—¿Que Nené quiere salir en el
Un, Dos, Tres
? — Asentí con la cabeza a la pregunta de Paulina, que me dedicaba una torva mirada inquisitorial, como si la dureza de sus ojos supusiera una amenaza suficiente para propiciar una fulminante retractación por mi parte—. ¿Y lo sabe su madre?
—Claro que lo sabe, y lo que me extraña es que no lo hayas oído tú, porque se lo va cascando a todo el mundo.
—¿Y qué dice?
—¿Quién, la tía Conchita? Pues nada, Paulina, ¿qué va a decir? Nada.
—Desde luego, a veces tienes razón… —y Mercedes propinó un par de palmadas en el hombro a su amiga, como si tuviera algún motivo para felicitarla por algo—. Mira, mejor que nos muramos las dos al mismo tiempo, porque, vamos, es que es lo único que me faltaba por ver, ya, al mico de la Nené en televisión, enseñando la peseta…
—¿Pero qué peseta ni qué peseta, Mercedes? Por favor, pero si llevan pantalón corto.
—¿A eso le llamas tú pantalón corto? — me interpeló Paulina—. ¡Válgame Dios, pantalón corto, dice!
Entonces creí distinguir la voz de Reina, que me llamaba a gritos desde muy lejos, quizás apostada todavía en la fachada de casa, a una distancia en cualquier caso superior a la que podían cubrir los gastados oídos de mis interlocutoras, que no dieron muestras de haber escuchado nada más allá del piar de algún que otro pájaro, y no conseguí calcular la hora pero adiviné que era muy tarde porque la noche veraniega se había cerrado casi por completo, y presintiendo que tal vez no dispondría de otra oportunidad para reunir a aquellas dos infatigables polemistas, me propuse apurar su memoria en el plazo, inevitablemente breve, que transcurriría antes de que mi hermana consiguiera dar conmigo.
—Oye, Mercedes… ¿Teófila era guapa de joven?
—Mucho, mucho, muy guapa. ¿Cómo te diría yo? Bueno, con fijarte en Lala tienes bastante, ésa ha salido igual que su madre.
—¡No señora!
—¡Sí señora!
—Pero ¿qué dices, Mercedes? ¡Ni hablar, ¿me oyes?, ni hablar! Lala es mucho más guapa de lo que ha sido su madre nunca, no seas lianta.
—¡La lianta lo serás tú, Paulina! y te advierto que me tienes hasta las narices ya, con tanto llevarme la contraria, que tú en invierno estabas en Madrid, y en verano pegada todo el santo día a las faldas de la señora, así que ni la veías, y Teófila era igual que Lala, ¿me oyes?, igualita… Más baja, eso sí, y menos fina, sin los potingues que la otra se pringa en la cara, ni esa ropa indecente que lleváis todas ahora, o sea, una chica de pueblo, con una bata de flores y las manos rojas de fregar con agua fría, en eso como todas, pero por lo demás, clavada, pero es que clavada a su hija, si me acordaré yo… Mujer, sin ese par de tetas que tiene Lala ahora, eso sí, que el año pasado casi la arreo una bofetada, de lo nerviosa que me llegó a poner, venga a repetirme que ella siempre había tenido mucho pecho, como si yo no me acordara, la muy sinvergüenza… ¡Quita de ahí!, la dije al final, ¡y déjame en paz de mentiras ya, que estaré vieja, coño, pero nunca he sido tonta!
Reina amenazaba con aparecer de un momento a otro. Su voz, que se acercaba y se alejaba a intervalos intermitentes, como si pretendiera jugar con mis oídos, dejaba todavía constancia del titubeante rumbo de sus pasos, pero el plazo se agotaba, y limité mi curiosidad, todavía hambrienta, a una última pregunta, una cuestión trivial en apariencia que, por motivos que ni yo misma comprendía del todo, valoré de repente como una clave imprescindible para mí.
—Dejad de discutir, por favor, escuchad me un momento. ¿Y el abuelo? ¿Era guapo el abuelo, de joven?
