A los médicos, los gurús y los investigadores les gusta concluir sus artículos diciendo que «es necesario investigar más este tema», porque queda bien y les hace parecer bien dispuestos a la innovación y al progreso. Lo cierto es que no siempre es así, y pocos saben que el
British Medical Journal
ha mantenido desterrada esa expresión de sus páginas durante muchos años porque su equipo editorial considera que no añade nada. Quien afirma tal cosa podría aprovechar ese mismo espacio para decir qué investigación falta, sobre quién hay que investigar, cómo hay que hacerlo, qué hay que medir y por qué quiere que se realice, pero el llamamiento a realizar «más estudios sobre el tema», tan efectista como superficial, es absurdo y poco útil.
Ha habido ya más de cien ensayos sobre la homeopatía aleatorizados y controlados con placebo, y ha llegado la hora de parar. Las pastillas homeopáticas no funcionan mejor que las de placebo, eso ya lo sabemos. Pero sí que hay margen para una investigación más interesante. Hay personas que sienten que la homeopatía es positiva para ellas, pero lo que actúa en ellas probablemente haya que buscarlo en el proceso mismo de acudir a un homeópata, ser escuchadas por él, recibir una explicación (sea del tipo que sea) de sus síntomas y los demás beneficios colaterales (y de sobra conocidos) de la medicina paternalista y tranquilizadora de siempre. Oh, y en la regresión a la media, claro.
Deberíamos, pues, medir eso. Y ésa es la espléndida lección final que la homeopatía puede enseñar a la medicina basada en la evidencia empírica: a veces, necesitamos ser imaginativos acerca de los tipos de investigación que llevamos a cabo, transigir y dejar que sean las preguntas sin responder las que nos guíen, y no las herramientas de las que disponemos.
Es muy habitual que los investigadores estudien aquello que les interesa en cualquiera de las múltiples áreas de la medicina. Pero sus temas de interés pueden ser muy distintos de los de sus pacientes. Los autores de un estudio en concreto tuvieron la idea de preguntar a personas afectadas de osteoartritis de rodilla qué clase de investigación querían que se realizara y las respuestas que obtuvieron fueron fascinantes: los pacientes querían evaluaciones rigurosas y obtenidas del mundo real sobre los beneficios de la fisioterapia y la cirugía, de las intervenciones de tipo educativo y psicológico (estrategias de afrontamiento), y de otros aspectos pragmáticos.
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No querían otro ensayo más que comparara una pastilla con otra (o con un placebo).
En el caso de la homeopatía, y de forma parecida, los homeópatas quieren creer que el poder reside en la pastilla, en vez de en el proceso global de acudir al homeópata, charlar con él, etc. Es algo crucial para su identidad profesional. Pero yo creo sinceramente que acudir al homeópata constituye probablemente una intervención útil desde el punto de vista médico… en algunos casos y para algunas personas, aun cuando las pastillas sean simples placebos. Creo que los pacientes estarían de acuerdo conmigo y que sería una cuestión suficientemente interesante como para medirla. Además, resultaría sencillo y lo único que habría que hacer sería lo que se conoce como un «ensayo controlado por lista de espera».
Tomamos, por ejemplo, a doscientos pacientes, todos ellos aptos para recibir tratamiento homeopático, todos ellos tratados actualmente en una consulta de medicina general, y todos ellos dispuestos a que se los derive a homeopatía. A continuación, los dividimos aleatoriamente en dos grupos de cien componentes cada uno. Uno de dichos grupos recibe el tratamiento normal de un homeópata (pastillas, consultas, humo y vudú, o lo que sea) añadido a cualquier otro tratamiento que sus miembros ya estén recibiendo, como en el mundo real. El otro grupo se queda en la lista de espera. Estos últimos pacientes reciben el tratamiento habitual que se les haya venido administrando, ya sea «desatención», «tratamiento de medicina general» o cualquier otro, pero no homeopatía. Luego, medimos los resultados y comparamos en cuál de los dos grupos hay más recuperaciones.
Alguien podría argumentar que lo que detectaríamos de ese modo sería un hallazgo positivo trivial y que es evidente que el grupo de la homeopatía arrojaría mejores resultados, pero lo cierto es que ésa es la única investigación que aún no se ha hecho. Se trata de un «ensayo pragmático». Los grupos no son «ciegos», pero los pacientes no podrían participar de ningún otro modo en esta clase de ensayo. Y, a veces, tenemos que aceptar compromisos y transigir en términos de metodología experimental. De hecho, sería un uso legítimo de los fondos públicos (o, tal vez, de los de Boiron, la empresa de pastillas homeopáticas valorada en 500 millones de dólares), pero tampoco hay nada que impida que sean los propios homeópatas quienes se pongan manos a la obra y lo hagan por su cuenta. Y es que, a pesar de las fantasías de los homeópatas (nacidas del desconocimiento) sobre la dificultad, el carácter mágico o el elevado precio que suponen que tiene la investigación en general, la realidad es que un ensayo así sería muy barato de realizar.
