Pero, atención, porque una sorpresa nos aguarda a la vuelta de la esquina. La conclusión que parece extraerse del examen de los defectos metodológicos de esos estudios es que los financiados por la industria tienen en realidad
mejores
métodos de investigación, de media, que los ensayos independientes.
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La máxima acusación que se podría formular contra las empresas farmacéuticas en ese terreno sería la de cometer algunos errores garrafales bastante «triviales»: cosas como usar dosis inadecuadas del fármaco de la competencia (como ya comentamos más arriba), o exagerar los resultados positivos proclamados en el apartado de conclusiones del artículo en el que se expone el estudio. Pero éstos, como mínimo, son defectos obvios: sólo hay que leer el ensayo para darse cuenta de que los investigadores han administrado una dosis cicatera de un analgésico, y, además, siempre deberíamos leer el apartado dedicado a la metodología y los resultados de un ensayo para decidir cuáles son sus hallazgos, porque las páginas de análisis y conclusiones de la parte final son como las páginas de opinión de un periódico: no es en ellas donde ustedes se informan de las noticias del día.
¿Cómo podemos explicar, entonces, el hecho de que los ensayos financiados por la industria sean tan habitualmente autoelogiosos? ¿Cómo puede ser que todos los fármacos sean simultáneamente mejores que todos los demás? El «parcheado» crucial de los resultados se produce seguramente una vez finalizado el ensayo.
Sesgo de publicación y supresión de resultados negativos
El «sesgo de publicación» es un fenómeno muy interesante y muy humano. Por diversas razones, siempre es más probable que se publiquen los ensayos positivos que los negativos. Es bastante fácil de entender si nos ponemos en el lugar del investigador. Para empezar, cuando obtenemos un resultado negativo, tenemos la sensación de haber estado perdiendo el tiempo. Es fácil que nos convenzamos de que no hemos descubierto nada, cuando, en el fondo, sí hemos descubierto un importante elemento de información: que lo que estábamos probando
no funciona
.
Con razón o sin ella, lo cierto es que descubrir que algo no funciona no va a hacernos ganar un premio Nobel (no hay justicia en este mundo), así que es probable que nos sintamos desmotivados acerca del proyecto en cuestión o que demos prioridad a otros antes de redactar y enviar nuestros hallazgos negativos a una revista académica. Y, de ese modo, los datos se quedan ahí guardados, pudriéndose en un cajón de nuestro escritorio. Pasan los meses. Obtenemos una nueva beca o subvención. El sentimiento de culpa nos incordia de vez en cuando, pero los lunes son día de consultas en la clínica, así que el martes es cuando comienza de verdad la semana y, luego, habrá que asistir a la reunión del departamento de los miércoles, por lo que el jueves es el único día en que podemos hacer algo de trabajo propiamente dicho, ya que el viernes es día de docencia… y así, como quien no quiere la cosa, pasa un año, nuestro supervisor se jubila, el nuevo no sabe siquiera que se hubiera realizado aquel experimento en su momento, y los datos del ensayo negativo acaban olvidados para siempre y sin publicar. Si alguno de ustedes está sonriendo ahora mismo al reconocerse en este párrafo, que sepa que es muy mala persona.
Pero incluso si conseguimos vencer las dificultades y nos ponemos manos a la obra a redactar nuestros hallazgos negativos, el artículo resultante difícilmente será considerado como algo «noticioso». Es muy probable que no nos lo acepten en ninguna revista de renombre —a menos que se trate de un ensayo de proporciones colosales sobre algo que todo el mundo juzgaba excelente hasta que nuestro estudio lo ha echado por tierra—, lo que, además de ser un buen motivo para que no nos molestemos en intentarlo, significa también que todo el proceso de publicación se verá atrozmente demorado. Algunas de las revistas más remolonas pueden tardar un año en rechazar una propuesta de artículo. Cada vez que enviamos la nuestra a una revista diferente, es posible que tengamos que cambiar el formato de todas las referencias (lo que supone horas). Si apuntamos demasiado alto y cosechamos unos cuantos rechazos, podrían transcurrir años hasta que nuestro artículo saliese publicado en algún lugar, aun habiendo actuado de manera diligente por nuestra parte: y ésos son años que el público general pasa sin saber nada de la existencia de nuestro estudio.
