Hay un extenso (y excelente) trabajo al respecto (realizado, en buena medida, por un académico griego llamado John Ioannidis) que muestra cómo y por qué gran parte de los estudios de investigación novedosos y que arrojan resultados inesperados acaban demostrándose falsos con el tiempo.
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Esto tiene una importancia evidente a la hora de aplicar la investigación científica al trabajo cotidiano que se lleva a cabo, por ejemplo, en medicina, y sospecho que la mayoría de las personas entienden intuitivamente por qué: hay que ser muy insensatos para arriesgar nuestras vidas basándonos en un conjunto aislado de datos inesperados que se contradicen con los conocimientos ya establecidos.
Sumadas todas ellas, estas noticias sobre «avances trascendentales» promueven la idea de que la ciencia (y, en el fondo, toda la visión empírica del mundo) se reduce a una serie de datos poco fundados, novedosos y altamente controvertidos, y a una sucesión de avances espectaculares. Eso refuerza, a su vez, una de las imágenes paródicas centrales que los titulados en humanidades tienen de la ciencia: además de ser un irrelevante pasatiempo para «cerebritos», la ciencia es provisional, variable, en constante proceso de revisión, como una moda pasajera. Los hallazgos científicos, según ese argumento, son, pues, perfectamente desechables.
Si bien eso es cierto en lamentables márgenes de diversos campos de la investigación académica, conviene no olvidar que la explicación que dio Arquímedes de por qué las cosas flotan es la correcta desde hace más de dos milenios. Él también fue quien entendió por qué funcionan las palancas. Y la física newtoniana siempre será probablemente la correcta para entender el comportamiento de las bolas de billar sobre un tablero.
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Pero, por lo que sea, esa impresión de variabilidad de la ciencia se ha infiltrado hasta en sus hipótesis y afirmaciones más centrales. Hoy todo puede ser cuestionado y desacreditado.
Pero esto es desviarse del tema. En lo que debemos fijarnos ahora es en cómo se informa sobre la ciencia desde los medios, en desmontar los verdaderos significados que se ocultan tras la expresión «un estudio ha mostrado que…» y, lo más importante de todo, en examinar de qué manera esos mismos medios tergiversan y malinterpretan las estadísticas de forma reiterada y rutinaria.
«Un estudio ha mostrado que…»
El mayor problema de las noticias sobre ciencia es que se nos presentan sistemáticamente vacías de evidencia científica. ¿Por qué? Porque los periódicos piensan que ustedes no entenderán la «parte científica» del asunto, por lo que todas las noticias sobre ciencia han de pasar previamente por un proceso de reducción de su nivel de dificultad, en un desesperado intento por seducir y atraer a los ignorantes, precisamente, aquellas personas a quienes no interesa la ciencia para nada (tal vez porque los periodistas creen que es buena para todos nosotros y que, por lo tanto, debería democratizarse).
En determinados sentidos, ésos son impulsos encomiables, pero presentan ciertas incoherencias que me resulta imposible no apreciar. Nadie reduce el nivel de dificultad de las páginas de economía. Yo apenas logro entender la mayor parte de la sección de deportes. En el suplemento de literatura, se publican artículos ensayísticos de cinco páginas que me resultan del todo impenetrables, y en los que cuantos más novelistas rusos aparezcan nombrados, más inteligente pensará todo el mundo que es el autor. Yo no me quejo de nada de eso: lo envidio.
Si simplemente se nos presentan las conclusiones de una investigación, sin que se nos explique qué factores se midieron y cómo, ni qué se descubrió (la evidencia empírica propiamente dicha), entonces tenemos que fiarnos de las conclusiones de los investigadores ciegamente, sin que se nos proporcione idea alguna del proceso que les llevó a extraerlas. Nada mejor para explicar los problemas relacionados con esa opacidad que un sencillo ejemplo.
Comparemos las dos frases siguientes: «Un estudio ha mostrado que los niños negros estadounidenses tienden a obtener peores resultados en los test de inteligencia que los niños blancos» y «Un estudio ha mostrado que las personas negras son menos inteligentes que las personas blancas». La primera nos cuenta lo que se halló en la investigación: la evidencia empírica. La segunda nos cuenta la hipótesis, la interpretación que alguien ha hecho de las pruebas empíricas: alguien que —coincidirán conmigo— no tiene mucha idea de la relación entre los test de inteligencia y la inteligencia propiamente dicha.