En el fondo, realmente no es dinero lo que falta en la comunidad investigadora de las terapias alternativas, sobre todo en Gran Bretaña. Es, más bien, un mejor conocimiento de la medicina basada en pruebas empíricas y una mejor formación sobre cómo realizar ensayos. Sus publicaciones y debates rebosan ignorancia y furibunda virulencia en contra de quienquiera que ose valorar los resultados. Sus asignaturas universitarias, en el excepcional caso de que lleguen a admitir lo que enseñan en ellas (que, por lo general, tienden sospechosamente a ocultar), parecen orillar tan explosivas y (para ellos) amenazantes cuestiones. He sugerido en diversos lugares (incluidos algunos congresos académicos) que lo que más mejoraría la calidad de las pruebas favorables a las medicinas alternativas sería la financiación de un sencillo número telefónico de línea directa para consultas sobre medicina basada en pruebas empíricas, al que cualquiera que pensara llevar a cabo un ensayo en su clínica podría llamar para recibir asesoramiento sobre cómo realizarlo de forma adecuada, y, de ese modo, ahorrarse el derroche de esfuerzo que supondría organizar un ensayo «parcial» que sería luego menospreciado (y con razón) por los observadores externos.
Para esta fantasía mía (y estoy hablando completamente en serio, siempre que alguien tenga el dinero para llevarla a cabo), se necesitaría algún folleto o libro informativo, y tal vez un cursillo para que las personas interesadas pudieran aprender los elementos básicos del tema (y no se dedicaran luego a hacer preguntas estúpidas), así como apoyo telefónico. Pero, entre tanto, si alguno de ustedes es un homeópata sensato y quiere realizar un ensayo controlado por médicos, tal vez le interese probar suerte con los foros del sitio web de Bad Science, donde encontrará personas que seguramente puedan aportarle ideas y sugerencias (en medio de las riñas infantiles y las múltiples intervenciones de
trolls
que también son habituales allí).
Ahora bien, ¿convencería esto a los homeópatas? Yo creo que, más bien, ofendería a su concepto de la profesionalidad. Es habitual ver a homeópatas esforzándose por matizar sus posiciones en esta delicada área y siendo incapaces de decidirse del todo. He aquí, por ejemplo, una entrevista emitida por BBC Radio 4 y archivada en internet en su versión íntegra, en la que quien lo intenta es la doctora Elizabeth Thompson (doctora especialista en homeopatía y profesora honoraria del Departamento de Medicina Paliativa de la Universidad de Bristol).
Empieza con una cuestión bastante razonable: la homeopatía funciona, pero por medio de unos efectos no específicos, como son el significado cultural del proceso o la relación con el terapeuta, y no se trata simplemente de las pastillas. Llega prácticamente a decir que la homeopatía se reduce a su significado cultural y a su efecto placebo: «Mucha gente ha pretendido afirmar que la homeopatía es como un compuesto farmacéutico —dice—, y no lo es: es una intervención compleja».
Entonces, el entrevistador pregunta: «¿Qué le diría a las personas que van a la farmacia de la esquina, donde pueden comprar remedios homeopáticos, y que tienen alergia al polen y escogen un remedio contra esa alergia? ¿Qué, supuestamente, no es así como funciona dicho remedio?». Se produce un momento de tensión. Perdóneme, doctora Thompson, pero tenía la impresión de que usted no quería decir que las pastillas funcionaran —como tales pastillas— por sí solas cuando las compramos en una tienda. Usted ya ha explicado que no funcionan así.
Pero la doctora tampoco quiere romper filas respecto de su gremio y decir que las pastillas no funcionan. Contengo la respiración por un momento. ¿Cómo lo hará entonces? ¿Existe una estructura lingüística suficientemente compleja que permita salvar este escollo? Si la hay, la doctora Thompson no da con ella: «Puede que echen un vistazo y acierten ya de pleno […] [pero] hay que tener mucha suerte para entrar en la tienda y dar directamente con el remedio correcto».
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Así pues, el poder está y, al mismo tiempo, no está en la pastilla: «P y no P», como dirían los filósofos de la lógica.
Si no pueden ingeniárselas para salir de la paradoja de que «el poder no reside en la pastilla», ¿qué otro modo tienen los homeópatas de soslayar todos esos datos negativos? La doctora Thompson, por lo que me ha parecido oír, es una homeópata que piensa con bastante claridad e inteligencia. En muchos sentidos, es un ejemplar único. Los homeópatas en general han procurado mantenerse alejados del entorno de exigencia intelectual que es la universidad, donde la influencia y el cuestionamiento de los colegas pueden ayudar a perfeccionar las buenas ideas y a depurar las malas. En sus raras incursiones en los campus universitarios, suelen entrar con un gran secretismo, fortificándose (tanto ellos como sus ideas) frente a toda crítica o examen, negándose a compartir nada con gente de fuera de su disciplina, ni siquiera lo que preguntan en sus exámenes.