El sesgo de publicación es muy común y, en algunos campos, es más pronunciado que en otros. En 1995, sólo un 1 % de todos los artículos publicados en revistas de medicina alternativa mostraron un resultado negativo.
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La cifra más reciente ha ascendido hasta un 5 %. Se trata de un porcentaje bajísimo, aunque, a decir verdad, podría ser aún peor. Una revisión de 1998 analizó el conjunto íntegro de la investigación médica china y halló que allí jamás se había publicado un solo ensayo con resultados negativos.
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Ni uno. Entenderán ahora por qué utilizo la medicina alternativa como herramienta didáctica simple para la enseñanza de la medicina basada en la evidencia empírica.
Por lo general, la influencia del sesgo de publicación es de naturaleza más sutil y se puede tener una pista de la presencia de dicho sesgo en un campo o una disciplina determinada trazando algo muy inteligente que se conoce como
funnel plot
(gráfico de embudo). Para entenderlo bien hará falta que presten atención, aunque sólo será un momento.
Si hay muchos ensayos sobre un tema, entonces, aunque sólo sea por pura casualidad, todos ellos proporcionarán respuestas ligeramente distintas. Aun así, sería de esperar que todos tendieran a agruparse más o menos por igual en torno a la que sería la respuesta verdadera. También cabrá suponer que los estudios más grandes (los que reunieron a un mayor número de participantes) y con mejores métodos coincidirán más en torno a la respuesta correcta que los estudios más pequeños: estos últimos, estarán mucho más repartidos, siendo inusualmente positivos y negativos al azar, porque en un estudio con, por ejemplo, veinte pacientes, bastan tres resultados inesperados para que las conclusiones generales se disparen en un sentido u otro.
Un gráfico de embudo constituye un modo bastante inteligente de representar de forma muy gráfica ese fenómeno. Colocamos el efecto (o sea, la eficacia del tratamiento) en el eje de abscisas (el de las x), ordenándolo de izquierda a derecha. Luego, en el eje de ordenadas (el vertical, para que lo entiendan quienes holgazaneaban en la asignatura de matemáticas), situamos el tamaño del ensayo (o algún otro indicador de su grado de precisión). Si no hay sesgo de publicación, deberíamos ver un bonito «embudo» invertido: los ensayos más grandes y precisos estarían todos agrupados en torno a la cima del embudo, y al ir descendiendo, veríamos los ensayos pequeños y con mayor grado de imprecisión, cada vez más dispersos a izquierda y a derecha a medida que se van volviendo menos precisos (tanto positiva como negativamente).
Sin embargo, si hay sesgo de publicación, los resultados se nos presentarán también sesgados. Los ensayos
negativos
más pequeños y de peor calidad parecen entonces haber desaparecido porque fueron ignorados en su momento (nadie tenía nada que perder dejando que esas pruebas diminutas y mediocres durmieran el sueño de los justos en el cajón del escritorio) y, por consiguiente, los únicos que se publicaron fueron los positivos. Pues bien, no sólo se ha demostrado la existencia de sesgo de publicación en muchos campos de la medicina, sino que un artículo en concreto halló incluso pruebas de la existencia de sesgo de publicación en los estudios sobre el sesgo de publicación.
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Éste fue el gráfico de embudo publicado en dicho artículo. Esto es lo que entendemos por humor en el mundo de la medicina basada en la evidencia empírica.
El caso reciente más atroz de sesgo de publicación ha tenido lugar en el ámbito de los fármacos antidepresivos ISRS, según han mostrado varios artículos dedicados al tema. Un grupo de académicos publicó un artículo en el
The New England Journal of Medicine
a comienzos de 2008, en el que hicieron un listado de todos los ensayos sobre ISRS que se habían inscrito formalmente en la FDA estadounidense y, acto seguido, examinaron esos mismos ensayos según aparecieron publicados en la bibliografía académica. La FDA evaluó 37 de aquellos estudios como positivos: salvo una sola excepción, todos esos ensayos positivos fueron apropiadamente redactados y publicados. Por su parte, ninguno de los 22 estudios que habían mostrado resultados negativos o dudosos fueron publicados en absoluto, y otros 11 sí lo fueron, aunque en todos ellos el redactado de los artículos correspondientes daba a entender que los ensayos tenían algún tipo de resultado positivo.