—¡Sí!
—¡No!
—¿Cómo que no? Hay que ver, Paulina, cómo se nota que te quedaste viuda hace treinta años, hija mía, estás chocha perdida ya, es que no te acuerdas de nada…
—Pues sí, mira, treinta años hace que me quedé viuda y cada mañana, cuando me levanto y veo a tu marido regando el césped, le doy gracias a Dios por haberme librado de cargar con un pellejo semejante, que para dormir a gusto, con una bolsa de agua caliente me apaño estupendamente yo sola, ya ves. Y el señor nunca ha sido guapo de cara, por cierto, nunca, que siempre ha tenido un pedazo de nariz, y las cejas tan espesas que no se le veían los ojos.
—¿Y para qué quería ser guapo de cara? ¡No te digo! Y eso habría que verlo, que los hombres guapos en el fondo nunca lo son del todo, y de todas maneras, cuando era joven y pasaba por aquí, a caballo… ¡Madre de Dios! Guapo no, guapo es poco, que parecía, cómo te diría yo…
Se quedó callada, la frente fruncida, los labios abiertos, pensando, y terminé por anticipar yo misma su respuesta, quebrando en un instante su ensimismamiento.
—El mismísimo diablo.
—¡Tú lo has dicho, Malena! Sí señora, el mismísimo diablo parecía, que tenía que engancharse una los pies en una banqueta para no salir corriéndole detrás.
—¡Eso tú, Mercedes! Que mira que te gusta el dichoso caballo, y hay que ver, bien que te ha tirado a ti siempre…
—¡A mí y a cualquiera, Paulina! y pregunta en el pueblo si no, a ver qué te cuentan.
—Pero guapo de cara no era.
—Claro que era guapo. De cara y de lo demás. Sobre todo de lo demás.
—¡No señora!
—¡Sí señora!
—¡Malena! — y la voz de mi hermana rompió definitivamente el hechizo desde algún lugar situado muy cerca de mi nuca—. Pero ¿qué haces aquí, tía? Son las once, llevo media hora buscándote, mamá está ya de los nervios, te va a caer una que no veas…
Y con ese par de frases, tan pocas para una tarde repleta de palabras, Reina devolvió el mundo en un instante a la más decorosa normalidad. Paulina se levantó de golpe, furiosa consigo misma como siempre que se le pasaba la hora de la cena. Rozaba los ochenta, y hacía ya años que apenas tocaba el mango de una sartén, pero todos en casa seguíamos el ejemplo del abuelo, que la consultaba cada mañana, felicitándola cuando la comida estaba buena y regañándola cuando sucedía lo contrario, para preservar su dignidad y asegurarle, con tácita elegancia, que pensaba respetar la promesa de mi abuela y no enviarla jamás a un asilo, una perspectiva tan aterradora para ella que a menudo se despertaba chillando por las noches, presa de una terrible pesadilla en la que siempre se veía a sí misma sola, delante de una residencia benéfica, sujetando con el brazo una maleta de cartón con el asa rota y atada con una cuerda. Mercedes no reaccionó mucho mejor, porque sólo entonces se dio cuenta de que Marciano no había aparecido todavía, y seguía maldiciéndole y llamándole borracho a grito pelado cuando Reina y yo emprendimos, casi a la carrera, el camino de casa.
Le dije a mamá que se me había hecho tarde escuchando a Mercedes, que se sabía miles de historias viejas sobre el pueblo, las fiestas, las bodas y las muertes de todo el mundo, sin especificar nombres, y Paulina, que estaba delante, no me desmintió. Aquella noche, cuando nos fuimos a la cama, temí que no me resultara tan fácil desbaratar la curiosidad de Reina, pero fue ella quien habló todo el rato, y todavía estaba repasando en voz alta los pros y los contras de Nacho, el disc-jockey de Plasencia que por fin se había decidido a declararse aquella tarde, cuando noté que me estaba quedando dormida, y por eso me atreví a subir a la grupa de mi abuelo, que galopaba ya, soberbio y desnudo, cada vez más deprisa, aun sin saber, como no sabía yo, adónde íbamos.
Desde aquella noche, la revelación que brotó de los labios de Mercedes ha estado siempre presente en mi conciencia, porque aunque nunca llegué a depositar una gran fe en la eficacia de aquella maldición antigua y oscura, cuyos orígenes y consecuencias desconocía por igual, pronto descubrí lo reconfortantes que podían llegar a ser sus efectos, y me entretenía en fantasear con los poderes del gen desastroso, que tenía la virtud de transformar mi nacimiento en correcto precisamente por ser erróneo, y mi naturaleza en perfecta precisamente por lo imperfecta, ya Reina en un armonioso delta de sangre buena y limpia, tan hermoso como la luna pero, como la luna, redondo e inalcanzable y a para mí, por más que gozara a cambio del dudoso honor de engrosar la nómina de propietarios de la vena catastrófica.
Pero aunque no creía en la fatal condición de la sangre de Rodrigo, temí por algún tiempo que las huellas de mi deserción sentimental, el proceso turbio, pero sincero, que abrieron aquellas lágrimas vertidas por el abuelo, con él y para él, se hicieran visibles de alguna forma, advirtiendo a quienes me rodeaban del violento sesgo que yo misma había impreso a mi vida aun cuando no fuera consciente de haber tomado ninguna decisión específica. Sin embargo, nada cambió a mi alrededor. Reina y yo seguíamos tan unidas como antes, aunque la parcela propia que cada una de nosotras guardaba para sí, crecía al mismo ritmo que la insustancialidad de nuestras conversaciones, en las que, por lo general, ella hablaba y yo escuchaba, porque aún carecía de grandes cosas que contar. Mamá se despreocupaba de mí cada vez más, y esa actitud la transformó en alguien mucho más amable, más interesante y divertido, hasta el punto de que llegó un momento en el que me empezó a apetecer ir con ella de compras, al cine, o a tomar el aperitivo en Rosales los domingos por la mañana. Mi padre, que empezaba a ser un ente básicamente invisible, nos trataba sin embargo con progresiva extrañeza, como si estuviera resignado a haber perdido ya a sus hijas, atrapadas irremediablemente en la otra mitad del mundo. Me estaba haciendo mayor, y ese acontecimiento absorbió durante algunos meses toda mi atención, desplazando la mohosa amenaza que pendía sobre mi cabeza como una espada oxidada y cubierta de polvo.
Pero el filo estaba vivo, y una leve caricia bastaría para arrasar mi frente, abriendo entre mis ojos una herida irreversible. Nada me advirtió, sin embargo, de que la tierra se estaba moviendo bajo mis pies mientras desperdiciaba una sofocante tarde de principios de julio en la terraza de Casa Antonio, el bar que dominaba la plaza de Almansilla, contemplando el desolador paisaje de un pueblo abandonado, las aceras desiertas, las puertas y ventanas cerradas a cal y canto, los perros como muertos, sombras flojas, agazapadas en las esquinas oscuras, porque aunque ya habían dado las siete, hacía tanto calor que el contacto con el aire mareaba, y el simple brillo de las losas del empedrado, hirviendo bajo el sol, daba dolor de cabeza. Y sin embargo, allí estábamos nosotros, todas las víctimas de la perversidad mecánica del Ford Fiesta, que aquella mañana se había negado a arrancar para sumirnos en el desconcierto, porque nadie sabía ya qué hacer por las tardes excepto ir en coche a Plasencia a tomar copas, hasta que al final, algún imbécil había aclamado la iniciativa de Joserra, el mejor amigo de mi primo Pedro, que se había comprometido a dejar su propio coche en el garaje a cambio de que se celebrara un torneo de mus.
