—Pero tú no tuviste la culpa, abuela.
No me contestó al principio, y siguió encogida, ovillada alrededor de sí misma, moviendo solamente las puntas de los pies. Luego se estiró muy despacio, como un niño que se despereza, hasta recuperar la postura de siempre, la espalda muy erguida contra el asiento, y me miró por fin.
—Sí que la tuve.
—No. No fue culpa tuya. Tú hiciste lo que creías que tenías que hacer igual que él, cuando le nombraron. Fuiste valiente, abuela, y él lo sabía, sabía que tú no tenías culpa de nada, seguro. La culpa fue del Paco ese, que se marchó sin decirlo.
—Todos tuvimos la culpa, todos. Yo, desde luego, por mucho que digas, y él mismo también, que se lo buscó aceptando aquel puesto. Porque si no lo hubiera hecho, no habría pasado nada. Habríamos perdido la guerra igual, eso sí, nos habríamos empobrecido, y nos hubiéramos tenido que exiliar, o quizás no, pero no habrían tenido nada contra él, no habrían podido hacerle nada, y a lo mejor, estaría vivo todavía, vete a saber… Pero en el fondo tienes razón, porque si mi cuñado no nos hubiera vendido como lo hizo, a lo mejor todavía estaríamos todos juntos, y vivos, en otra parte, o habríamos vuelto aquí, como han vuelto ellos ahora, entre aplausos y bendiciones, y con una pensión del Estado. El otro día, hace cuatro, o cinco meses, Elena me llamó, tuvo los santos cojones de descolgar y llamarme por teléfono. Ha pasado mucho tiempo, me dijo, desde la última vez, eres la única familia que tengo, y me ha hecho tanta ilusión volver a Madrid… Yo al principio estaba tranquila, ¿sabes?, me lo estaba esperando, desde que lo leí en el periódico, que Paco volvía, y estaba tranquila, pero de repente me subió a la boca un sabor muy viejo, un sabor a podrido que ya se me había olvidado, fue sólo un momento, como una náusea, pero me di cuenta de que la lengua me sabía a lentejas, lentejas, lo has tenido que leer, o verlo en el cine alguna vez, lo último que se acabó en Madrid fueron las lentejas, comimos lentejas todos los días, durante meses enteros… Entonces perdí los nervios. Y eso que siempre supe que ella quería llamar, que no fue la mayor culpable, que el peor fue su marido. La muchacha que tenían, que no se quiso ir, me lo contó después, que mi hermana ya había cogido el teléfono, que iba a llamarnos, pero su marido le quitó el auricular de las manos. No, Elena, le dijo, no les llames. Jaime es muy famoso, su cara ha salido muchas veces en la prensa, puede reconocerle alguien, cualquiera. Es peligroso, si pasara cualquier cosa, sería demasiado peligroso, correríamos un riesgo mortal. Y mi hermana colgó. Y se fueron a Francia. Y detrás del último coche que salió con el suyo, nuestros soldados se retiraron, abandonando la única carretera que seguía abierta para nosotros. Y Madrid se convirtió en una ratonera, mientras tu abuelo y yo estábamos durmiendo.
—¿Y qué le dijiste tú a Elena, abuela?
—¡Uf! Nada. Burradas. Barbaridades, yo qué sé, me puse histérica, lo reconozco, histérica perdida, la asistenta, que me estaba escuchando, no se lo podía creer… ¿Es que no puedes perdonarnos?, me preguntó al final, y contesté que no, nunca, jamás, ni aunque viviera un centenar de siglos. Me moriré maldiciéndoos a los dos, dije, y te maldigo ahora, escúchame bien, maldita seas, Elena Márquez, por haber sido indigna de tu padre y de tu madre, de los apellidos que te dieron cuando naciste, y del muerto que llevas sobre tu conciencia… Ella se echó a llorar, y la mandé a la mierda —hizo un puchero, como los niños pequeños, pero consiguió contenerse antes de estallar—. Siempre se le dio muy bien llorar, a Elenita, era de lágrima fácil, ¿sabes?, tierna, blandita, y luego, por detrás, ¡zas!, hachazo, siempre lo mismo.