Con la ciencia, como hemos ido viendo repetidamente, la mala calidad se percibe en los detalles, y los artículos en los que se publica un estudio o un trabajo de investigación siguen un formato muy claro: hay un apartado de metodología y resultados, la «chicha», donde se describe el trabajo realizado y lo que se midió; y luego hay un apartado de conclusiones, nítidamente separado, donde los autores dan sus impresiones y comparan sus hallazgos con los de otros estudios y deciden si son compatibles con éstos o con una teoría dada. Habitualmente, no podemos fiarnos sin más del hecho de que los investigadores extraigan una conclusión satisfactoria de los resultados de su estudio —puede que muestren un entusiasmo excesivo a favor de una teoría en concreto, por ejemplo— y necesitamos comprobar sus experimentos reales para formarnos nuestra propia opinión. Para que pudiéramos realizar tales comprobaciones, las noticias tendrían que tratar de investigaciones publicadas que, como mínimo, puedan ser leídas y consultadas en algún lugar. Ése es también el motivo por el que la publicación íntegra de los resultados —y su examen por parte de cualquier persona del mundo a quien le interese la lectura del artículo— es más importante incluso que la llamada «revisión entre iguales» (el proceso de selección de artículos que emplean las revistas académicas por el que las propuestas son remitidas a algunos de los académicos de la disciplina en cuestión, quienes comprueban que no incluyan errores de bulto y otras incorrecciones).
Si entramos en el terreno de sus alarmas y terrores favoritos, veremos que los periódicos tienden a confiar exageradamente en estudios científicos que jamás han sido publicados. Esto ha sido así, por ejemplo, con casi todas las recientes noticias de portada sobre nuevos descubrimientos en torno a la vacuna triple vírica. Una de las fuentes citadas de forma regular, el doctor Arthur Krigsman, lleva afirmando tener nuevas evidencias científicas sobre dicha vacuna (afirmaciones que han sido acogidas con un amplio eco mediático) desde 2002, pero hasta la fecha (transcurridos seis años) aún no ha publicado su trabajo en ninguna revista académica. Algo parecido sucedió cuando el doctor Arpad Pusztai afirmó que las «patatas transgénicas» provocaban cáncer en ratas, unas alegaciones inéditas que suscitaron titulares informativos sobre supuestos «alimentos Frankenstein» durante todo un año hasta que por fin se publicó la investigación correspondiente y, de ese modo, pudo ser leída y evaluada de forma apropiada. Curiosamente, se comprobó entonces que, a diferencia de lo especulado en los medios, el trabajo del doctor Pusztai no apoyaba la hipótesis de que los transgénicos son dañinos para la salud (lo cual no significa necesariamente que sean buenos, como veremos más adelante).
En cuanto adquirimos conciencia de la diferencia entre la evidencia y la hipótesis, nos damos cuenta de lo difícil que resulta que averigüemos lo que una investigación ha mostrado en realidad cuando los periodistas dicen aquello de que «un estudio ha mostrado…».
A veces, es obvio que los periodistas no comprendan la diferencia (nada sutil, por cierto) entre la evidencia y la hipótesis. El
The Times
, por ejemplo, informó de un experimento según el cual tener hermanos de menor edad estaba relacionado con una menor incidencia de la esclerosis múltiple. La EM se origina cuando el sistema inmune se vuelve contra el propio organismo. «Es más probable que esto suceda si el niño que se halla en una fase clave de su desarrollo no está expuesto a las infecciones de otros hermanos más pequeños, según el estudio.» Eso fue lo que dijo el
The Times
.
Pero es incorrecto. Lo que expuso el diario fue la llamada «hipótesis de la higiene», es decir, la teoría (el marco en el que las pruebas tal vez encajen); pero no es lo que el estudio mostró: éste sólo halló que tener hermanos de menor edad parecía ser un factor protector frente a la EM. No aclaraba cuál era el mecanismo por el que ocurría esto, ni indicaba por qué había tal relación, como habría hecho si se hubiera dicho en él que la protección se debía a una mayor exposición a las infecciones. Esto último fue sólo un comentario final de los investigadores. El
The Times
confundió la evidencia con la hipótesis, y yo estoy encantado de haberme sacado esa espinita que tenía dentro.
¿Cómo sortean los medios el problema de su incapacidad para proporcionarnos la evidencia científica propiamente dicha? A menudo, lo hacen recurriendo a figuras de autoridad (un recurso que constituye la antítesis misma de la esencia de la ciencia) y tratándolas como si de curas, políticos o figuras paternas se tratara. «Un grupo de científicos ha dicho hoy que…» «Unos científicos han revelado que…» «Los científicos han advertido que…» Si al periódico o al espacio radiotelevisivo de turno le interesa introducir un poco de equilibrio, nos mostrarán a dos científicos en desacuerdo, aunque sin explicación alguna de por qué (un método cuya más peligrosa versión pudimos ver en acción cuando se extendió el mito de que los científicos estaban «divididos» en torno a la seguridad de la vacuna triple vírica): un científico «revela» algo y, entonces, otro lo «cuestiona». Más o menos, como si fueran caballeros Jedi.
