Malena es un nombre de tango (16 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Y es que no hay caso, en vuestra familia siempre ha habido una mala vena. Por eso te digo que tienes que andarte con mucho ojo, porque ya se sabe, sólo unos pocos la heredan, y son los menos, justo es reconocerlo, pero antes o después, no hay caso, acaba saliendo a flote la sangre de Rodrigo y todo se viene abajo…

La excitación que me produjo aquella novedad desterró mi enfado, y quise compartir mi flamante sabiduría con mis amigas más íntimas, pero muy pronto tuve que sucumbir ante la indiferencia con la que tanto Reina como mis primas acogieron aquel transcendental descubrimiento. Clara, la única niña de los seis hijos que había tenido mi tío Pedro, acababa de cumplir dieciocho años, iba a la universidad y tenía un novio haciendo la mili, así que, fiel al papel que le deparaba ese conjunto de circunstancias, afirmó que a ella se le había pasado ya la edad de interesarse por semejantes tonterías de cría. Macu, que era hija de mi tía Conchita y tenía los mismos años que yo, estaba saliendo con nuestro primo Pedro, y el único propósito que guiaba su existencia consistía en ocupar el asiento contiguo al del conductor en el Ford Fiesta que aquél había recibido como recompensa por aprobar en junio segundo de agrónomos. Reina, con Bosco permanentemente pegado a sus talones, era la aspirante fija al asiento trasero, y solía embarcarlos siempre que podía para que la llevaran hasta Plasencia, a tomar copas en un bar donde trabajaba de disc-jockey un chico que le gustaba. Como todavía sobraba una plaza, yo solía ocupar el puesto de quinto pasajero, aunque la verdad es que me aburría tanto mientras conductor y copiloto se perdían por la zona oscura del piso de arriba para darse la paliza y mi hermana se encerraba en la jaula de cristal a poner discos, que casi llegaba a agradecerle a Bosco que se emborrachara de aquella manera, porque cuando se desplomaba en el banco, a mi lado, incapaz ya de tenerse en pie, y empezaba a mascullar tristezas en brasileño, idioma que prefería al castellano para lamentarse de la crueldad de su suerte, yo al menos podía entretenerme en consolarle, aunque no entendiera una palabra de lo que decía, mientras llegaba la hora de volver a casa. Nené, la otra Magdalena de mi generación, había salido siempre con nosotras hasta que Macu se enamoró del Ford Fiesta, y desde entonces se pasaba las tardes refunfuñando, marginada del grupo, en teoría por la limitada capacidad del vehículo de su futuro cuñado, y en la práctica por la ilimitada capacidad para el magreo de su hermana mayor, que no quería testigos comprometedores. Ella era mi última esperanza, pero enseguida me dio a entender con pocas palabras que le importaban un pito la abuela, su marido, Teófila, y los hijos de las dos, y que lo único que quería era venirse a Plasencia con nosotros, así que en el siguiente viaje, le cedí graciosamente mi plaza.

Y a punto estuve de arrepentirme, porque Mercedes, que se regodeaba con una complacencia exasperante en la descripción de pecados y maldiciones, la calidad de las venas, y de la buena y la mala sangre, no me había confiado aún ningún dato interesante de verdad, cuando resonó a mis espaldas una voz familiar que interpreté como la señal irrebatible de que todo se había echado a perder.

—No le cuentes esas historias a la niña, mujer, que cada día que pasa te vuelves más chismosa…

No había tenido en cuenta que Paulina, la cocinera de los abuelos, era notoriamente más cotilla que mi interlocutora, y no debió de esforzarse mucho para convencerse a sí misma de que su justo espíritu de censura constituía un motivo suficiente para sentarse un ratito al sol, con nosotras, y controlar de paso la lengua de su amiga de la infancia.

—¡La que habló, la gloria honró! — replicó Mercedes—. Además, no la estoy diciendo nada malo, sólo la aviso.

—De la mala vena…

—¡Claro! ¿De qué va a ser?