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Esto trasciende el mero descaro. Los médicos precisan de información fiable para tomar decisiones útiles y seguras a la hora de recetar medicamentos a sus pacientes. Privarlos de dicha información y llevarlos a engaño es un crimen moral de primera magnitud. Si no estuviera ocupado en este momento escribiendo un libro de tono ligero y humorístico sobre ciencia, montaría en cólera.
Publicación por duplicado
Las compañías farmacéuticas pueden superarse a sí mismas y no limitarse a pasar por alto los estudios negativos. En ocasiones, cuando obtienen resultados positivos, no se conforman con publicarlos sólo una vez, sino que lo hacen en varios lugares y formas, para dar la impresión de que ha habido muchos ensayos positivos diferentes. Esto resulta especialmente fácil si se ha realizado un gran ensayo «multicéntrico», porque, en ese caso, es posible publicar partes entrecruzadas de cada «centro» por separado, o siguiendo diferentes permutaciones. Constituye, asimismo, un método muy astuto de parchear las pruebas, porque resulta casi imposible de detectar para el lector.
Un ejemplo clásico de trabajo detectivesco en este ámbito fue el realizado por un atento y observador anestesista de Oxford llamado Martin Tramer, cuando analizaba la eficacia de un fármaco contra las náuseas denominado ondansetrón. Él advirtió que muchos de los datos que estaba incluyendo en su metaanálisis parecían repetidos: los resultados de numerosos pacientes individuales figuraban redactados varias veces, de manera ligeramente distinta cada una de ellas, en estudios aparentemente diversos y en revistas separadas. Lo crucial del hecho era que los datos que daban una impresión más positiva del fármaco eran los que más probabilidades tenían de haber sido duplicados, frente a los datos que lo presentaban como un remedio más mediocre. En total, aquello había provocado una sobreestimación de la eficacia del medicamento de un 23 %.
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Ocultar los daños
Así disfrazan los resultados positivos las compañías farmacéuticas. Pero ¿qué sucede con su otro lado más oscuro y más acaparador de titulares, es decir, cuando ocultan los efectos perjudiciales graves?
Los efectos secundarios son ley de vida: tenemos que aceptarlos, eso sí, gestionados en el contexto de los beneficios que produce el tratamiento y atentamente supervisados, porque las consecuencias no intencionadas de las intervenciones pueden ser sumamente graves. Las noticias que acaparan titulares son aquellas en que ha habido juego sucio o algún tipo de encubrimiento, pero lo cierto es que también pueden pasarnos inadvertidos algunos hallazgos importantes por razones mucho más inocentes (como los procesos humanos normales de desatención accidental que desembocan en el sesgo de publicación) o porque los hallazgos más preocupantes quedan enterrados entre el «ruido» general de los datos.
Los fármacos antiarrítmicos constituyen un ejemplo interesante. Las personas que han sufrido ataques al corazón padecen episodios de ritmo cardiaco irregular con bastante frecuencia (porque se daña alguno de los componentes del marcapasos que les han instalado en el corazón) y también es habitual que mueran a causa de alguno de ellos. Los medicamentos antiarrítmicos se usan para tratar y prevenir ritmos cardiacos irregulares en las personas que los padecen. ¿Por qué no administrárselos entonces —pensaron los médicos— a todo aquel que haya sufrido un ataque al corazón? La idea tenía sentido sobre el papel, parecían fármacos seguros y nadie sabía entonces que, en realidad, podían incrementar el riesgo de muerte en ese grupo de personas… porque esto último no tenía sentido desde el punto de vista de la teoría (como en el caso de los antioxidantes). Pero lo cierto es que sí aumentan ese riesgo y que, en el momento de máximo apogeo de su uso, allá por la década de 1980, los medicamentos antiarrítmicos causaban un número de muertes anuales comparable a la cifra total de estadounidenses que fallecieron en la guerra de Vietnam. La información que podría haber ayudado a evitar aquel desastre reposaba (trágicamente) en algún cajón, tal como explicaría más tarde un investigador: