Malena es un nombre de tango (51 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—¿Quieres tomar una copa en mi casa? — me dijo en cambio, mientras yo intentaba ahogar esa voz sincera y odiosa en la divina dulzura de un tocinillo de cielo hecho a mano—. Es que detesto ir de bares los sábados por la noche, todos los sitios están llenos, tardas un siglo en llegar hasta la barra y hay tanto ruido que no se puede hablar. Aunque, si prefieres, podemos ir a alguna parte…

—No —sonreí—. Vamos a tu casa, está bien.

Vivía muy cerca de allí, en la calle León, al lado de Antón Martín, en un edificio de apartamentos muy moderno, cuya estrecha fachada de funcional vulgaridad destacaba como un grano purulento en las aceras flanqueadas por grandes casas de vecinos de siglos pasados, como feroces tiburones dispuestos a devorar a tan mezquina intrusa con las hondas y oscuras fauces emboscadas en sus portales. Cuando activó un pequeño dispositivo de mando a distancia para abrir la puerta del garaje desde el coche, pensé que aquel lugar no me gustaba —me habría hecho más gracia que viviera en la casa contigua—, pero tampoco me disgustaba especialmente —un apartamento en la calle Orense habría sido mucho peor—, y me dije que tal ambigüedad amenazaba con erigirse en la única norma vigente aquella noche. No fue así, sin embargo.

Los acontecimientos se desencadenaron de acuerdo con una pauta tan previsible, que tuve la sensación de haber leído todo aquello alguna vez, en alguna revista femenina de esas que hojeaba en la peluquería, cuando iba con mamá a cortarme las puntas. Aparcamos el coche en una plaza especialmente reservada para él, la matrícula pintada en la pared con grandes caracteres de molde, y montamos en un ascensor que conducía directamente a las viviendas. Pulsó el botón del séptimo y me estremecí, siempre me estremezco cuando estoy sola con un hombre que me gusta en un ascensor, incluso cuando es un vecino y le veo todos los días. Desde entonces, él dispuso de ocho pisos para abalanzarse encima de mí sin darme explicaciones, ocho pisos para besarme, para abrazarme, para sobarme, para subirme la falda hasta la cintura y aplastarme contra la pared, ocho pisos, ocho, y los desperdició todos. Yo, el cuerpo tenso, erguido, casi desafiante, pegado al espejo, podría haber dado el primer paso, como otras veces, pero no lo hice, porque no sentía la necesidad de hacerlo y porque, aunque en aquella época me habría dejado degollar para desangrarme lentamente antes que admitirlo, ya sabía que, por una razón sumamente irritante, aquello no me hacía ni la cuarta parte de gracia cuando era yo la que empezaba.

—¿Te apetece bailar?

Eso fue todo lo que se le ocurrió decir cuando, tras introducirme en su apartamento, una miniatura muy bien distribuida en relación con su superficie, que no debía de sobrepasar los cuarenta metros cuadrados, y después de haber cumplido con los inevitables trámites previos —colgar su abrigo en el perchero, encender luces indirectas, apagar las directas, y poner música—, comprendió que ya, inevitablemente, tenía que decir algo.

—No —contesté, y me quedé con ganas de añadir, te vas a tener que exprimir un poco más el coco, ricura.

—¿Y una copa? — sonreía a pesar de que sus mejillas se habían puesto coloradas, pero hablaba muy bajo, casi en un susurro—. ¿Quieres…?

—Claro —yo también sonreí. Estaba dispuesta a facilitar las cosas—. A eso hemos venido, a tomar una copa, ¿no?

No había mala intención en mi ironía, si acaso una sugerencia blanda, amable, una invitación para cualquier signo de complicidad, pero él se sonrojó todavía más, y entonces me pregunté si no estaría pidiéndole peras al olmo. Cuando volvió con las copas se sentó a mi lado, en el sofá, y bebimos en silencio. Estaba a punto de confesarle que me encantaría bailar cuando, en un rasgo de inusitada audacia, se agachó para cogerme de los tobillos y, sin considerar que me estaba desequilibrando, atravesó mis piernas sobre las suyas.

—¿Te dejan marcas? —me preguntó, enganchando un dedo en uno de los agujeros de la malla y tirando del tejido hacia sí, como si pretendiera mirar a su través.

—Sí. ¿Te gustaría verlas?