—¡Pues sí que estamos bien! A estas alturas, seguir hablando de buenas y malas venas, alabado sea Dios.

—Tú relata, relata todo lo que quieras… Pero yo estaba sirviendo la mesa en el jardín el día que Porfirio se tiró por el balcón, yo lo vi caer, ¿te enteras?, y no quiero que ésta acabe así.

—¿Y por qué había de acabar? Porfirio tenía el mal de la melancolía, estaba enfermo, se le veía venir desde pequeño.

—¡No señora!

—¡Sí señora!

—Porfirio era melancólico precisamente porque tenía la mala vena, pero se mató por aquella mujer de Badajoz, que era mucho mayor que él, y estaba casada y bien casada, con un general por si fuera poco, y convidada por los amos, que eran sus propios padres, y a pesar de eso, y de que estudiaba para cura, Porfirio se le arrimó bien arrimado, y como, que yo sepa, no le empujó el diablo, la culpa fue de la mala sangre, la misma que le corre al abuelo de ésta…

—¡No seas lianta, Mercedes! y no hables mal del señor. Porfirio era melancólico porque nació así, igual podía haber nacido como Pacita.

—Otra que heredó la sangre de Rodrigo.

—¡Que no seas burra, leñe! Porfirio estaba enfermo, todos lo sabíamos, era… triste, represivo, como dicen ahora, tenía represiones, y cuando le venía una, intentaba matarse. ¡Si me acordaré yo! Si de pequeño casi no iba al colegio, que se tiraba los días enteros metido en la cama, sin fuerzas para levantarse, y luego fue peor, que no quería ni desayunar, y se tiraba las horas muertas mirando al techo, y lloraba… ¡Si hasta con veinte años le afeitaba su madre, para no dejarle a mano las navajas!

Todavía puedo verlas, Mercedes progresivamente indignada, sus mejillas calientes de rabia, las palmas de las manos abiertas y apoyadas en los muslos, transmitiendo toda la fuerza que podían ejercer sus brazos rígidos, y la cabeza muy lejos de esas judías verdes que había derribado de un papirotazo al comienzo de la discusión, y que seguían esparcidas a sus pies, alrededor del cacharro de plástico verde que las había contenido. Paulina en cambio no se había movido ni un milímetro, y seguía sentada, la espalda rígida, las piernas decorosamente juntas, las manos unidas reposando con pretendida elegancia sobre el delantal almidonado, y en su voz, en su rostro, en sus gestos, ese engolado barniz de mujer de la capital que tan nerviosa llegaba a poner a su interlocutora.

—Todo lo melancólico que usted quiera, señora mía, pero cuando Pedro y yo nos llegábamos por la tarde hasta los juncos…

—Para espiarles.

—O para darnos una vuelta, lo mismo da, y cuando los veíamos revolcarse desde los juncos… ¡anda que no tenía colores en la cara, el melancólico! Lo mismo que un tiovivo, así estaba, y que me caiga muerta aquí mismo si miento.

—No la hagas ni caso —me advirtió Paulina—. Esta sí, porque siempre ha sido un abanto, pero tu abuelo no se dedicaba a espiar por ahí a su tío.

—¡No poco! ¿Me oyes? ¡No poco! A ver a quién te crees tú que se le ocurrió la idea, pues anda que no prometía ése, desde pequeñito…

—Hablas así para presumir de que el señor y tú sois uña y carne.

—Y lo éramos, y más. Somos hermanos de leche, mi madre le amamantó al mismo tiempo que a mí, cuando al ama casi se la llevan aquellas fiebres.