Es raro encontrar a un homeópata que entre en la cuestión de las pruebas y las evidencias, pero ¿qué ocurre cuando lo hacen? Yo mismo puedo decírselo: se enfadan, amenazan con querellarse, le gritan a uno en las reuniones, presentan quejas espurias y con tergiversaciones ridículas de lo que uno ha dicho ante la Comisión de Quejas sobre la Prensa y ante el director del periódico (lo que consume mucho tiempo en exposiciones y aclaraciones, pero eso suele ser lo que busca quien así acosa), envían cartas llenas de insultos y amenazas, y lo acusan a uno repetidamente de estar a sueldo (no se sabe muy bien cómo) de las grandes farmacéuticas (una acusación del todo falsa, aunque uno empieza entonces a preguntarse por qué se molesta en tener principios ante gente que se comporta de ese modo). Intimidan, difaman —desde el último hasta el primero de la profesión— y hacen todo lo posible en un desesperado intento por
cerrarle la boca
a uno, a fin de evitar cualquier clase de debate sobre las pruebas. Hay constancia de que han llegado incluso a amenazar con recurrir a la violencia (no entraré en ese terreno, pero yo me tomo estas cuestiones muy en serio y las gestiono con igual grado de seriedad).
No digo que no disfrute bromeando un poco. Lo único que me limito a señalar aquí es que, en la mayoría de los demás campos, no se ve nada parecido a esto. Los homeópatas, de todas las personas mencionadas en este libro, y con la única excepción de algún que otro nutricionista, me parecen una especie singularmente irascible. Experiméntenlo por ustedes mismos charlando con ellos sobre pruebas y evidencias, y díganme luego lo que les ha parecido.
Llegados a este punto, seguro que les duele la cabeza de tanto leer sobre esos pícaros y embrollados homeópatas y sobre sus peculiares y laberínticas defensas. Ustedes necesitan una agradable dosis de ciencia. ¿Por qué es tan compleja la evidencia probatoria? ¿Por qué precisamos de todos esos ingeniosos trucos y paradigmas de investigación especiales? La respuesta es sencilla: el mundo es mucho más complejo que esas historias tan simples acerca de pastillas que mejoran la salud de las personas. Somos humanos, somos irracionales, tenemos debilidades y el poder de la mente sobre el cuerpo es mayor de lo que ustedes nunca habían imaginado.
El efecto placebo
Con todo, y pese a los variados peligros que encierran las medicinas alternativas, lo que más me decepciona de ellas es el modo en que distorsionan la concepción que tenemos de nuestros propios cuerpos. De la misma manera que la teoría del Big Bang es mucho más interesante que el relato de la Creación contenido en el Génesis, lo que la ciencia puede contarnos acerca del mundo natural supera de lejos en interés a cualquier fábula sobre pastillas mágicas preparadas por un terapeuta alternativo. Para restablecer ese equilibrio, pues, les ofrezco a continuación un
tour
de vértigo por una de las áreas más extrañas e instructivas de la investigación médica: la de la relación entre nuestros cuerpos y nuestras mentes, la del papel cultural de la curación, y, en particular, la del llamado «efecto placebo».
De forma muy parecida a lo que le ocurrió al curanderismo, los placebos pasaron de moda en cuanto el modelo biomédico empezó a producir resultados tangibles. Un editorial de 1890 tocaba a difuntos por el placebo con motivo del caso de un médico que había inyectado agua en vez de morfina a su paciente: ésta se recuperó perfectamente, pero luego descubrió el engaño, exigió que le reembolsaran el importe de la factura ante un tribunal y ganó el juicio. El editorial lamentaba la suerte del placebo, ya que los médicos han sabido desde los inicios mismos de la medicina que la actitud tranquilizadora y el saber tratar al paciente pueden resultar sumamente eficaces. «¿Acaso [el placebo] no tendrá nunca más la oportunidad de ejercer sus maravillosos efectos psicológicos con fiabilidad parecida a la de cualquiera de sus alternativas más tóxicas?», se preguntaba la revista
Medical Press
en aquel entonces.
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Por fortuna, su uso ha pervivido. A lo largo de la historia, el efecto placebo ha estado especialmente bien documentado en el terreno del dolor, y algunas de las historias a las que ha dado lugar resultan impactantes. Henry Beecher, un anestesista estadounidense, escribió una vez sobre el caso de un soldado que estaba siendo operado de unas heridas espantosas en un hospital de campaña durante la Segunda Guerra Mundial y al que le administraron agua salina porque se había agotado la morfina. Para su asombro, el paciente se sintió bien a partir de ese momento.
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Peter Parker, un misionero también estadounidense, contó que había practicado cirugía sin anestesia a una paciente china a mediados del siglo XIX. Tras la operación, ésta se levantó de la cama «de un brinco» y salió por su propio pie de la habitación como si nada hubiera pasado.
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