—¿Y por qué no lo cuentas?
—¿Qué?
—Lo que pasó. Tú eres historiadora, conoces a muchos profesores, ¿no?, los que escribieron el libro contigo, si eran comunistas en el 65, ahora tienen que ser importantes, conocerán gente, políticos, periodistas, tíos por el estilo. Cuéntalo, abuela, delátalos, la guerra se ha puesto de moda, hay historias de aquella época por todas partes. Manda una carta a los periódicos y todos la publicarán, seguro, y acabarán escribiendo artículos sobre ellos, saldrán en las revistas, les harán fotos, y nadie les volverá a aplaudir, y el Estado les quitará la pensión. Se tendrán que volver a Francia, abuela, volverse a Francia o irse al infierno, la gente les escupirá a la cara, nadie les saludará, ni siquiera los franquistas, porque no son más que unos cobardes de mierda, unos cobardes y unos traidores, y ellos mataron a tu marido. Cuéntalo y que todo el mundo lo sepa, que se enteren de la verdad. Jódelos vivos, abuela, vivos, machácalos para siempre, ahora que puedes…
Me miró con extrañeza, como si le costara trabajo reconocerme, admitir el imprevisto cambio de papeles que alteraba de repente una escena tan larga y tan estable, porque ahora era yo la que estaba inclinada hacia delante, elevando la voz, pegando puñetazos sobre una mesa, el rostro enrojecido por la rabia, las venas tiesas, mientras ella me miraba, extrayendo sólo serenidad del desafuero de mis palabras.
—¿Y para qué iba a hacer eso? Y ahora, precisamente, después de tanto tiempo…
—¿Pues para qué va a ser? — y entonces, por un momento, mi indignación se volvió contra ella—. ¡Para vengar a mi abuelo!
Cabeceó lentamente, de un lado a otro, como si estuviera mucho más cansada que antes, a punto de morirse de cansancio, y cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono nuevo, frío, mecánico, como si alguien la hubiera puesto en marcha metiendo una moneda en la imaginaria ranura de su memoria.
—No te va a servir de nada, Malena, porque no hay remedio, este país está podrido, Jaime lo decía, que está condenado desde que lo hicieron, así que no te va a servir de nada, pero de todas formas, te lo voy a contar, te voy a contar de una vez cómo murió tu abuelo… Franco ya estaba aquí, estaba aquí, todos lo sabíamos. Mi hermana se había marchado hacía semanas, el invierno se estaba acabando, y la guerra también. Una mañana, cuando me desperté, tu abuelo no estaba en la cama. Todos los juzgados, por supuesto, estaban cerrados, ya no trabajaba nadie, y me asusté mucho, no sé por qué, fue como si presintiera lo que había pasado. Me levanté y me vestí a toda prisa, y me encontré con Margarita, aquella muchacha que estuvo conmigo cuando lo del aborto, llorando, sentada en una butaca del salón. Tu abuelo había llamado por teléfono a un amigo suyo cuando amanecía, y la despertó sin querer. Había escuchado la conversación a trozos, y al principio no quería decir nada, pero terminó contándomelo todo, tenía demasiado miedo, pobrecilla, puedo oírla todavía… Jaime había dicho que ningún hijo de puta le iba a poner contra una pared, enfrente de un pelotón de hijos de puta. Que él estaría muerto, y lo sabía, pero que moriría embistiendo, como los toros bravos. Eso era lo que tenía pensado hacer y eso fue lo que hizo. Se fue al Clínico, ¿me oyes?, al frente. Cuando todos se marchaban corriendo, en desbandada, él llegó hasta las trincheras, pidió una metralleta y empezó a disparar. Supongo que disparó durante cuatro o cinco minutos, quizás ni eso, hasta que lo mataron. Así murió tu abuelo. Un mártir de la razón y de la libertad. Todo un héroe de guerra. Ya puedes estar orgullosa.
—Y lo estoy. Porque era un hombre de una pieza. Y porque es mejor morir de pie…
Nunca llegué a terminar esa frase. Mi abuela se levantó del sillón con una agilidad que jamás hubiera sospechado, y cruzó el salón en dos zancadas para llegar a darme una bofetada a tiempo.