El asintió, y yo me quité las medias sin permitir que me ayudara. Recordé una situación semejante, un polvo accidental, imprevisto, no me acuerdo del nombre de aquel sujeto y ni siquiera estoy segura de haberlo sabido entonces, cuando salí con él a la calle, una hora después de haberle conocido, tres cuartos de hora después de haber percibido hasta qué punto se adensaba el aire, cómo se convertía en una especie de fluido gaseoso, irrespirable de puro espeso, cuando mi cara se acercaba a la suya, un cuarto de hora después de haber respondido a su provocación, la complacida insolencia con la que parecía estar esperándome, los codos apoyados en la barra, el cuerpo arqueado hacia delante, el tacón de una horrorosa —deliciosa— bota campera de cuero repujado golpeando rítmicamente el suelo de linóleo hasta que me abalancé sobre él para besarle, era músico, sólo recuerdo eso, y que cuando llegamos a su casa me preguntó si la costura de las medias me dejaba marcas, y le contesté que sí, y me dijo que le gustaría verlas, y me las quité sin su ayuda, igual que ahora, pero él se arrodilló delante de mí, que estaba sentada en un sillón sin saber muy bien qué otra cosa hacer, y levantó mi pie derecho del suelo, estirando luego completamente mi pierna para reseguir la marca de la costura con la punta de la lengua, desde el muslo hasta el talón, y yo me derretí, me derretía. Pero Santiago no prestó, al cabo, demasiada atención a la geométrica colmena que la red de hilos de algodón había estampado sobre mi piel, y conservé la temperatura sin dificultad mientras él abordaba la conquista de mi cuerpo con espíritu de opositor, arriesgando lo justo, midiendo sus fuerzas, conservando en definitiva la compostura, hasta el punto de que cuando me descabalgó, con la misma educación con la que me había montado, no entendí bien qué estaba pasando. Hasta entonces había sido capaz de destripar punto por punto el trillado código que regulaba todos sus gestos, sus milimetrados y calculados avances, de cintura para arriba de pie en el salón comedor, de cintura para abajo en la cama, sin hablar, sin reírse, sin perder el tiempo, pero ahora ni siquiera podía adivinar en qué punto de la lección se había parado.

—¿Qué pasa? —pregunté, y él se volvió lentamente para sonreírme.

—Nada. ¿Qué va a pasar?

—¿No te vas a correr?

—¿Yo? Ya me he corrido.

—¿Queeé…?

Nunca me había pasado nada parecido, y tuve ganas de decirlo, de gritarlo, de tirárselo a la cara como un guante, pero mi rabia debió de materializarse, porque él se me quedó mirando con una expresión tan desamparada, tan equilibrada en angustia e ignorancia, un desvalimiento tal asomándose a sus ojos, que provocó en mí la que no sería más que la primera de una larguísima serie de derrotas.

—¿Qué te pasa? —tuve la sensación de que su voz llegaba hasta mis oídos por un milagroso azar, tan débil era su acento.

—Que no me he enterado.

—Bueno, yo tampoco me he enterado cuando tú te has corrido.

—Es que yo no me he corrido —si yo me hubiera corrido, pedazo de gilipollas, os habríais enterado a la vez tú, el vecino de al lado, el panadero de la esquina y un camión de bomberos que pasara por la calle tocando la sirena… Eso pensé, pero no dije nada.

—¡Oh, vaya! Lo siento, pero no creo que importe mucho, ¿no?, eso pasa muchas veces, al principio.

—Ya.

—¿Estás enfadada conmigo?

—Mira, tío —me senté sobre la cama y empecé a gesticular violentamente con las manos, como si pudiera expulsar así, en un momento, los sapos que se paseaban por mis tripas—, a estas alturas, una ya está resignada a no tener entre las piernas la cueva de Alí Babá, ¿sabes?, pero es bastante desagradable… Ahora me siento igual que una máquina tragaperras de las de los bares, es como si… —le miré, y desistí—. ¡Bah, déjalo, seguro que no lo entiendes!

—¿Habrías preferido que chillara? —y lo dijo como si jamás lo hubiera creído.

—¡Sí! Habría preferido que chillaras, que gimieras, que lloraras, que rezaras, que llamaras a tu mamá, que me pegaras una patada, que gritaras ¡hala, Madrid!, lo que fuera, tío, pero ¿es que no lo entiendes?

