En definitiva, ¿qué tiene de malo esta presentación tan favorecedora? Ante todo, quiero dejar clara una cosa: no pretendo emprender ninguna cruzada anticonsumo. La industria de los cosméticos juega con los sueños de la gente como puede hacerlo la Lotería Nacional, y la gente es muy libre de derrochar su dinero. Incluso, forzando las cosas, podría concebir los cosméticos de lujo —y otras formas de charlatanería— como una especie de tributo especial y autoimpuesto que pagan aquellas personas que no entienden correctamente la ciencia. También sería el primero en aceptar que las personas no compran cosméticos caros simplemente porque crean en su eficacia, y que las razones «son un poco más complejas»: son bienes de lujo, artículos que confieren estatus, y quienes los adquieren lo hacen por toda clase de fascinantes motivos.
Pero tampoco se trata de un fenómeno enteramente neutro desde el punto de vista moral. En primer lugar, los fabricantes de estos productos venden «atajos» a las personas fumadoras y a las obesas: les venden la idea de que se puede tener un cuerpo saludable usando unas pociones caras, antes que recurriendo a la sencilla y anticuada práctica de hacer ejercicio y aumentar la ingesta de alimentos vegetales. Y éste es un tema recurrente a lo largo y ancho del mundo de la mala ciencia.
Peor aún: todos estos anuncios venden una dudosa visión del mundo. Promocionan la idea de que la ciencia no se basa en la delicada relación entre las pruebas y la teoría. En vez de eso, sugieren con toda la potencia que les confieren sus presupuestos publicitarios de alcance internacional (y los consabidos complejos microcelulares, el Neutrillium XY, el tensor peptídico vegetal, etc., que éstos ayudan a difundir) que la ciencia viene a ser una especie de absurdo impenetrable consistente en ecuaciones, moléculas, diagramas científicos (sólo en apariencia), declaraciones didácticas de alcance excesivamente general pronunciadas por figuras de autoridad enfundadas en batas blancas, etc., y que todo ese conjunto de supuesto aspecto científico podría ser perfectamente inventado, improvisado o confabulado con el simple objetivo de ganar dinero. Con toda la fuerza que tienen, transmiten la idea de que la ciencia es incomprensible y venden dicha idea principalmente a las jóvenes atractivas, quienes (para decepción de todos) están ya de por sí seriamente infrarrepresentadas en el mundo de las ciencias.
En el fondo, transmiten la misma cosmovisión que aquella Barbie adolescente de Mattel que se vendía con un circuito interno que, cuando se presionaban sus resortes, producía una dulce vocecita con la que decía cosas como: «¡La clase de mates es muy difícil!», o: «¡Me encanta ir de compras!», o: «¡No me cansaré nunca de tener mucha ropa!». En diciembre de 1992, el grupo feminista de acción directa Organización para la Liberación de Barbie (BLO, por sus siglas en inglés) intercambió los circuitos de voz de centenares de estas Barbies con los de otros tantos muñecos de GI-Joe en varios comercios estadounidenses. Ese día de Navidad, en muchos hogares de Estados Unidos se oyó a Barbie decir con una voz enérgica y firme: «Los muertos no cuentan mentiras», y a muchos niños les trajeron soldados de juguete que exclamaban cosas como: «¡La clase de mates es muy difícil!» o: «¿Quieres venir conmigo de compras?».
La BLO sigue en activo.
La homeopatía
Vayamos ahora a lo serio. Pero, antes de adentrarnos en este territorio, dejemos clara una cosa: pese a lo que puedan ustedes pensar, lo cierto es que no estoy particularmente interesado en la llamada «medicina complementaria y alternativa» (denominación que, ya de por sí, constituye un dudoso ejemplo de fraseología autojustificativa). Lo que me interesa de verdad es el papel de la medicina, así como nuestras creencias sobre el cuerpo y la curación. Y lo que me fascina —en mi trabajo diario— son las complejidades de la búsqueda de pruebas empíricas que demuestren los beneficios y los riesgos de una determinada intervención.
La homeopatía no es más que una herramienta que utilizo para tales propósitos.
Así pues, aquí abordamos una de las cuestiones más importantes de la ciencia: ¿cómo sabemos si una actuación funciona o no? Ya se trate de una crema facial, de un régimen desintoxicante, de unos ejercicios para la escuela, de una pastilla de vitaminas, de un programa para padres y madres, o de un medicamento para prevenir ataques cardíacos, las técnicas desplegadas para contrastar la validez de una intervención vienen a ser las mismas. La homeopatía constituye el mecanismo más sencillo para enseñar el funcionamiento de la medicina basada en la evidencia empírica por un motivo muy simple: los homeópatas despachan pequeñas pastillas de azúcar, y las pastillas son lo más fácil de estudiar que hay en el mundo.
