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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (7 page)

BOOK: Malas artes
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—Lo compré yo hace un mes en Tempio della Musica —decía Chiara.

—Me lo regaló Sara en mi cumpleaños, so estúpida —replicó Raffi.

Felicitándose por su autodominio, Brunetti se abstuvo de sugerir que, imitando un juicio anterior, cortaran aquel chisme chirriante por la mitad para acabar de una vez, y se limitó a preguntar:

—¿Vuestra madre está en su estudio?

Chiara asintió pero inmediatamente volvió al combate.

—Quiero escucharlo ahora —la oyó decir Brunetti mientras se alejaba por el pasillo.

La puerta del estudio de Paola estaba abierta y él entró diciendo:

—¿Puedo invocar mi condición de refugiado?

—¿Humm? —interrogó ella levantando la mirada de los papeles y examinándolo a través de sus gafas de lectura, como si no estuviera muy segura de la identidad del hombre que acababa de entrar sin hacerse anunciar.

—¿Puedo solicitar asilo?

Ella se quitó las gafas.

—¿Siguen con las mismas? —preguntó. La discusión de los chicos, tan previsible como una sinfonía de Haydn, había pasado a un
adagio,
pero Brunetti, en previsión del
allegro tempestoso
que no había de tardar, cerró la puerta y se sentó en el sofá que estaba junto a la pared.

—He estado hablando con tu padre.

—¿Sobre qué?

—Ese asunto de Claudia Leonardo.

—¿Qué «asunto»? —preguntó ella, resistiéndose a inquirir cómo había averiguado el nombre.

—El de su abuelo y su conducta criminal durante la guerra.

—¿Criminal? —preguntó Paola, ya interesada.

Rápidamente, Brunetti le expuso lo que le había relatado Claudia y lo que le había contado su padre.

Cuando él terminó, Paola dijo:

—No creo que a Claudia le guste que otras personas sepan eso. Me preguntó si podía hablar contigo, pero no me parece que buscara que se hicieran públicos los asuntos de su familia.

—Hablar con tu padre no es hacer público lo que ella me dijo —dijo Brunetti secamente.

—Ya sabes a lo que me refiero —replicó ella con el mismo tono—. Yo suponía que me hablaba confidencialmente.

—Pues yo no —dijo Brunetti y esperó la respuesta de Paola—. Esa chica fue a verme a la
questura.
Por lo tanto, sabe que soy policía. ¿Qué querías que hiciera?

—Si mal no recuerdo, era una consulta teórica.

—Necesitaba saber más para poder contestarla —explicó Brunetti por la que le pareció centésima vez, consciente de que esa conversación empezaba a parecerse a la que había oído al entrar en casa y que, afortunadamente, parecía haber terminado—. Mira —agregó, buscando la reconciliación—, dice tu padre que tratará de recordar algo más sobre lo que ocurrió.

—¿Pero existe la posibilidad de conseguir una rehabilitación legal? Eso es lo único que ella desea saber.

—Como ya te he dicho, no puedo contestar a eso hasta que sepa algo más.

Ella lo observaba jugando distraídamente con una patilla de las gafas.

—Me parece que ya sabes lo suficiente para poder darle una respuesta.

—¿Que es imposible?

—Sí.

—Seguramente.

—Entonces, ¿por qué preguntar a mi padre? ¿Es por curiosidad? —Como él no respondía, ella suavizó el tono—. ¿Mi caballero de la brillante armadura ha vuelto a montar a lomos de su noble corcel, dispuesto a cabalgar de nuevo en pos de la justicia?

—Basta, Paola —dijo él con una sonrisa incómoda—. Haces que parezca un idiota.

—No, mi vida —dijo ella poniéndose las gafas—. Hago que parezcas mi marido y el hombre al que yo amo. —Escondiendo la expresión que pudiera acompañar esas palabras, ella miró sus papeles y añadió—: Anda, ve a la cocina y destapa el vino. En cuanto corrija este ejercicio voy.

Pensando que ojalá los chicos pudieran ver y emular la prontitud con la que él obedecía la orden de su madre, Brunetti fue a la cocina y abrió el frigorífico. Sacó una botella de chardonnay, la puso en la encimera y abrió el cajón en busca del sacacorchos; entonces cambió de idea, volvió a guardar la botella y sacó una de
prosecco.

—El obrero se merece su recompensa —murmuró mientras sacaba el tapón y, con la botella y la copa, se retiró a la sala, con la intención de terminar la lectura del
Gazzettino
del día.

Veinte minutos después, se sentaban a almorzar. La disputa por el CD parecía zanjada, y Brunetti deseaba fervorosamente que hubiera ganado Chiara. Por lo menos a ella sus padres aún podían obligarla a usar un
discman,
mientras que Raffi, con el pequeño equipo estéreo que el año anterior se había comprado para su cuarto, brindaba a su familia y a la parte del mundo situada dentro de un radio de cincuenta metros, un tipo de música que hacía pensar a Brunetti en las ventajas del tinnitus, una afección que, según había leído, produce en el oído un rugido o zumbido mecánico persistente que bloquea cualquier otro sonido.

