—¿Te importaría mirarme? — interrumpí la distraída crítica de una película que había visto un par de días antes cuando sentí que mi paciencia se agotaba—. No es por nada, pero te estoy hablando.
—Perdona —Agustín me miró, sonrió, y volvió a torcer la cabeza para rectificar su posición un segundo después—. Sigue.
—Pero ¿se puede saber por qué la miras tanto?
—Sí, claro. La miro porque me gusta.
—¿Eso? ¡Pues tiene una pinta de puta!
—Por eso me gusta.
En ese instante, mis ojos se posaron por azar en mis uñas, muy cortas y lacadas de negro, y su aspecto me desagradó tanto que las escondí bajo mis axilas, cruzando los brazos por encima del pecho. Cuando había recogido a Agustín en la puerta de su casa, aquella tarde, me había dicho sonriendo que parecía un duende, y había archivado su comentario como un elogio sin pensar mucho, pero ahora, consciente de su exactitud —yo llevaba un jersey de cuello alto de lana negra, una minifalda de fieltro verde, con ventanitas en el bajo y dos tirantes paralelos, muy anchos, de forma trapezoidal, medias negras de espuma opaca con flores de terciopelo en relieve, y unos zapatos planos de piel verde y corte infantil, con una trabilla sobre el empeine que se abrochaba a un lado—, me encontré ridícula, y abocada a reprimir la furia que me estallaba por dentro, me mantuve inmóvil, erguida sobre el respaldo, sin hacer ningún comentario mientras contemplaba un forzado perfil de mi interlocutor, básicamente el cogote. Entonces, el camarero puso los cafés sobre la mesa y no le quedó más remedio que enderezarse por un instante, que yo aproveché para protestar en un susurro y sentirme todavía peor.
—Tienes gustos extraños. Yo soy mucho más joven.
—Desde luego —me contestó, mirándome con una expresión significativa de que no compartía en absoluto mi opinión—, y por eso cometes errores manifiestamente juveniles, como confundir la edad con la calidad. Pero te lo perdono porque, aunque no te hayas dado cuenta todavía, tú estás, además, mucho más buena. Por eso estoy cenando aquí contigo, y no con ella.
—¡Sí hombre, como si la conocieras!
—Claro que la conozco.
—Eso me gustaría verlo.
—¿En serio?
Se levantó sin más, arrojando la servilleta sobre la silla con un gesto tan preciso que parecía ensayado, y mientras yo intentaba imponerme a mí misma la disciplina precisa para no salir corriendo, se acercó a su mesa. Si hubiera estado más tranquila, habría emitido una risita displicente al comprobar que no era a ella, sino al señor sentado a su lado, a quien Agustín saludaba en primer lugar, pero los dos pares de besos que intercambiaron, él sujetándola por la cintura, como si estuviera en peligro de desplomarse entre sus brazos, me pusieron tan nerviosa que sentí que mi cerebro pitaba antes de comenzar a hervir.
—¿Has visto? —dijo cuando estuvo de nuevo frente a mí.
—Sí, claro.
—Esa es la única ventaja de mi oficio, que se termina por conocer a todo el mundo… —y entonces estiró el dedo índice, señalando en mi dirección—. ¿Te pido otro café?
—No, gracias.
—Pues no sé lo que te vas a beber.
Miré hacia abajo, y encontré mi taza prácticamente vacía, y mi mano derecha impulsando una cucharilla que giraba en vacío, con una fuerza centrífuga tal que la mayor parte del líquido temblaba sobre el plato. El resto se había derramado sobre el mantel.
—¡Qué horror! —dije.
—Sí —me contestó él, alargándome su propia taza—. Tómate éste.
Removí el contenido con sumo cuidado, mientras él pedía otro café y la cuenta, y esperé a que dejara de humear antes de llevármelo a los labios, pero cuando aún no había completado este movimiento, y sintiéndose sin duda provocado por mis precauciones, Agustín se me quedó mirando con cierta sorna.
—¿Te pasa algo?
—¿A mí? — mis dedos comenzaron a temblar, y la taza repiqueteó ruidosamente sobre su soporte—. No. ¿Qué me va a pasar a mí?
El líquido estaba tan caliente que atravesó sin dificultad el grueso tejido de la falda para empapar las medias y arder sobre mis muslos, pero a pesar del agudo grito de dolor que brotó de mi garganta, lo que más lamenté fue el descontrol que había hecho posible que me tirara el café encima. Agustín, sin embargo, lo encontraba todo muy divertido.
—¿Te pido otro? —dijo entre carcajadas.
—¡Vete a la mierda! —me levanté, tan furiosa que, de nuevo, fui incapaz de prever que la inmediata consecuencia de mi gesto consistiría en el estallido de la loza sobre el suelo, donde se hizo añicos.
—Ahora pareces Peter Pan después de un aterrizaje defectuoso.