Estuve apunto de quedarme en casa, pero cuando metí un pie en la piscina, previendo las consecuencias de una semana de sol tan salvaje que, al ponerse, no se iba del todo, como si pudiéramos detectar sus latidos en el asfixiante bochorno nocturno, comprobé que el agua estaba tan tibia como el caldo de un enfermo, y en el último momento me uní al grupo, porque tenía sed de Coca-Cola y ya no quedaba ninguna en la nevera. Se habían formado cuatro equipos y los cuatro tenían que competir entre sí, todos contra todos y yo contra ninguno, porque nunca he sabido jugar al mus. Iban todavía por la segunda ronda cuando el ruido a hueco de un motor extraño, que giraba a una velocidad poco frecuente, se abrió paso desde mi derecha. Segundos después, bajo el arco que daba acceso a la plaza por aquel lado, apareció una moto negra de aspecto flamante pese a sus líneas antiguas, casi arcaicas, que identifiqué casi inmediatamente con las que había visto en algunas películas situadas en la segunda guerra mundial, porque aunque no tenía sidecar, transportaba a un individuo alto, de piernas largas, con el pelo trigueño y el tímido bronceado de quienes no son morenos pero tampoco rubios del todo, notas aisladas que, en conjunto, bastarían para avalar aun pasable oficial nazi si no fuera por la boca, los labios levemente abultados, de un grosor inconfundible, que delataban la impureza de su origen. Y mientras le miraba, casi sin darme cuenta, mi cuerpo se estiró como si todos mis músculos se atiesaran de golpe, repentinamente insensibles a la aplastante contundencia de un calor que yo ya no sentía.
Aparcó la moto delante de la puerta del bar y entró sin pararse a mirarnos, pero no obtuvo de nosotros la misma respuesta, porque mientras los jugadores abandonaban las cartas sobre la mesa para acercarse a estudiar, admirar y tocar lo que resultó ser una BMW R-75, yo me recosté contra el alféizar de la ventana adoptando la posición más airosa y favorecedora que me vino en aquel momento a la memoria, y apartando con la mano derecha la cortina de pelo que yo misma me ocupaba de precipitar sobre mi cara aproximadamente cada dos minutos para imitar uno de los ademanes más rentables de Reina, pude verle bien con el ojo izquierdo, una camiseta blanca, con las mangas enrolladas, y vaqueros desgastados a conciencia, de un tono ya cercano al azul celeste, sujetos por un vulgar cinturón de cuero, aunque las zapatillas, de jugar al baloncesto, eran americanas y muy caras, en España al menos. Pidió un botellín, y se lo bebió de un trago mientras jugaba con un llavero, haciéndolo girar a toda prisa sobre el nudillo de su dedo índice. Pidió otro botellín y lo agotó más despacio, mientras se volvía un par de veces para mirarme, consintiéndome descubrir su rostro, la nariz rota que destruía la armonía de unos rasgos casi dulces, como si todavía no se hubieran decidido a abandonar del todo una cara de niño.
Entonces experimenté una sensación nueva y sorprendente, que apenas ha vuelto a repetirse un par de veces en el resto de mi vida, porque más allá del nerviosismo común, las familiares tenazas que me retorcían por dentro cuando, sentada ya en el pupitre, con el boli en la mano, esperaba la llegada de una hoja de examen, sentí que me había convertido en un árbol de Navidad repleto de bolas de colores brillantes y luces intermitentes recién enchufadas, que parpadeaban a un ritmo enloquecido, intervalos cada vez más cortos que yo no podía controlar, y no podía mirarme en ningún espejo, pero supe que mi pelo estaba echando chispas, y que mi piel brillaba, y que mis labios entreabiertos eran más rojos y más húmedos que de costumbre, y mis ojos sonreían, se clavaban en su nuca, y le llamaban, le ordenaban que volviera la cabeza y él, sorprendentemente, obedecía, se volvía y me miraba, contemplaba el deslumbrante espectáculo que era yo, y que al mismo tiempo me era ajeno, porque mi cuerpo ya había elegido por mí, y cuando se dio la vuelta para encarar la puerta, sentí que cada una de mis vísceras saltaba salvajemente hacia arriba y no volvía a bajar, sino que se quedaba allí, presionando contra el diafragma, para permitir que una atroz cámara de vacío llenara el espacio libre entre mis costillas.