—No —confesó, y cambió de posición, tumbándose sobre un costado al principio para ovillarse después alrededor de mi cuerpo, su cabeza reposando contra mi vientre, sus brazos estrechando mi cintura—. Y además no creo que importe. Me gustas mucho, Malena, me gusta estar aquí contigo…

A veces, cuando rompía con un tío, o cuando por fin volvía a casa después de una noche como aquélla, rasgaba con mucho cuidado el papel de un cigarrillo fabricado en Canarias con tabaco cultivado en La Vera de Cáceres, vertía su contenido en la palma de mi mano, y lo aspiraba, y me preguntaba por qué se había vuelto todo tan difícil. Eso es lo que debería de haber hecho aquella noche, mientras Santiago se apretaba contra mí con el aire de un huérfano repentinamente recobrado, pero su silencio me devolvió las palabras del Fernando más heroico, el más adorable, el más duro y el más dulce, y cerré los ojos, apreté los párpados con todas mis fuerzas hasta que la comezón de mis pupilas me obligó a abrirlos de nuevo, repitiendo por instinto el mismo gesto en el que busqué valor durante una remota madrugada de verano, antes aún de saltar de la cama para hacer lo que debía hacer, lo que sentía que tenía que hacer, en una hora calurosa y calma, como era yo en aquel tiempo.

Me desplacé con sigilo, sobre las puntas de los pies, para no despertar a Reina, y moví el picaporte tan despacio que casi sentí cómo se me dormían los dedos que empuñaban la manilla. Dejé la puerta abierta, para no correr riesgos, y tardé una eternidad en recorrer la escalera, evitando con cuidado los peldaños que crujían, aunque me equivoqué un par de veces porque tenía que contar al revés, en sentido rigurosamente inverso al que guiaba mis pasos todas las noches. Cuando llegué al recibidor me miré en el pequeño espejo cuadrado del perchero de hierro pintado de verde. Llevaba un camisón blanco sin mangas, largo hasta los pies, y tenía el pelo revuelto, de dar vueltas en la cama durante horas, fingiéndome dormida. Encajé una zapatilla en el quicio de la puerta para evitar que se cerrara y lamenté su ausencia por anticipado, pero salí al porche, y bajé cinco escalones, y anduve sobre la grava, sin notar siquiera el filo de un guijarro, como si caminara encima de una nube.

Fernando me estaba esperando en la puerta de atrás. Al distinguir su silueta tras la verja, me dije por última vez que todo aquello era una locura. No había ningún motivo para correr tantos riesgos, no era sensato adoptar un plan tan descabellado en pos de un beneficio tan trivial. Cuando, a cambio de la piedra de Rodrigo, que sin embargo ya era suya, prometí solemnemente que le metería en la Finca del Indio como fuera, yo pensaba más bien en un acto público, tal vez hasta anunciado con la debida anticipación, una comida sorpresa, como aquella que Miguel organizó para Porfirio, o una vulgar mañana de piscina, todo un pretexto, tan inocente que no consintiera oposición alguna, pero él se negó, rechazo todas mis propuestas, y se mantuvo firme en su propósito de robar esa visita en nuestra última luna llena, para hacerlo con premeditación, nocturnidad y alevosía. Desde que había fijado la fecha, cuarenta y ocho horas antes, yo vivía agarrotada de miedo, y aunque evitaba deliberadamente calcular lo que ocurriría si surgiera cualquier contratiempo, un imprevisto tan vulgar como que alguien se despertara con dolor de cabeza en medio de la noche y decidiera ir a buscar una aspirina, estaba aterrorizada, paralizada, enloquecida de miedo. Sin embargo, cuando abrí la puerta y le dejé entrar, ese pánico cesó de repente, y una emoción inmensa ocupó su lugar, y todos los huecos libres que aún quedaban dentro de mi cuerpo.