—Sí, pero ha llovido mucho desde entonces…

—¿Y qué? Todo el mundo sabe que jamás le he llamado de usted. Nos criamos juntos. Además, eso no viene al caso, lo que sí viene es que Porfirio se mató por aquella mujer de Badajoz, y a ver por qué, si lo que digo no es cierto, se quedó ella tan pálida cuando lo vio aparecer en el balcón, saludándoles a todos con la mano, con aquella sonrisa de beato, que parecía ya un cura repartiendo bendiciones, pero no eran bendiciones, no, y esa mala puta lo sabía, y por eso se levantó antes de que él se doblara hacia adelante, y chilló luego, un grito más fuerte que el grito que lanzó la propia madre del muerto, ¿me oyes?, y fue la primera que salió corriendo, y la primera que se abrazó al cadáver, y eso que se había reventado la tapa de los sesos contra las losas de granito, pero lo mismo la dio, y yo lo vi con estos ojos, que su marido se montó en su coche y se largó para no pasar más vergüenzas, porque no había manera de que su mujer se soltara del cuerpo de Porfirio, descerebrado y todo, que a saber qué remordimientos no la ataban a él de aquella manera.

—Claro, porque se entendían. Yo nunca he dicho que no se entendieran, pero Porfirio se mató porque era melancólico…

—¡No señora!

—¡Sí señora!

Y el sol recorrió un buen trecho mientras ellas continuaban retándose con los ojos, escupiéndose a la cara las dos mitades distintas de la misma verdad, coloreando de violeta, con ambiguos matices, brillantes y sombríos aun tiempo, las mejillas pálidas, del tono de la cera consumida, de aquel a cuyo retrato había impuesto yo años atrás el título de Porfirio el Ojeroso, el arrogante suicida que estaba enterrado en el suelo pagano de nuestro jardín, a la sombra de un sauce y de ninguna lápida, y cuyo nombre, vetado por mi abuela para sus hijos varones, había heredado por fin el menor de los hijos de Teófila. Y a Teófila, que era mi principal objetivo, temí que no llegaríamos nunca, porque la discusión se desarrollaba según patrones progresivamente pintorescos, evolucionando siempre de lo general a lo particular, y mis fuentes amenazaban con no ponerse de acuerdo acerca del color del pelo de aquella señora de Badajoz antes de la hora de la cena.

—Era castaña.

—Era morena, Mercedes, si lo sabré yo, que hasta me tocó peinarla alguna vez.

—Morena clara, o sea, castaña.

—No, lo siento pero no. Era morena morena, con el pelo negro, así era.

—Ni hablar, me acuerdo perfectamente. Alrededor de la cara puede que tuviera el pelo negro, no te digo que no, pero el moño era castaño, Paulina… ¡si tenía las puntas casi rubias!

—¡No señora!

—¡Sí señora!

—¡Que no, Mercedes, que lo que te pasa a ti es que siempre has sido como un animal! Es como lo de la mala vena, que ¡hala!, la sangre de Rodrigo por acá, y la sangre de Rodrigo por allá, y no hay quien te saque de ahí, y no me lo niegues porque te acabo de escuchar, poniéndole a la muchacha la cabeza como un bombo con tanta historia… Si es que tienes muy poca cultura, Mercedes, que rectificar es de sabios y tú, en cambio, vas por la vida como un burro con una zanahoria colgando entre los ojos.

—Todo lo que tú quieras, pero es la verdad. Se la trajeron de América, la sangre de Rodrigo, con el dinero. Tanto dinero no se gana trabajando con las manos, eso no puede ser bueno, y una cosa lleva a la otra, porque a ver de qué, si Pedro no hubiera sido tan rico, le habría buscado a Teófila la ruina que le buscó.

—¡Ah! O sea… ¡que ahora resulta que fue el señor quien le buscó una ruina a Teófila! Un respeto, Mercedes, que tienes delante a su nieta.

—¡Como si tuviera delante a su madre!, ¿me oyes?, la culpa fue de Pedro. Pero si le saca quince años, ella no sabía dónde se metía cuando…

—¡De sobra! ¡De sobra lo sabía! ¿Me estás oyendo? De sobra. Y si aquí alguien le ha buscado una ruina a alguien, ya será ella quien se la buscó a mi señora, que llevaba un montón de años casada y tenía cinco hijos ya cuando esa zorra se metió por medio, y no se lo merecía, con lo buena que era…

—La verdad es que la señora era muy buena.

