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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (25 page)

BOOK: Mala ciencia
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La doctora Madeleine Portwood, la psicóloga educativa responsable de la ejecución del estudio, lo denominó «ensayo» (y dos veces, en el
Daily Mail
). Todos y cada uno de los artículos y reportajes lo calificaron de investigación. Estaban proporcionando «X» y midiendo un cambio «Y». Lo llamaron ensayo y fue un ensayo… pero un ensayo estúpido. Decir simplemente que, en realidad, no lo había sido no me parecía una defensa adecuada (ni demasiado adulta, a decir verdad). A juzgar por sus palabras, ni siquiera creían que fuera necesario ensayo alguno: Dave Ford explicó que las pruebas ya señalaban que los aceites de pescado eran beneficiosos. Veamos entonces.

La evidencia empírica sobre los aceites de pescado

Los aceites omega-3 son «ácidos grasos esenciales». Se les llama «esenciales» porque no los fabrica el organismo (a diferencia de la glucosa o la vitamina D, por ejemplo). Nuestro organismo sólo puede ingerirlos. Esto es así con otras muchas cosas (con numerosas vitaminas, por ejemplo) y es uno de los múltiples motivos por los que está muy bien comer una dieta variada (además de por el placer de comerla).

Tales ácidos grasos se encuentran en los aceites del pescado y —aunque en una forma ligeramente distinta— en el aceite de onagra, en el de linaza y en otras fuentes. Si observamos los diagramas de flujos de un manual de bioquímica, veremos que esas moléculas cumplen una larga lista de funciones en el organismo: participan en la construcción de membranas y también intervienen en la comunicación entre las células, por ejemplo, durante el proceso de inflamación. Por ese motivo hay quien cree que puede resultar útil consumirlas en grandes cantidades.

Yo mismo estoy abierto a tal posibilidad, aunque existen buenos motivos para ser escépticos al respecto, porque ya hay mucha historia acumulada en este terreno. En el pasado, décadas antes de los «ensayos» de Durham, el campo de la investigación sobre los ácidos grasos esenciales no ha sido inmune a los fraudes experimentales, el secretismo, los litigios judiciales, los resultados negativos silenciados, las tergiversaciones a gran escala desde los medios informativos, y algunos ejemplos muy impactantes de personas que usaron esos mismos medios para presentar los resultados de sus investigaciones directamente al público a fin de soslayar el filtro de los reguladores. Volveremos sobre este modo de actuar más adelante.

Ha habido —pueden contarlos— seis ensayos hasta la fecha sobre el efecto de los aceites de pescado en los niños. Ni uno solo de ellos se realizó con niños «normales»: todos ellos fueron realizados con niños de categorías especiales definidas por algún tipo de diagnóstico (dislexia, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, etc.). Tres de los ensayos arrojaron algún tipo de resultado positivo en uno u otro de los múltiples factores que midieron (aunque, recordemos, si medimos cien cosas en un estudio, siempre habrá algunas que mejoren, ni que sólo sea por casualidad, como veremos más adelante), y en los otros tres los resultados fueron negativos. En uno de éstos, el grupo del placebo acabó incluso rindiendo mejor que el del aceite de pescado en algunos indicadores. Todos ellos aparecen resumidos en la red en
Bad Science
.

Y, a pesar de todo ello, aún hay que oír y leer que «todas nuestras investigaciones, tanto las publicadas como las no publicadas, muestran que la fórmula de Eye Q puede ayudar mucho a potenciar el rendimiento en el aula», según explica Adam Kelliher, director ejecutivo de Equazen.
Todas ellas
.

Para tomarnos en serio una afirmación tan rotunda, tendríamos que leernos las investigaciones en cuestión. En ningún caso estoy acusando a nadie de llevar a cabo un estudio fraudulento. De hecho, aunque sospecháramos de la existencia de tal fraude, la lectura de los resultados de la investigación no nos resultaría de gran ayuda porque, si alguien ha falseado sus propios hallazgos con un mínimo de dedicación, se necesitaría a un estadístico forense y mucho tiempo e información para detectar la trampa. Pero sí, tenemos que leer las investigaciones publicadas para determinar si las conclusiones extraídas por las partes interesadas en la investigación son válidas o si, por el contrario, presentan problemas metodológicos que hacen que su interpretación responda más a los deseos que a la realidad, o a la incompetencia, o quizá, simplemente, a un criterio valorativo o un juicio con el que no coincidimos.