Las salpicaduras, de uniforme color marrón pero de todas las formas y tamaños posibles, que estampaban el delantero de mi falda, parecían efectivamente manchas de barro, y tuve que esforzarme por impedir que las lágrimas que ya asomaban a mis ojos no rebasaran la última frontera. Sin embargo, cuando salimos a la calle y escogió un tono apacible para contarme no sé cuál historieta de un amigo suyo del colegio que vivía por allí cuando ambos eran niños, y luego, mientras conducía camino del centro, tuve que admitir que él había tenido muy poco que ver en el origen y el desarrollo de aquella escena, aunque no quise indagar acerca de lo que me había ocurrido a mí, mucho más allá de la vulgar trampa de los celos ocasionales, y tampoco me pregunté por qué estaba cambiando de opinión sobre la marcha, y en lugar de dejarle en su casa y marcharme a la mía para no verle nunca jamás, como me había prometido a mí misma en el restaurante, aproveché un hueco providencial para aparcar y subí con él, utilizando el ruinoso estado de mi falda como pretexto, y no sé ni por qué, ni a quién, pretendía yo demostrar nada comportándome a continuación como lo hice.
—¿Te estoy haciendo daño?
Al principio pensé que estaba hablando en broma, pero la preocupación que reflejaba su cara era demasiado cercana a la angustia como para ser fingida.
—No.
—¿Estás bien?
—Sí —mentí, porque no me sentía bien, nada bien, aunque él no me estuviera haciendo daño—. ¿Por qué me lo preguntas?
—No sé, estás poniendo unas caras muy raras.
—¡Es que me gusta tanto…! —alargué deliberadamente la última letra para poner morritos, fingiendo que soplaba, una mueca que, desde que empezamos, había prodigado tan generosamente al menos como los frívolos alaridos guturales y las desmayadas caídas de pestaña, para mentir de nuevo, porque al obligarme a mí misma a actuar como suponía que lo habría hecho en mi lugar la mujer de cuero azul, me había obligado a la vez a estar consciente, pendiente de lo que sucedía en cada segundo, y para lograrlo, había tenido que desterrar mi propio cuero al purgatorio de los asuntos poco urgentes.
—Pues no lo parece.
Reduje el volumen de la banda sonora, pero no renuncié a ciertos gestos de repertorio, y cuando él se incorporó, los brazos rígidos, para mirarme, me pellizqué los pezones con dedos aparatosos, y le miré a los ojos mientras me lamía estúpidamente el labio superior, sin hallar allí sabor alguno. Luego eché la cabeza para atrás, y entonces dejé de notar su peso.
—Lo siento —escuché desde mi izquierda, y me incorporé para hallarle tendido a mi lado—. Me he quedado sin polla. No sé lo que te pasa, no lo entiendo, pero no me gusta —hizo una pausa y me miró—. No tengo nada en contra de la pornografía, de hecho consumo bastante, pero si te empeñas en montar un espectáculo en directo, como mínimo me gustaría cobrar.
Si me moví tan deprisa fue para ocultar las huellas de mi vergüenza, el sonrojo que me conquistaba como un virus contagioso, imparable. Sentada en el borde de la cama, de espaldas a él, me embutí rápidamente en las medias y me calcé los zapatos sin perder el tiempo en abrocharlos, luego me puse el jersey y, completamente vestida, me sentí algo mejor. Crucé por delante de la cama para ir al baño, recogí mi falda, que todavía estaba empapada, del radiador donde la había puesto a secar, la escurrí sobre el lavabo, y echando terriblemente de menos a Fernando, me pregunté por primera vez si amar a mi primo me habría resultado ahora igual de fácil que entonces, cuando lo único que me preocupaba era dejar de ser una niña. Encontré una bolsa de plástico en el armario que hacía las veces de cocina, y me asomé a la puerta del dormitorio para despedirme, las mejillas color púrpura, ardiendo todavía.
—Adiós.
Agustín me contestó cuando ya estaba guardando la falda en mi bolso.
—Ven aquí.
Me puse el abrigo despacio, respetando el ritmo que me imponía la desazón, pero cuando escuché el ruido de unos pies descalzos junto a la cama, aceleré todos mis gestos y no tardé más de un par de segundos en salir al descansillo y llamar al ascensor, después de salir de su casa dando un portazo.
Esperaba con impaciencia que la flecha roja, ascendente, cambiara de color cuando volvió a abrirse con la misma brusquedad, y su cabeza asomó tras la hoja, reflejándose nítidamente en los espejos que forraban las paredes. Mientras miraba a su izquierda, y luego a su derecha, para asegurarse de que estábamos solos, taconeé ruidosamente para animar al ascensor y lo único que conseguí fue que se parara en otro piso, activando el piloto de apertura de puertas. Entonces, él salió de su casa completamente desnudo y vino hacia mí. Seguí sus movimientos a través del espejo, y pude contemplar cómo me abrazaba por detrás mientras me hacía notar sin gran esfuerzo el relieve de su sexo resucitado contra la nalga izquierda, y sentí que tiraba de mí, y aún podía resistirme, mantener los ojos abiertos, pero entonces utilizó un arma con la que yo no contaba.
—Ven aquí, zorra.