Tratar las noticias de ciencia a través de declaraciones de figuras de autoridad y en ausencia de evidencias empíricas reales encierra serios peligros, pues deja el terreno despejado para la incursión de figuras de autoridad cuestionables. Gillian McKeith, Andrew Wakefield y todos los de su especie pueden afianzarse mucho mejor en un entorno en el que la autoridad tiene la última palabra, porque entonces sus razonamientos y las pruebas en las que supuestamente los basan rara vez son sometidos a un examen público.
Peor aún: cuando existe algún tipo de controversia en torno a lo que nos muestran las evidencias, el recurso a las figuras de autoridad reduce el debate a una mera bronca o intercambio de improperios, ya que una afirmación como «la vacuna triple vírica provoca autismo» (o no) sólo puede ser criticada en función del
carácter
de la persona que la formula, y no en función de las pruebas que dicha persona puede presentar. Ahora bien, como veremos, no hay necesidad de nada de eso, porque la gente no es estúpida y las pruebas suelen ser bastante fáciles de entender.
El recurso a las figuras de autoridad también refuerza la parodia de la ciencia con la que trabajan los periodistas titulados en humanidades, ya que, con ello, se reúnen todos los ingredientes necesarios para la misma: la ciencia consiste entonces en la formulación de una serie de enunciados sobre la verdad, tan didácticos como incomprensibles y carentes de base, pronunciados por unas arbitrarias figuras de autoridad que no están sujetas al control de la elección popular. Esa concepción de la ciencia que tienen quienes trabajan en los medios se hace patente cuando los periodistas escriben sobre cuestiones serias como la triple vírica. La siguiente parada de nuestro viaje va a tener que ser, inevitablemente, la de las estadísticas, porque ésa es un área que ocasiona singulares problemas a los medios. Pero antes, debemos tomar un breve desvío.
Por qué hay personas inteligentes
que dan crédito a cosas estúpidas
El verdadero propósito del método científico es asegurarse de que la naturaleza no nos ha inducido erróneamente a creer que sabemos algo que, en realidad, no sabemos.
R
OBERT
P
IRSIG
,
Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta
¿Por qué tenemos estadísticas? ¿Por qué medimos cosas y por qué las recontamos? Si el método científico tiene algún tipo de autoridad (o, como yo prefiero entenderlo, «valor»), es porque representa un enfoque sistemático. Pero si este enfoque es valioso, se debe únicamente a que las alternativas pueden resultar engañosas. Cuando razonamos informalmente —llamémosle intuición si así lo prefieren— empleamos reglas generales con las que simplificamos los problemas en aras de una mayor eficiencia. Muchos de estos atajos han sido bien definidos por una disciplina denominada «heurística» y constituyen modos eficientes de conocimiento en numerosas circunstancias.
No obstante, ese cómodo proceder tiene un coste —las falsas creencias— dado que esas estrategias de verificación presentan vulnerabilidades sistemáticas que cualquiera puede aprovechar. Es un fenómeno no muy distinto del que producen aquellos cuadros que aprovechan los mecanismos que emplea nuestro sistema perceptivo: cuanto más distantes están los objetos, más pequeños nos parecen, y la «perspectiva» pictórica puede inducirnos a ver tres dimensiones donde sólo hay dos, aprovechando la misma estrategia que utiliza nuestro aparato de percepción de profundidad. Cuando el engañado es nuestro sistema cognitivo —nuestro sistema de percepción de la verdad—, llegamos a conclusiones erróneas sobre cosas abstractas (más o menos como cuando apreciamos profundidad en una pintura plana). Puede que confundamos fluctuaciones normales con pautas significativas, por ejemplo, o que atribuyamos una causa allí donde no la hay.
Estas ilusiones cognitivas, a las que llamo así por su paralelismo con las ilusiones ópticas, pueden ser igual de desconcertantes que estas últimas y son fundamentales para entender por qué hacemos ciencia y no nos dedicamos simplemente a basar nuestras creencias en una mera intuición informada por «lo esencial» que, sobre un tema dado, hemos aprendido en los medios populares. Esto es así porque el mundo no nos facilita un conjunto nítidamente tabulado de datos sobre las diversas intervenciones y sus respectivos resultados. Lo que nos proporciona, más bien, es un revoltillo aleatorio de datos poco sistemáticos, servidos con cuentagotas a lo largo del tiempo. Tratar de construir una comprensión amplia del mundo a partir del recuerdo de nuestras propias experiencias personales sería como mirar el techo de la Capilla Sixtina a través de un tubo largo y fino: siempre podríamos intentar recordar los fragmentos individuales que hemos ido percibiendo por aquí y por allí, pero sin un sistema o un modelo, jamás llegaríamos a apreciar la imagen completa.