Paola, para saludar el cambio de estación, había hecho
risotto di zucca,
en el que, en el último minuto, había rallado una breve porción de jengibre, cuyo mordiente habían suavizado la pella de mantequilla y el
parmigiano
rallado introducidos en la cacerola a continuación. La mezcla de sabores distrajo a Brunetti de sus temores por la música de Raffi, y la pechuga de pollo a la salvia con salsa de vino blanco que siguió al arroz hizo sonar en sus oídos, en lugar de la temida música, lo que a él le pareció un coro de ángeles.

Brunetti dejó el tenedor y miró a su mujer.

—Si ahora me traes una manzana de Braeburn, una fina loncha de montasio y un vasito de calvados —declamó—, te cubriré de brillantes como nueces, pondré a tus pies perlas blancas como trufas, arrancaré de la tierra esmeraldas como kiwis…

Chiara cortó:

—¡
Papà,
no piensas más que en la comida! —Estas palabras, en una boca tan voraz, no podían sonar más que a hipocresía de la más vil, pero, antes de que Brunetti pudiera reprochársela, Paola puso un gran bol de manzanas delante de él—. Además —remachó Chiara—, ¿quién iba a llevar una esmeralda tan grande como un kiwi?

El plato sucio de Brunetti desapareció, sustituido por plato, tenedor y cuchillo de postre.

—De todos modos, mamá la usaría de pisapapeles —dijo Raffi tomando una manzana. La mordió y pidió permiso para ir a terminar un trabajo de cálculo.

—Como oiga una sola nota de ese ruido antes de las tres de la tarde, entro en tu cuarto y te clavo palillos de bambú en los tímpanos, dejándote sordo para siempre —dijo su cariñosa madre, indicando con un movimiento de la cabeza que podía levantarse de la mesa y revelando a Brunetti quién había conseguido la posesión del CD. Raffi agarró otras dos manzanas y se fue. Tras él salió Chiara, discretamente.

—Lo mimas demasiado —dijo Brunetti cortándose una no tan fina loncha de montasio—. Creo que deberías ser más severa, quizá empezar amenazándole con arrancarle las uñas.

—Sólo tiene dos años menos que algunos de mis alumnos —dijo Paola, empezando a pelar una manzana—. Si empiezo a hacerle esas cosas a mi hijo, me asusta pensar en lo que podría llegar a hacerles a ellos. El olor de la sangre adolescente podría volverme loca.

—No será para tanto… —dijo Brunetti.

Una vez pelada la manzana, Paola la cortó rápidamente en ocho trozos, de los que extrajo el corazón. Pinchó y comió el primero antes de decir.

—No, supongo que no es tan duro como lo que haces tú. De todos modos, hay días en los que me gustaría estar encerrada en una celda con dos robustos policías, uno de los alumnos y un buen surtido de instrumentos siniestros.

—¿Cómo han podido ponerse tan mal las cosas de repente? —preguntó Brunetti.

—En realidad, no ha sido de repente. Es más bien que, de repente, yo me he dado cuenta de lo mal que se han puesto.

—Ponme un ejemplo —dijo él.

—Hace diez años, yo podía hacerles admitir o, por lo menos, simular que admitían, la idea de que la cultura que me había formado a mí, los libros y las ideas de los que se nutrió nuestra generación: Platón, Virgilio, Dante… eran superiores en cierta manera a lo que llenaba sus vidas. O, si no superiores, por lo menos, lo bastante interesantes para estudiarlos. —Comió tres trozos de manzana y una fina loncha de queso montasio antes de proseguir—. Pero ahora ya no. Ellos piensan, o parecen pensar, que su cultura, ruidosa, consumista y desechable, es superior a todas nuestras estúpidas ideas.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo nuestra idea sin duda ridícula de que la belleza debe ajustarse a un canon o ideal; o nuestra hilarante creencia de que tenemos la opción de actuar con honor y debemos adoptarla; o como nuestra idiota pretensión de que la finalidad de la existencia humana consiste en algo más que la adquisición de riqueza.

—No me sorprende que necesites los instrumentos siniestros —dijo Brunetti abriendo el calvados.

Capítulo 8

Aquella tarde, de vuelta en su despacho, ligeramente consciente de que quizá había almorzado más de la cuenta, Brunetti decidió tratar de averiguar más cosas sobre Guzzardi, por Lele Bortoluzzi, otra excelente fuente de la clase de información que, en sociedades de orden más riguroso, podía dar lugar a acusaciones de difamación. Normalmente, Brunetti se hubiera llegado hasta la galería de Lele dándose un paseo por la ciudad, pero hoy sentía el efecto del calvados, por más que se decía que había sido apenas más que un culín, y decidió llamar por teléfono.

—¿Sí? —contestó Lele a la segunda señal.


Ciao,
Lele —dijo Brunetti sin preocuparse de dar su nombre—. Necesito revolver otra vez en tus archivos, ahora en busca de un tal Luca Guzzardi que…


Quel
figlio di mignotta
—le interrumpió Lele, con una rabia insólita en él.