Aquella palabra acabó conmigo. Cerré los ojos y me dejé hacer, mis pies desanduvieron sin querer el camino que habían recorrido antes, mi cuerpo viajó entre sus brazos como un peso muerto, ligero para él pero aplastante para mi voluntad, y mi espalda no fue consciente de estar cerrando la puerta cuando me apoyó contra ella. Resbalamos juntos para conquistar el suelo y no abrí los ojos, no despegué los labios, no dije nada, y apenas hice más movimientos que los imprescindibles, hasta que mis labios empezaron a temblar, y se contrajeron solos un par de veces.
—Ahora sí —escuché como en sueños.
Y entonces chillé, chillé mucho y muy alto, durante mucho tiempo.
Al principio no tenía ni idea de lo que estaba pasando, no sabía cuán hondo era el abismo en el que me precipitaba tan gozosamente, ni intuía hasta qué punto eran escarpadas esas paredes que me llenarían el alma de arañazos. Al principio, todavía cometía la locura de obedecer a mi cuerpo y no me sentía culpable de nada.
A caballo de aquella palabra tan aparentemente trivial —una simple combinación de fonemas que yo había dicho y escuchado miles de veces, siempre aplicada a un idéntico campo semántico que, de repente, ya no me parecía el mismo—, empecé a sospechar que tal vez mi naturaleza no fuera un reflejo, sino el único y genuino origen de todas las buenas, y de las malas artes, y entonces, apenas veinticuatro horas después de escucharla, me sometí a una inocente prueba que resultó definitiva. Había pensado en ello durante todo el día, y aún no me había atrevido a decidir si aquel descubrimiento sería para bien o para mal, aunque no podía ignorar el escalofrío de placer que se helaba en mi espalda cada vez que recuperaba en la memoria la voz de Agustín, consumiéndose como una vela exhausta mientras me llamaba, ven aquí, zorra, cuando Reina salió a dar una vuelta y me quedé sola en la habitación. Entonces, sin pararme a pensar mucho en lo que hacía, me puse, de espaldas al espejo, uno de los trajes que ella había barajado sin decidirse a escogerlo y que había tirado antes sobre la cama. Los pantalones, grises con rayitas blancas, como de gángster, eran de franela y picaban un poco, pero se ciñeron a mi cintura mucho mejor que la americana, que me abroché sobre una de mis propias camisetas, porque sólo habría logrado entrar en una de las blusas de Reina en una película de ciencia-ficción. Estaba a punto de darme la vuelta para descubrir el resultado, cuando me di cuenta de que estaba descalza, y decidí jugar limpio. Cerré los ojos para acercarme al armario e introduje mis pies en dos mocasines negros, volviendo al punto de partida mientras me mentalizaba para la experiencia y me prometía a mí misma juzgar con imparcialidad, eludiendo todas las trampas, pantalones necesariamente cortos y chaqueta, además, necesariamente estrecha, pero no sé si lo conseguí porque apenas pude mantener los ojos abiertos un par de segundos.
Mientras me desnudaba a toda prisa, intenté recordar si alguna vez en mi vida me había visto igual de horrenda y no lo conseguí. Sabía que si el traje hubiera sido de mi talla, los resultados habrían mejorado mucho, pero sentencié de todas formas que aquel estilo no había sido creado para mí, y entonces regresé al armario. En la última percha, más lejos incluso que las faldas escocesas que me habían correspondido en los sucesivos repartos, reposaba, desde la noche de los tiempos, un viejo vestido de fiesta de Magda, que por su color y su tejido —raso rojo— mi madre había juzgado especialmente apropiado para confeccionar la túnica de monaguillo que Reina debería haber llevado en una función de Navidad del colegio, y que al final no hizo falta destrozar, porque en el último reparto de papeles, mi hermana se alzó con el papel de angelito, como siempre, y a mí, por tener estos labios que tengo, me tocó hacer de Rey Baltasar, también como siempre. Lo saqué del armario con cierta aprensión, como si tocarlo fuera un acto impúdico, y cuando ya tenía los pies dentro, estuve a punto de no seguir, pero lo hice, de espaldas al espejo, igual que antes. Al encajarme las hombreras en su sitio, miré hacia abajo y vi que la tela flotaba, fofa, alrededor de mi cintura, pero a medida que conseguía ir subiendo la cremallera, pese a la forzada posición de mis brazos, el vestido se fue ajustando a mi cuerpo como una funda hecha a medida. Cuando terminé, me di cuenta de que todavía iba calzada con los mocasines negros que había sacado antes del armario pero, aunque me los quité, no fui a buscar otros zapatos, porque ya intuía que no los necesitaba.
El espejo me devolvió una imagen tan esplendorosa —pechos redondos, cintura estrecha, caderas curvas, vientre plano, piernas largas: yo—, que verme me dio vergüenza, pero a pesar de la presión que torturaba mis sienes, no era capaz de dejar de mirarme. El escote, un pentágono invertido, como los que le gustaban tanto a Eva Perón, descubría una grieta que parecía haber sido sombreada entre la piel oscura con un lápiz graso y la perversa intención de proclamar que mis pezones eran de color violeta, y la falda se arrugaba a ambos lados en dos engañosos drapeados que no pretendían subsanar, y no subsanaban, la tensión de la tela sobre mis muslos, y sin embargo, todo estaba bien.