Al acabar este apartado, sabrán más acerca de la medicina basada en la evidencia y de la planificación de pruebas clínicas que el médico medio. Entenderán por qué pueden fallar los ensayos y arrojar falsos resultados positivos, cómo funciona el efecto placebo, o por qué tendemos a sobreestimar la eficacia de las pastillas. Y, lo que es más importante, entenderán también cómo es posible crear un mito en materia de salud, generado, fomentado y mantenido por la industria de la medicina alternativa, que practica con ustedes —la población en general— los mismos trucos que las grandes farmacéuticas practican con los médicos. Y eso tiene que ver con algo mucho mayor que la simple homeopatía.
¿Qué es la homeopatía?
La homeopatía es, tal vez, el ejemplo paradigmático de las terapias alternativas: reclama para sí la autoridad de una rica herencia histórica, pero su historia se reescribe una y otra vez en función de las necesidades publicitarias del mercado. Cuenta con un elaborado y pretendidamente científico marco explicativo de cómo funciona, aunque sin ninguna evidencia científica seria que demuestre su veracidad. Y sus defensores aseguran firmemente que sus pastillas nos harán sentir mejor, cuando, en realidad, han sido exhaustivamente analizadas, con innumerables test, y se ha averiguado que no dan más resultado que el que pueda dar un placebo.
La homeopatía fue ideada por un médico alemán llamado Samuel Hahnemann a finales del siglo XVIII. En aquellos tiempos, cuando la medicina convencional consistía en sangrías, purgas y otras malas prácticas ineficaces y peligrosas, y cuando cualquiera de aquellas arbitrarias figuras de autoridad que se autodenominaban «doctores» era capaz de inventarse un nuevo tratamiento como por arte de magia (en muchos casos, sin apenas pruebas que lo respaldaran), es de suponer que la homeopatía debió de parecer bastante razonable.
Las teorías de Hahnemann diferían de las de la competencia porque él había decidido (y no encuentro mejor verbo para definirlo) que si podía encontrar una sustancia que indujera los síntomas de una enfermedad en un individuo sano, ésta podría ser luego utilizada para tratar esos mismos síntomas en un enfermo. Su primer remedio homeopático fue la corteza de cinchona, que él creyó indicada como tratamiento contra la malaria. Él mismo ingirió aquella sustancia, a dosis elevadas, y experimentó síntomas que —según su propia decisión— tenían que ser similares a los de la malaria:
Al punto se me enfriaron los pies y las puntas de los dedos; empezaron a abandonarme las fuerzas y a vencerme el sueño; mi corazón palpitaba con furia; mi pulso se hizo intenso y rápido; me invadieron unos temblores y una ansiedad insoportables […] abatimiento […] palpitaciones en las sienes, enrojecimiento de las mejillas y sed descontrolada […] fiebre intermitente […] aturdimiento […] rigidez […]
etcétera.
Hahnemann supuso que todas las personas experimentarían esos mismos síntomas si ingerían cinchona (aunque hay también indicios que señalan que sólo padeció una reacción adversa idiosincrásica). Pero, lo que es más importante, también decidió (así, sin más) que si administraba una minúscula cantidad de cinchona a un enfermo de malaria, esa dosis trataría los síntomas de la enfermedad, en vez de causarlos. La teoría de que «lo afín cura lo afín», que él invocó aquel día, es, en esencia, el primer principio de la homeopatía.
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Recetar sustancias químicas y hierbas varias puede ser una actividad peligrosa, pues tales productos pueden tener efectos serios en nuestro organismo: inducen síntomas, tal como Hahnemann ya detectó en su momento. Pero él solucionó ese inconveniente con su segunda gran inspiración (y elemento clave de la homeopatía que la mayoría de las personas reconocen como tal en la actualidad): decidió (repito, no hay otro verbo que describa mejor lo que hizo) que diluyendo una sustancia se potencia su capacidad para curar síntomas, pues, de ese modo, se incrementan sus «poderes medicinales espirituales» reduciendo al mismo tiempo (¡qué suerte la nuestra!) sus efectos secundarios. De hecho, fue aún más lejos en sus suposiciones: cuanto más diluyamos una sustancia, pensó, más potente se vuelve como tratamiento contra los síntomas que ella misma, de no ser diluida, induciría.
Pero no bastaba con las meras diluciones. Hahnemann decidió también que el proceso debía seguir una vía muy específica, ya fuera con la vista puesta en una futura identidad como marca, o por un sentido especial para el ritual y la oportunidad. Así que diseñó un proceso llamado «sucusión»: a cada dilución, el recipiente de vidrio que contenga el remedio debe ser agitado con diez vigorosas sacudidas contra «un objeto duro, aunque elástico». A tal fin, Hahnemann encargó a un fabricante de sillas de montar la confección de una tabla de madera para agitaciones hecha a medida, forrada en cuero por un lado y rellena de pelo de caballo. Esas diez enérgicas sacudidas siguen aplicándose hoy en día en las fábricas de píldoras y pastillas homeopáticas. En algunos casos, los encargados de darlas son sofisticados robots especialmente diseñados para tal tarea.