—Muy buena.

—Muy buena, sí.

—Desde luego que sí, buenísima.

—Muy buena, Paulina, muy buena, pero eso da lo mismo, porque tú no veías a Pedro como le veía yo cuando pasaba por aquí a caballo, galopando como un loco, antes de casarse y después igual, que así salió de esta casa la mismísima noche que la señora y él volvieron del viaje de novios, y todos sabíamos a lo que iba, que parecía que nunca tuviera bastante y que era el mismo demonio quien tiraba de las riendas…

—¿Quieres dejar al demonio en paz de una vez? Hay que ver, Mercedes… ¡qué poca cultura tienes!

—¿Qué pasa, que entonces no había coches? —las dos se me quedaron mirando con ojos asombrados, como si nada pudiera haberlas desconcertado más que mi pregunta. Paulina hizo un gesto vago con las manos, pero fue Mercedes quien me contestó.

—¡Qué coño no iba a haber coches! y él tenía dos. Lo que pasa es que… ¡anda que no era chulo, tu abuelo!, y a caballo estaba más guapo, sobre todo cuando salía desnudo de cintura para arriba, que… ¡válgame Dios!, es que hay que joderse, Jesús, María y José me valgan siempre, si hasta a mí me entraban ganas de santiguarme, y él lo sabía, que siempre ha sabido más que el diablo. Ahora, que yo no me callo, y un día fui y se lo dije, ándate con ojo, Pedro, y sobre todo ponte una camisa de una maldita vez, que con tanto galope esto va a acabar en una tragedia. Y ¿sabes lo que me contestó?

—No, pero déjate de dobles sentidos y pon cuidado, Mercedes, que ésta tiene sólo quince años.

—Pues me dijo, no te preocupes, que yo no me voy a tirar por la ventana. ¡Si será cabrón! ¡Como si yo le estuviera advirtiendo de eso! ¡Como si alguna vez se me hubiera ocurrido que él, precisamente él, se iba a tirar por una ventana! Lo que pasa es que yo ya sabía que alguna le iba a enganchar, que por ese camino alguna le tenía que enganchar, tarde o temprano, y le tocó a Teófila, que no era ni mejor ni peor que las demás.

—Mujer, eso es mucho decir.

—Ni mejor ni peor, Paulina.

—No, solamente la más… fresca.

—Pero ¿qué dices? Si cuando Teófila se vino desde Aldeanueva a vivir con su tía, no debía ni de haber cumplido los dieciocho. ¿Qué digo? ¡Si parió a Fernando con diecinueve! Cuando él le echó el ojo, ella era una criatura, y lo siento por tu señora, pero no es de ley cargarla con todas las culpas. Fue más bien Pedro, la sangre de Rodrigo, que más que encoñado, porque yo estaba harta ya de verle encoñado, parecía que se hubiera vuelto loco y, fíjate, aquel verano, el del 33 debió de ser, sí que me recordó a Porfirio, porque dejó de comer, y andaba todo el día desasosegado, rascándose la piel de todo el cuerpo, o se quedaba alobado horas enteras, mirando nada, como si estuviera leyendo en el aire, y a la mínima se largaba al pueblo para dejar un poco más en evidencia a la muchacha, olfateándola por la calle como si fuera un perro… No sé qué le dio ella, eso no lo sé, pero le despertó la mala vena, que él ya era un hombre hecho y derecho, porque los dos nacimos con el siglo, y ya te acordarás tú de cómo se puso cuando aquel primo de Teófila que vivía en Malpartida le habló de casarse y de adoptar a Fernando para irse a vivir a América, que tenían parientes allí, no sé dónde, en Cuba, creo, o en Argentina, a saber… No sé, me falla tanto la memoria…

—No, si ya me he dado cuenta. A ver, esa señora de Badajoz era morena…

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