Luego, de espaldas a mí, empezó a recoger sus cosas. Mullió el sillón, vació el cenicero, reunió su mechero con el tabaco, desapareció un minuto en dirección a la cocina y volvió con un vaso de agua. Era su manera de castigarme, de anunciar que nos íbamos a la cama. Me levanté yo también, fui hacia ella y la abracé, mientras pronunciaba unas disculpas que no tenían ningún sentido para mí, arrepintiéndome en falso de una falta que no había creído cometer.
—Lo siento, abuela, lo siento —y entonces mentí—. No sé por qué he dicho eso.
—No importa. Eres demasiado joven para darte cuenta. Perdóname tú a mí, más bien. No tendría que haberte pegado, pero es que nunca he podido soportar esa frase, nunca, no puedo escucharla con serenidad, me pone los nervios de punta… Tu abuelo y yo solíamos hacer una broma parecida, nos reíamos de las consignas de los legionarios, nadie que grite ¡Viva la muerte! se merece ganar una guerra, decíamos, y ya ves tú, ya ves, lo listos que fuimos.
Cogidas por la cintura, nos dirigimos hacia la puerta del salón.
—Lo peor fue que no se despidiera de ti, ¿no? —dije casi para mí, pensando en voz alta.
—Sí que lo hizo. Yo no me di cuenta, pero sí lo hizo. Cuando Margarita me contó lo que había pasado, salí a la calle y fui a buscarle, pero a mí ya no me dejaron llegar al frente. Había una confusión inmensa, todo el mundo gritaba a la vez, se oían muchas órdenes, e inmediatamente después, contraórdenes que las anulaban, y órdenes nuevas, contradictorias, nadie sabía ya qué hacer, cómo salvarse, todavía no comprendo cómo pudo él colarse dentro… Quería verle, aunque fuera muerto, verle, pero no lo conseguí. Fui andando y volví a casa igual, una caminata larguísima, aunque no me cansé, eso sí que lo recuerdo, lo he pensado luego, muchas veces, cómo pude haber andado tanto, embarazada de seis meses, sin cansarme, y no lo sé, no lo entiendo. Las calles estaban vacías, pero me crucé con dos o tres personas que me miraron como si estuviera loca, porque había empezado a sangrar sin darme cuenta, tenía la falda empapada de sangre, iba dejando un charco a cada paso, y no sentía nada, nada, casi era agradable andar mientras todos corrían a sus refugios. Las sirenas sonaban en falso, ya ni siquiera había bombardeos, no hacían falta, pero yo no lo sabía, ahora me tirarán una bomba, pensé un par de veces, ahora me estallará una bomba encima, y caeré al suelo, y estaré muerta… Pero ninguna bomba me alcanzó, y llegué a casa. Margarita me metió en la cama vestida y todo, porque yo no tenía fuerzas ni para desnudarme siquiera. Lloré mucho tiempo, y luego me dormí, y dormí casi tres días enteros. Creí que me habían dado algo, cualquier calmante, para adormecerme, y obedecía, porque eso era lo más fácil, dormir. Me despertaba de vez en cuando pero, como todo estaba cerrado, no podía saber si al otro lado del balcón hacía sol o era de noche, y estaba agotada, muy cansada, tenía sueño, y me dormía otra vez… Hasta que me despertó un alboroto tremendo, que parecía no acabarse nunca. Se oían gritos, y canciones, y los coches circulaban otra vez, podía escuchar el ruido de algún motor, y el eco de las ruedas sobre el asfalto, y carreras, risas, como si la gente hubiera vuelto a salir a la calle… Franco había entrado en Madrid, se había terminado la guerra. Me levanté, abrí el balcón y miré fuera, y quise volver a dormir, pero ya no pude. Entonces vi un papel en el suelo, y antes de leerlo, supe que era la despedida de Jaime, porque las letras estaban desfiguradas, como si las hubiera escrito mientras le temblaba el pulso. Era un mensaje muy corto, sin firma. Adiós, Sol, amor mío. Eres el único Dios que he conocido nunca.