—Vaya, sí que te acuerdas —dijo Brunetti, tratando de disimular la sorpresa riendo.

—¡No voy a acordarme! —dijo Lele—. Ese canalla tuvo su merecido. Sólo siento que se muriera tan pronto. Hubieran tenido que conservarlo con vida más tiempo, allí metido como un gusano.

—¿En San Servolo? —preguntó Brunetti, a pesar de que su amigo no dejaba lugar a dudas.

—Donde se merecía estar. Mejor allí que en una cárcel cualquiera. Sinvergüenza. Me dan pena los otros infelices a los que tenían allí: ninguno de ellos se merecía vivir así, peor que animales. Pero Guzzardi se había ganado eso y más.

Brunetti sabía que no tardaría en oír las razones que habían provocado en Lele esa volcánica erupción, y le dijo, tirándole de la lengua:

—Nunca te había oído hablar de él, y es extraño, si tanto te disgustaba.

—Era un ladrón y un traidor —remachó Lele—, lo mismo que su padre. No tenían escrúpulos en traicionar a quien fuera.

Brunetti observó que la condena de Lele era mucho más violenta que la del conde, pero recordó que su suegro le había dicho que durante la guerra él no estaba en Venecia. Lele sí había estado, de principio a fin, y dos tíos suyos habían muerto, uno luchando al lado de los alemanes; y el otro, contra ellos. Brunetti, cortando la sarta de epítetos que seguía brotando del teléfono, dijo:

—Bueno, bueno, me hago cargo de tus sentimientos. Ahora dime por qué.

Lele aún tuvo la ecuanimidad de reírse.

—Te chocará esta rabia al cabo de tanto tiempo. Hacía… no sé, quizá veinte años que no oía hablar de él, pero ha bastado su nombre, para que me volvieran a la cabeza todos los recuerdos. —Calló un momento—. Es curioso, ¿no te parece?, hay cosas que no se borran. Piensas que el tiempo tendría que suavizarlo. Pero con Guzzardi no.

—¿Qué es lo que no se ha suavizado? —preguntó Brunetti.

—El odio que le teníamos todos, desde luego.

—¿Todos?

—Mi padre, mis tíos, hasta mi madre.

—¿Por qué?

—¿Seguro que tienes tiempo de escucharlo todo? —preguntó Lele.

—¿Por qué iba a haberte llamado, si no? —dijo Brunetti, respondiendo con otra pregunta y alegrándose de que a Lele no pareciera interesarle el motivo de su curiosidad por Guzzardi.

Lele preguntó entonces a su vez, a modo de introducción:

—¿Sabías que mi padre era anticuario?

—Sí —respondió Brunetti. Tenía un vago recuerdo del padre de Lele, un hombre corpulento, con bigote y barba canos, que había muerto cuando Brunetti era niño.

—Era mucha la gente que quería salir del país. Y no es que tuvieran muchos sitios a donde ir, para estar seguros, quiero decir. Lo cierto es que, cuando empezó la guerra, muchos iban a ver a mi padre para preguntarle si podía encargarse de vender cosas por su cuenta.

—¿Antigüedades?

—Y cuadros, estatuas, libros de coleccionista, cualquier objeto de valor.

—¿Y él qué hacía?

—Hacía de agente —dijo Lele, como si eso lo explicara todo.

—¿Qué quiere decir hacer de agente?

—Actuar de intermediario, buscar compradores. Conocía el mercado y tenía una larga lista de clientes. De cada venta se reservaba el diez por ciento de comisión.

—¿No es lo normal? —preguntó Brunetti, consciente de que se le escapaba el mensaje que Lele pretendiera transmitirle.

—Nada era normal durante la guerra —dijo Lele, nuevamente como si eso lo explicara todo.

Brunetti protestó:

—Lele, aquí hay muchas cosas que no entiendo. Te agradeceré que seas más explícito.

—Está bien, siempre se me olvida lo poco que la gente sabe, o quiere saber, acerca de lo que ocurría entonces. Y ocurría esto. Cuando la gente se veía obligada a vender objetos de valor, cuando no tenía más remedio que vender, podía optar entre hacerlo por sí misma, lo cual siempre es un error, o acudir a un agente. Lo que también era un error.

—¿Por qué?

—Porque algunos comerciantes, ante el pánico de los vendedores, vieron la ocasión de hacer dinero, mucho dinero, y se volvieron locos.

—¿Qué hicieron?

—Aumentaron sus porcentajes. La gente estaba desesperada por vender y salir del país. Hacia el final, muchos comprendieron que, si se quedaban, morirían. No —rectificó—, serían asesinados. Deportados y asesinados. Pero a algunos les faltó el valor para marcharse y dejarlo todo: casas, cuadros, ropa, objetos de arte, papeles, recuerdos de familia. Eso debían haber hecho, dejarlo todo y tratar de llegar a Suiza, a Portugal, incluso al norte de África, pero muchos no se resignaban. Al final, sin embargo, no tuvieron alternativa.

—¿Y entonces? —apremió Brunetti.

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