Paul Broca, por ejemplo, fue un famoso craneólogo francés del siglo XIX que dio nombre al área de Broca, la parte del lóbulo frontal del cerebro implicada en la generación del habla (y que queda inutilizada en muchas víctimas de apoplejía). Entre sus otras aficiones, Broca se dedicó a medir cerebros y halló algo que él consideró muy perturbador: los cerebros alemanes pesaban como promedio cien gramos más que los cerebros franceses. Decidió entonces que debía tener en cuenta otros factores (el peso corporal total, por ejemplo) a la hora de medir el tamaño cerebral de las personas: así consiguió explicar el mayor volumen de los cerebros germanos a su entera satisfacción. No hizo lo mismo, sin embargo, en otros destacados trabajos suyos, en los que demostró que los hombres tenían cerebros más grandes que las mujeres, no realizó los ajustes que sí había introducido para compensar las diferencias internacionales. Tanto si el olvido fue accidental como si fue interesado, lo cierto es que sus resultados en ese campo pueden calificarse de auténtica chapuza.

Cesare Lombroso, pionero decimonónico de la «criminología biológica», aplicó criterios de parecida incoherencia en sus investigaciones. Así, citó la insensibilidad al dolor de algunos delincuentes y miembros de las «razas inferiores» como signo de la naturaleza primitiva de esos grupos, pero esa misma cualidad, aplicada a los europeos, fue considerada por él como una prueba empírica del coraje y la valentía de éstos. La mala calidad se percibe en los detalles: por eso, los científicos informan de sus técnicas y resultados completos en artículos académicos, y no en periódicos ni en programas de televisión. Y, por eso también, no es posible dar cuenta de una investigación experimental en medios de comunicación de gran audiencia exclusivamente.

Tal vez tengan ustedes la sensación —tras la absurda polémica sobre este «ensayo»— de que deberíamos andarnos con suma cautela a la hora de aceptar cualquier apreciación del condado de Durham y de Equazen acerca de su propio trabajo, pero yo también sospecho siempre y por sistema de las afirmaciones que lanzan muchos académicos serios. Lo que sucede normalmente es que éstos aceptan dichas suspicacias y, por lo tanto, me facilitan la lectura de las pruebas empíricas (a mí y a quienquiera que desee comprobarlas) que proceden de la investigación y en las que sustentan tales afirmaciones. Procuré hacer lo mismo con Equazen y solicité a la empresa comprobar por mí mismo sus veinte estudios positivos. Desde allí me dijeron que tendría que firmar un acuerdo de confidencialidad para verlos, es decir, un acuerdo de confidencialidad para revisar las pruebas empíricas en las que se sustentan afirmaciones promocionadas a bombo y platillo desde hace años, tanto en los grandes medios de comunicación como por parte de empleados de diverso rango del condado de Durham, a propósito de un ámbito muy controvertido de la nutrición y la conducta, de un enorme interés para la población en general y referidas a experimentos llevados a cabo —y perdónenme si peco un poco de sentimentalismo— con nuestro propio alumnado escolar. Me negué.
[*]

Entre tanto, en la prensa y la televisión, dondequiera que miremos, y desde 2002 por lo menos, hemos tenido reiteradas noticias sobre los resultados positivos obtenidos en Durham con los ensayos de los productos elaborados por Equazen a base de aceite de pescado. La sensación general era que se habían llevado a cabo media docena de esos ensayos en diversos lugares del condado de Durham realizados por personal del condado con niños y niñas de las escuelas públicas de la demarcación. Y, sin embargo, no había señal alguna de nada por el estilo en la bibliografía científica especializada (más allá de un estudio de un investigador de Oxford sobre niños con trastorno del desarrollo de la coordinación).
[3]
Hubo notas de prensa desaforadamente entusiastas del condado de Durham que inequívocamente mencionaron la existencia de ensayos positivos. La prensa publicó entrevistas realizadas a Madeleine Portwood en las que ésta hablaba con gran fervor de los consabidos resultados positivos (y en las que también mencionaba cómo el aceite de pescado estaba mejorando, entre otros, los problemas cutáneos de algunos niños). Y, sin embargo, no apareció ni un solo estudio publicado.

Me puse en contacto con la administración del condado de Durham. Me pasaron con Madeleine Portwood, el cerebro científico de esta enorme y prolongada operación. Es alguien que aparece con bastante asiduidad en televisión hablando de los aceites de pescado y usando términos técnicos inapropiados, como «límbico», ante un público lego en la materia. «Parece complicado —dicen los presentadores de televisión—, pero la ciencia dice que…» Portwood es muy aficionada a hablar directamente a los padres y a los periodistas, pero a mí no me devolvió las llamadas. Su oficina de prensa tardó una semana en responder a mis correos electrónicos. Yo pedí detalles de los estudios que habían llevado a cabo o que estaban realizando aún. Las respuestas parecían no concordar con la información que se daba en los medios. Uno de los ensayos, como mínimo, parecía haber desaparecido. Pedí los detalles metodológicos de los estudios que estaban realizando y los resultados de los que ya habían finalizado. «No hasta que los publiquemos», me dijeron.

