos sin tratar sólo por nuestro excesivo interés por el efecto placebo. De hecho, en la mayoría de los casos actuales, se considera incorrecto incluso el uso de un placebo en un ensayo. Siempre que sea posible, debe compararse el nuevo tratamiento con el mejor de los preexistentes.
Esto no se debe únicamente a motivos éticos (aunque esté consagrado en la Declaración de Helsinki, la biblia de la ética médica internacional). Los ensayos controlados con placebo también están mal vistos por los miembros de la comunidad médica, que defiende la evidencia empírica, porque saben que es una vía fácil para amañar resultados y obtener fácilmente datos positivos que apoyen esa nueva gran inversión de la empresa para la que el investigador trabaja. En el mundo real de la práctica clínica, a los pacientes y a los médicos no les interesa tanto si un nuevo fármaco funciona mejor que
nada
, sino si funciona
mejor que el mejor tratamiento del que ya disponen
.
En algunos momentos de la historia de la medicina los investigadores han sido más displicentes. El estudio de Tuskegee sobre la sífilis, por ejemplo, constituyó uno de los momentos más vergonzosos de la historia de Estados Unidos, si se puede afirmar algo así de rotundo: 399 varones afroamericanos pobres y residentes en entornos rurales fueron «reclutados» por el Servicio Federal de Salud Pública en 1932 para realizar con ellos un estudio observacional: se trataba de ver lo que ocurría si la sífilis se dejaba sin tratar. Así de simple. Más asombroso aún fue que el estudio se prolongó hasta 1972. En 1949, se introdujo de forma general un tratamiento eficaz contra la sífilis a base de penicilina. Estos hombres, sin embargo, no recibieron el nuevo medicamento, como tampoco recibieron el posterior Salvarsán. Por no recibir tampoco recibieron disculpa alguna hasta 1997, de boca del entonces presidente del país, Bill Clinton.
Ahora bien, si no queremos llevar a cabo experimentos científicos antiéticos con personas enfermas relegadas a grupos «sin tratamiento», ¿qué otro modo tenemos de determinar la magnitud del efecto placebo sobre las enfermedades modernas? Pues, para empezar, y de forma bastante ingeniosa, podemos comparar un placebo con otro.
El primer experimento en este campo fue un metaanálisis elaborado por Daniel Moerman, un antropólogo que se ha especializado en el efecto placebo.
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Lo que hizo fue tomar datos de ensayos controlados con placebo sobre medicamentos contra la úlcera gástrica. Y ésa fue una primera gran idea por su parte, pues las úlceras gástricas son un excelente objeto de estudio: su presencia o ausencia se determina de manera muy objetiva, mediante una cámara gastroscópica introducida hasta el estómago para disipar cualquier duda.
Moerman tomó únicamente los datos del grupo del placebo de cada uno de esos ensayos y, a continuación (en la que fue su segunda gran idea), a partir de todos ellos y de todos los diferentes medicamentos probados en ellos, con sus diversos regímenes dosificadores, calculó el índice de curación de la úlcera de los pacientes tratados con un placebo en aquellos ensayos en los que dicho placebo consistió en dos pastillas de azúcar diarias, y lo comparó con el índice de curación de la úlcera de los pacientes del subgrupo (dentro, también, de la rama del placebo) de aquellos ensayos en los que el placebo consistió en cuatro pastillas de azúcar diarias. Y descubrió, sorprendentemente, que cuatro pastillas de azúcar eran mejores que dos (esos resultados han sido reproducidos posteriormente con un conjunto de datos distinto; lo digo para aquellos que estén aún suficientemente interesados en lo que aquí digo como para preocuparse por la reproducibilidad de los hallazgos clínicos importantes).
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Lo que parece un tratamiento
Así que cuatro pastillas son mejores que dos, pero ¿cómo es posible? ¿Acaso una pastilla de azúcar de placebo ejerce el mismo efecto que el de cualquier otra pastilla médica? ¿Existe una curva de respuesta a las dosis, como la que los farmacólogos hallarían para cualquier otro medicamento? La respuesta es que el efecto placebo abarca mucho más que la mera pastilla: abarca el sentido o significado cultural del tratamiento. Las pastillas no aparecen sin más en nuestro estómago: son administradas de un modo particular, adoptan formas diversas y las ingerimos con unas determinadas expectativas. Y todo eso tiene un impacto en las ideas y creencias de la persona sobre su propia salud y, a su vez, sobre el resultado del tratamiento. La homeopatía es, por poner un caso, un ejemplo perfecto del valor del ceremonial.
Entiendo que esto pueda parecerles improbable, así que he decidido hacer acopio de algunos de los mejores datos sobre el efecto placebo y presentarles el siguiente reto: a ver si se les ocurre una explicación mejor de este conjunto ciertamente extraño (lo reconozco) de resultados experimentales.
En primer lugar de la lista, tenemos el trabajo de Blackwell y sus colaboradores (1972), quienes llevaron a cabo una serie de experimentos con 57 estudiantes universitarios para determinar el efecto del color —así como del número de comprimidos— en el conjunto de efectos provocados.
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Los sujetos escuchaban durante una hora una aburrida conferencia y, antes de ella, se les administraba una o dos pastillas, que podían ser rosas o azules. Estaban informados de que podían recibir un estimulante o un sedante, pero no sabían cuál de las dos cosas. Como los autores del ensayo eran psicólogos y el trabajo se remonta a la época en la que los investigadores podían hacer casi de todo con sus sujetos —incluso mentirles—, el tratamiento que
todos
los estudiantes recibieron realmente no consistió más que en pastillas de azúcar, aunque de diferentes colores.