Al final, una insuficiencia respiratoria, hija de aquel enfisema pulmonar cuya existencia ella jamás quiso tener en cuenta, se llevó a mi abuela Soledad con un cigarrillo entre los labios y setenta y un años a cuestas, en la ignorancia de que, igual que había perdido todos los trenes, perdía también la última guerra, rindiéndose sólo un par de semanas antes de que su cuñado Paco muriera repentinamente de un infarto. La noticia nos pilló por sorpresa mientras tomábamos café, y la televisión, encendida, se llenó de banderas rojas, gestos de dolor, sinceros o teatrales, y los semblantes graves, profundos, de los políticos profesionales. Elenita, a quien yo jamás había visto en persona, lloraba copiosamente, cubriéndose la cara con las manos, en un interminable primer plano. «La Almudena se ha llenado de gente», comentaba una voz en off, rezumando esa cursilería barata a la que los medios de comunicación de la época recurrían siempre que les parecía rentable añadir una corona de laurel al coche fúnebre, «que ha acudido a dar su último adiós al amigo y al compañero, al trabajador incansable y al luchador tenaz, a uno de los más destacados defensores de la justicia y la libertad…». Entonces mi padre tiró del mantel, y el estrépito de las tazas de porcelana al estrellarse contra el suelo acalló por un instante el monótono eco del homenaje oficial. Reina, que no entendía nada, se levantó y se fue, reaccionando como lo hacía siempre frente a los estallidos de violencia de mi padre, pero mi madre, que se levantó enseguida con el mudo pretexto de salvar un azucarero de plata que se había abollado aparatosamente mientras se paseaba por el salón, dando tumbos, no dijo nada. Cuando se sentó, la voz en off aún no había terminado. Tras restar cortésmente importancia a una brillante carrera política en el Comité Ejecutivo de su partido en el exilio, concluyó afirmando, a modo de resumen, que «quien ha recibido sepultura esta mañana, en la ciudad que tanto amó era, sobre todo, un hombre bueno…».
El entierro de mi abuela no fue noticia en ninguna parte. Una hermosa mañana de invierno, fría y con sol, una pequeña caravana de cinco coches siguió su último rastro hasta el cementerio civil, donde la enterramos entre árboles viejos y tumbas florecidas, sin cruces y sin ángeles, sólo lápidas desnudas, como un jardín de mármol. No hubo ceremonia, más allá de los gestos rituales, puñados de tierra y flores frescas sobre la caja, y al margen de sus hijos y sus nietos, sólo asistieron dos historiadores barbudos de mediana edad, el director del instituto donde había dado clases, tres o cuatro antiguos alumnos de distintas épocas, uno de los dos hombres que habían convivido con mi tía Sol antes de que se casara con el tercero, y una mujer muy anciana, que había venido en autobús. Era la única que vestía de negro y se santiguaba todo el tiempo. Mi padre la reconoció enseguida, y me dijo que era Margarita, una antigua doncella de su madre.
Elena no vino. Tampoco llamó por teléfono, ni mandó una nota, aunque seguramente se tropezaría alguna vez antes de morir, casi diez años después, con la tumba de su hermana, contigua a la parcela donde reposaban sus propios padres. Si lo hizo, pudo leer un sencillo epitafio, «Aquí descansan Jaime Montero (1900—1939) y Soledad Márquez (1909—1980)». La mentira fue idea de mi padre. Sol añadió, debajo, el último verso de un soneto de amor de Quevedo.
Negro y blanco, sin ninguna mancha de color, el dormitorio de mi madre, negra y blanca la ventana: la nieve y los brotes de aquellos arbolillos, negro y blanco el cuadro —
El duelo
—, donde sobre la blancura de la nieve se cumple un hecho oscuro: el eterno hecho oscuro de la muerte de un poeta a manos de la plebe.
Pushkin fue mi primer poeta, y a mi primer poeta lo mataron.
[…] y todos ellos prepararon perfectamente a aquella niña para la espantosa vida que le estaba destinada.
Marina Tsvietáieva,
Mi Pushkin
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