Fernando rozó mi frente con sus labios y se adelantó en dirección a la casa, pero cuando yo todavía no me había movido, sorprendida por la liviandad de aquel saludo, una recompensa tan mezquina para mi arrojo, volvió sobre sus pasos, me miró, y me besó en la boca. Entonces me di cuenta de que estaba nervioso, y sospeché incluso que quizás, aunque por motivos bien distintos, tenía tanto miedo como yo. No dijimos nada al ponernos en marcha, y cuando empujé la puerta, poniendo la vida en no hacer ruido, crucé con él una mirada tan profunda que tampoco fue preciso decir nada. Le invité a pasar con un gesto de la mano y él atravesó el umbral delante de mí y siguió andando, deteniéndose a cada paso para reconocer una esquina, una grieta, una moldura, todos los detalles, los objetos que su padre le había descrito de niño, cuando le llevaba de excursión al monte para enseñarle de lejos aquella casa a la que estaba condenado a no entrar nunca. Yo le seguía en silencio, inclinando la cabeza de vez en cuando para contemplar su rostro a la luz de la luna, y no lograba descifrar su expresión, pero si él hubiera querido mirarme, quizás habría interpretado sin esfuerzo el temblor que agitaba mis labios de india, porque estaba a punto de echarme a llorar sin saber por qué.

Recordaré siempre aquel llanto íntimo, tibio y oscuro, antagónico del aplomo de Fernando, la decisión con la que abría puertas, la seguridad con la que se orientaba a ciegas en los pasillos interiores, la arrogancia que envolvía todos sus gestos, como si aquélla fuera su casa y no la mía. Le seguí hasta la cocina, entré tras él en la despensa, rodeé con pasos lentos, de turista perplejo, la gran mesa de mármol en la que desayunaba todas las mañanas, me asomé al porche trasero como si jamás lo hubiera visto, y siempre detrás de él, desanduve el camino que había andado hasta que, al hallarnos delante del salón, me cedió el paso, como si no se atreviera a tocar esa puerta, la única que podía esconder algún objeto personal de los habitantes de la casa, porque habíamos convenido de forma tácita en que aquella excursión se limitaría forzosamente a la planta baja, la única donde nunca dormía nadie.

Al franquear su entrada a las tres grandes, imponentes estancias, que cimentaban la fama de gran mansión de la que la Finca del Indio gozaba en toda la comarca, me dije que su aspecto no debía de haber cambiado mucho desde 1940, cuando su padre jugaba con soldados de juguete entre las patas de las sillas, porque los muebles, que en su mayor parte parecían al menos tan viejos como nuestro abuelo, no habían sido cambiados de sitio ni una sola vez desde que yo era capaz de recordarlos, y las aportaciones modernas eran mínimas. Tal vez ese detalle, al que se podría achacar la irrespirable atmósfera de aquella zona, era incluso más culpable de la paulatina metamorfosis de la gran sala de juegos de la primera planta en el auténtico cuarto de estar de la casa, que la tajante negativa de mi abuela a instalar una televisión en el salón, entre las macizas sillerías de caoba y los ligeros veladores de madera taraceada que Fernando recorrió con una mirada desdeñosa, como si su belleza defraudara la nostalgia de un niño expulsado del Paraíso, o como si, tal vez, en contra de cualquier expectativa, fuera capaz de superarla brutalmente. La luz se filtraba tras los ventanales que, cada pocos metros, reemplazaban por completo un tramo de pared, desvelando para mí un escenario magnífico que nunca hasta entonces había contemplado en aquella penumbra lunar. Me senté en el respaldo de un sofá y seguí sólo con la mirada la figura de mi primo, mientras me daba cuenta de que nunca, tampoco, hasta aquella noche, había sido tan consciente de que Fernando fuera de verdad mi primo. El avanzaba muy despacio, registrando cada detalle, por nimio que pareciera, con más atención de la que había mostrado antes, y a pesar de que la doble puerta que separaba el salón de la biblioteca estaba completamente abierta, se detuvo un instante y paseó sus ojos por el dintel, como si necesitara asegurarse de que existía antes de seguir. Luego, después de examinar el contenido de algunos estantes, giró a la izquierda y le perdí de vista durante algún tiempo. La disposición del espacio convertía la biblioteca en el vértice de una inmensa L, en cuyos brazos estaban respectivamente situados el salón y el comedor. Deduje, por el mortecino eco de las suelas de goma de sus zapatillas, que mi invitado se había dirigido a esta última habitación, y esperé serenamente su regreso. No había registrado todavía ningún indicio de que alguien más pudiera estar despierto en aquel momento dentro de la casa, y me había abandonado al apacible vértigo de una pirueta con red, desprovista de peligro, como si sus riesgos se hubieran disuelto para siempre en el silencio que nosotros habíamos invocado con silencio.

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