Equazen y el consejo del condado de Durham habían entrenado, preparado y alimentado (casi con cuchara) a un ingente número de periodistas a lo largo de los años, a quienes habían dedicado tiempo y energías. Hasta donde soy capaz de ver, sólo hay una diferencia que me separe de esos reporteros: por lo que escribieron al respecto, resulta evidente que sabían muy poco sobre diseño de ensayos, mientras que yo sí sé algo sobre el tema (y ahora, ustedes también).

Durante todo ese tiempo, me remitieron una y otra vez al sitio web
Durham Research
, como si éste contuviera datos útiles. Era evidente que aquellas ciberpáginas habían engatusado antes a muchos periodistas y padres, y son muchas las noticias publicadas y los anuncios de Equazen que incluyen enlaces que remiten al lector a dicha web. Pero como fuente de información acerca de los «ensayos», ese sitio es una ilustración perfecta de por qué debe publicarse un ensayo antes de extraer y divulgar conclusiones espectaculares sobre sus resultados. Cuesta explicar qué es lo que hay allí. La última vez que lo consulté, figuraban algunos datos tomados de un ensayo, propiamente dicho, que unos investigadores de Oxford habían publicado en otro lugar (y que, casualmente, se había realizado en Durham), pero, aparte de eso, ninguna señal de los ensayos con control de placebo del consejo de Durham que seguían apareciendo en las noticias. Había, eso sí, sobrados gráficos de aspecto complejo, pero que parecen referirse, más bien, a «ensayos» especiales realizados en el propio Durham aunque sin grupo de control con placebo. Parecen describir mejoras, con gráficos y diagramas diversos de pretendida cientificidad para ilustrarlas, pero no aparecen estadísticas que indiquen si los cambios descritos fueron estadísticamente significativos.

Resulta casi imposible expresar la cantidad de datos que se echan a faltar en ese sitio web y lo inútiles que se vuelven así los que sí figuran en él. Por poner un ejemplo, hay un «ensayo» cuyos resultados se recogen en un gráfico, pero en ningún otro lugar de ese sitio web, hasta donde he podido ver, se nos indica cuántos niños participaron en dicho estudio. Cuesta imaginar una información más básica que ésa… y no está. Pero sí pueden encontrar sobrados ejemplos de efusivos testimonios que no desentonarían en el sitio web de unos terapeutas alternativos vendedores de curas milagro. Un niño, en concreto, dice: «Ahora ya no me interesa tanto la tele. Sólo me gusta leer libros. La biblioteca es el mejor lugar del mundo. Sencillamente, me encanta».

Yo tenía la sensación de que los ciudadanos merecían saber qué se había hecho en aquellos ensayos. Aquél era probablemente el ensayo clínico más ampliamente divulgado en la prensa y los noticiarios de los últimos años, era un tema de gran interés público, y los experimentos habían tenido como protagonistas a niños y niñas, y a funcionarios del Estado. Así que presenté una solicitud acogiéndome a la Ley de Libertad Informativa para que se me entregara la información que cualquiera de nosotros necesitaría saber sobre un ensayo: qué se hizo, quiénes eran los niños, qué mediciones se realizaron, etc. (todos ellos, en realidad, elementos contemplados en las directrices estandarizadas —y muy exhaustivas— de la iniciativa CONSORT, que describen cuáles son las buenas prácticas en la redacción de los resultados de los ensayos clínicos). El consejo del condado de Durham rechazó mi petición alegando problemas de coste.

Así que pedí a los lectores de mi columna que fueran ellos quienes presentaran solicitudes, de manera que cada uno de ellos pidiera una pequeña (y, por consiguiente, no muy cara) parte de la información requerida. Se nos acusó entonces de haber organizado una «campaña vejatoria» de «acoso». El presidente del consejo presentó una queja contra mí en el
The Guardian
. Al final, me dijeron que tal vez darían respuesta a mis preguntas si me desplazaba en persona hasta un lugar situado unos 440 kilómetros al norte de Durham. Varios lectores apelaron: entonces se les dijo que mucha de la información que se les había negado en primera instancia no existía.

Finalmente, en febrero de 2008 y tras una decepcionante caída en los índices de mejora de los resultados de los exámenes del GCSE, el consejo del condado anunció que jamás había habido intención alguna de medir el rendimiento del alumnado en los exámenes. Aquello me sorprendió incluso a mí. Para ser escrupulosamente precisos, lo que dijeron, en respuesta a una pregunta presentada por escrito por un indignado director de escuela jubilado, fue lo siguiente: «Como ya hemos dicho en ocasiones anteriores, jamás fue nuestra intención —y el consejo del condado nunca sugirió— que se usara esta iniciativa para extraer conclusiones acerca de la eficacia o no del uso de aceite de pescado para potenciar los resultados en los exámenes».

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