Los homeópatas han desarrollado una amplia gama de remedios a lo largo de los años, y han dado en referirse al procedimiento por el cual los han desarrollado con el muy grandilocuente término de «prueba» (en inglés,
proving
, del alemán
Prüfung
). Se reúne a un grupo de un número no muy grande de voluntarios (entre uno y una docena a lo sumo) a los que se les administra seis dosis del remedio que se está «probando» —en grados de dilución diferentes— en el transcurso de dos días. Durante ese tiempo, cada uno de ellos va llevando un registro de las sensaciones mentales, físicas y emocionales (incluidos los sueños) que va experimentando. Al final del proceso de prueba, el «maestro probador» recopila la información recogida en esos diarios, y la larga —y poco sistemática— lista de síntomas y sueños descritos por tan reducido grupo de personas se convierte en el «cuadro de síntomas» de ese remedio, que se escribe en un libro de gran tamaño y pasa a ser venerado, en algunos casos, para siempre. Cuando alguien acude a un homeópata, éste trata de hallar la correspondencia entre los síntomas que le describe y los provocados por alguno de los remedios que han pasado por alguna de esas «pruebas».
Este sistema presenta problemas evidentes. Para empezar, no podemos estar seguros de que las experiencias que viven los «probadores» sean producto de la sustancia que han ingerido o de otra cosa que no guarda ninguna relación con aquélla. Podría tratarse de un efecto «nocebo» (lo contrario del placebo), por el que una persona se siente mal porque espera sentirse mal (seguro que yo podría hacer que les vinieran náuseas ahora mismo si les contara algunas verdades desagradables sobre cómo se fabricó la última comida procesada que han consumido). Podría tratarse de una especie de histeria de grupo (como la que se desata cuando alguien pregunta: «¿No notan ustedes que este sofá tiene pulgas?»). Una de esas personas podría estar sintiendo un dolor de vientre que iba a tener de cualquier forma. O podrían haber contraído todos juntos y al mismo tiempo el mismo resfriado. O podría haberse dado alguna de otras muchas posibilidades adicionales.
Pero los homeópatas han sabido promocionar muy bien estas «pruebas» como si fueran investigaciones científicas válidas. Si visitan el sitio web de la cadena de farmacias Boots dedicado a contenidos didácticos (
Boots Learning Store
), por ejemplo, y siguen su módulo de terapias alternativas para adolescentes de más de 16 años, verán que, entre la ya consabida jerigonza sobre remedios homeopáticos, les «enseñarán» que las pruebas de Hahnemann eran «ensayos clínicos». Esto no es cierto, como ya saben ahora, y ésa es una más de tantas (y nada infrecuentes) falsedades sobre el tema.
Hahnemann se declaró un completo ignorante de los procesos fisiológicos internos del organismo (e, incluso, recomendaba dicha ignorancia a sus seguidores): para él, el cuerpo humano era como una caja negra en la que entraban medicinas y de la que salían efectos. Era un adalid de los resultados empíricos que se obtenían exclusivamente en los síntomas («La totalidad de los síntomas y las circunstancias observadas en cada caso individual —decía— es el único indicador que puede guiarnos en la elección del remedio»).
Su postura representaba el polo diametralmente opuesto a la retórica de los terapeutas alternativos contemporáneos, cuando dicen que «la medicina convencional sólo trata los síntomas; nosotros tratamos y entendemos la causa subyacente». También es interesante señalar, en esta era nuestra en la que «lo natural es bueno», que Hahnemann no dijo nada al respecto de que la homeopatía fuera «natural» y se promocionó a sí mismo como un hombre de ciencia.
La medicina convencional en tiempos de Hahnemann estaba obsesionada por la teoría y se enorgullecía sobremanera de fundamentar su práctica en una comprensión «racional» de la anatomía y del funcionamiento del cuerpo. Los doctores en medicina del siglo XVIII acusaban despectivamente a los homeópatas de practicar un «mero empirismo» y de confiar en exceso en la mejoría o el empeoramiento
observados
de los pacientes. Hoy en día, sin embargo, se han vuelto las tornas: los practicantes actuales de la profesión médica suelen darse por satisfechos con que los datos de los ensayos muestren que los tratamientos son eficaces (y con abandonar aquellos que no lo son), ignorando los detalles del mecanismo subyacente, mientras que los homeópatas confían exclusivamente en sus exóticas teorías e ignoran la inacabable lista de datos empíricos negativos respecto de su eficacia. Quizá no sea más que un punto menor, pero estos giros sutiles en términos de retórica y significado pueden resultar reveladores.