Posteriormente, los investigadores examinaron y midieron el grado de alerta que mantuvieron los estudiantes (así como cualquier otro efecto subjetivo). Lo que encontraron fue que dos pastillas eran más eficaces que una (y provocaban más fácilmente también efectos secundarios), como ya podríamos haber esperado. También descubrieron que el color influía en el resultado: los comprimidos de azúcar rosas eran mejores para mantener la concentración que los azules. Dado que los colores no tienen en sí propiedades farmacológicas intrínsecas, la diferencia de efecto sólo podía obedecer a los significados culturales del rosa y el azul: el rosa mantiene alerta; el azul tranquiliza. Otro estudio sugirió que el Oxazepam, un fármaco similar al Valium (que mi médico de cabecera me recetó una vez infructuosamente para tratar mi hiperactividad infantil), trataba más eficazmente la ansiedad cuando venía en forma de comprimido azul, y era más efectivo contra la depresión cuando se presentaba en formato amarillo.
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Las empresas fabricantes de medicamentos saben mejor que casi nadie los beneficios de una buena imagen del producto: no en vano dedican más dinero a publicidad que a investigación y desarrollo. Y como cabría esperar de unos hombres de acción con grandes mansiones en el campo, ponen esas ideas en práctica: el Prozac, por ejemplo, es blanco y azul. Y si creen que estoy escogiendo ejemplos a mi antojo, sepan que un estudio del color de las píldoras y los comprimidos actualmente existentes en el mercado halló que la medicación estimulante tiende a presentarse en pastillas rojas, naranjas o amarillas, mientras que los antidepresivos y los tranquilizantes son generalmente azules, verdes o morados.
[8]
La cuestión de las formas tiene una importancia mucho mayor aún que la de los colores. En 1970, se descubrió que el clordiazepóxido —un sedante— era más eficaz en cápsulas que en pastillas, aun tratándose del mismo fármaco exacto y en las mismas dosis. En aquel entonces, al parecer, las cápsulas daban más sensación de novedad y de innovación científica.
[9]
Tal vez ustedes mismos se hayan dado alguna vez el lujo de pagar un poco más por unas cápsulas de ibuprofeno en la farmacia.
La vía de administración también tiene su efecto: tres experimentos separados han mostrado que las inyecciones de agua salina son más eficaces que las pastillas de azúcar para el tratamiento de problemas de tensión arterial, de dolor de cabeza y de dolores posoperatorios, pero no porque sean poseedoras de ningún tipo de beneficio físico que no tengan las pastillas, sino porque —como todo el mundo sabe— una inyección supone una intervención más drástica que el hecho de tragarse una simple píldora.
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En un terreno más próximo al de los terapeutas alternativos, el
British Medical Journal
publicó recientemente un artículo en el que se comparaban dos diferentes tratamientos placebo para el dolor de brazo: uno de ellos consistía en una pastilla de azúcar, y el otro, en una especie de «ritual», un tratamiento inspirado en el modelo de la acupuntura. El ensayo halló que este segundo y más elaborado placebo producía un mayor beneficio.
Pero el testimonio definitivo de la construcción social del efecto placebo debe de ser sin duda el que nos revela la extraña historia del envasado.
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El dolor es un ámbito en el que cabría sospechar que las expectativas producirán un efecto particularmente significativo. La mayoría de las personas han averiguado por sí mismas que pueden apartar el dolor de sus mentes —al menos, hasta cierto punto— simplemente mediante la distracción, o que el estrés puede hacer que un dolor de muelas empeore.
Branthwaite y Cooper realizaron un estudio verdaderamente extraordinario en 1981, en el que analizaron a 835 mujeres que padecían dolor de cabeza.
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Se trató de un estudio con cuatro ramas (o «brazos»), en el que a los sujetos se les administraba unos comprimidos que podían ser aspirinas o placebos, y tanto las primeras como los segundos podían ir envasados a su vez en cajas neutras, sin adornos, o en envases llamativos en los que figuraba destacado el nombre de una marca. Y lo que descubrieron (como era de prever) fue que la aspirina tenía más efecto sobre el dolor de cabeza que la pastilla de azúcar; pero que, además, el envase de los comprimidos tenía su propio efecto beneficioso, pues incrementaba los beneficios observados tanto en el placebo como en la aspirina.
Conozco a gente que sigue insistiendo en comprar analgésicos de marca. Como ya se pueden imaginar, me he pasado media vida tratando de explicarles por qué eso es tirar el dinero, pero, en el fondo, la paradoja que encierran los datos experimentales de Branthwaite y Cooper es que esos conocidos míos habían tenido razón todo este tiempo. Por mucho que nos diga la teoría farmacológica, la versión de marca
es
mejor y no hay discusión posible. Parte de ello puede deberse al coste: un estudio reciente que analizaba el dolor causado por descargas eléctricas mostró que el tratamiento analgésico era más potente cuando se les decía a los sujetos que costaba 2,50 dólares que cuando se les decía que su precio sólo era de 10 centavos.
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(Y un artículo publicado en 2008 muestra que es más probable que las personas hagan caso a los consejos cuando han pagado por ellos.)
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