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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (45 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—¿Quién le mató, abuela?

—Todos —me contestó, y jamás he vuelto a contemplar una cara más sombría—. Le matamos entre todos. Yo, tu padre, el gabinete de Guerra, el ministro de Justicia, la Segunda República Española, este maldito país, mi hermana Elena, mi cuñado Paco, y un soldado de Franco, o dos, o tres, o un regimiento entero que disparó a la vez, porque eso nunca lo he sabido…

No me atreví a preguntar nada más. Ella calló durante un par de minutos, y luego siguió hablando, vomitando más bien una pena agria y compacta, que poco a poco se fue reblandeciendo, hinchándose de rabia, volviéndose húmeda y fresca, más negra y más pesada, y agotándose al fin, muriendo de cansancio, para mostrarme entonces la cara del vacío, la desolación pura, esa que ya no cobija ninguna esperanza, ninguna tentación de violencia inútil, ningún fin, ningún sentido más allá de la arbitraria condena de quiénes padecen su existencia. Yo aprendí de lejos, al principio, atendí y retuve, como una alumna aplicada, preguntándome si todo aquello habría servido de algo, intentando averiguar por qué, de repente, aquella extraña muerte me era tan necesaria, por qué me rellenaba un hueco, por qué aumentaba el caudal de mis venas, por qué me endurecía y me completaba, pero sólo cuando pude verle, cuando distinguí la silueta de un hombre que andaba solo por la calle, llorando el llanto de una primavera muerta, y le vi llegar a la esquina de Feijoo, y torcer a la derecha, y perderse para siempre, sólo entonces me di cuenta de que ese caminante era el padre de mi padre, y la cuarta parte de mi sangre, y era yo, y con esa respuesta tuve bastante.

—No quiso hacerme caso, aquella vez no quiso. Solía escucharme, ya te lo he dicho, siempre tenía en cuenta mis opiniones, y yo se lo advertí, no sé por qué, pero aquella vez lo vi clarísimo, vi que aquel camino sólo nos llevaba a la ruina, y se lo rogué, se lo supliqué, se lo pedí por favor, mil veces, no aceptes ese puesto, Jaime… El no me contestaba, y yo seguía hablando sola, estrellando mis palabras contra sus oídos como se estrella una pelota contra una pared, y recuperándolas después, intactas, una vez, y otra, y otra, y otra. Pero ¿es que no ves que no lo quiere nadie?, le decía, tú no les debes nada, que nombren a uno de los suyos, uno de esos que han medrado a su sombra, pero a ti no… No debería haber aceptado, y él lo sabía, nunca tendría que haber aceptado, tenía miles de excusas para negarse, ni siquiera era fiscal, ¿sabes?, y yo hubiera hecho cualquier cosa para impedirlo, cualquier cosa, se lo pedí de rodillas, un montón de veces… Pero nada, él ni me miraba, y no me decía nada, nada, hasta que se puso de pie y me gritó, me gritó con auténtica violencia, como no me había gritado nunca. ¿Es que no te das cuenta?, me dijo, ¿o es que te crees que estamos jugando a la gallina ciega? Esto es una guerra y no están matando a la República precisamente, olvídate de eso y deja de llorar por la República, porque a quien están matando es a la gente, matan a la gente… Sus palabras me avergonzaron, y me callé. El me pidió perdón, me abrazó y me besó, y entonces adiviné que iba a aceptar, aunque sabía de sobra dónde se metía. Tres o cuatro meses antes, una noche cualquiera cuando nos fuimos a la cama, me dijo en voz muy baja, casi susurrándolo, que la guerra estaba perdida, que sólo quedaba esperar un milagro porque ya no había nada que hacer. Yo no quise creerle, porque las noticias no eran muy buenas, pero tampoco malas del todo, estábamos en el año 38, y yo creía, y lo creía sinceramente, que íbamos a ganar la guerra, todo el mundo estaba seguro, y todavía no era como después, cuando me levantaba por la mañana y me obligaba a tener fe, para no tener que pensar en lo que significaría la derrota, sobre todo desde que tu abuelo aceptó ese maldito puesto.

—¿Pero qué puesto era, abuela?

—Fiscal especial de Tribunales de Guerra. Con derecho a tratamiento de excelentísimo señor, eso sí, eso estaba muy bien especificado en el nombramiento, ya ves, si serían cínicos esos cabrones, y una panda de cobardes de mierda, que se lo tuvieron que pedir a él, a él, que se enfadó conmigo cuando los voté en el 36. Porque era independiente, le dijeron, porque conservaba íntegro su prestigio, porque nunca se había pringado en nada, porque era el mejor, maldita sea su estampa… El era el único capaz de llevar a cabo una misión tan delicada, sólo él podía moderar los excesos de la justicia militar, mantener el honor de la justicia civil, velar por la legalidad hasta su restablecimiento, eso le dijeron, y él no se lo creyó, pero aceptó, aceptó y sabía que todo estaba perdido, pero aceptó… Y se convirtió en el único civil vinculado a procesos de guerra, a los más sucios. Supervisaba los juicios contra civiles por delitos de rango militar, espionaje sobre todo, pero también extraperlo, contrabando y cosas así, y ni siquiera tenía que acusarles, sólo estaba allí en nombre del Ministerio, era el representante de la justicia civil, él no llegó a hacer nada porque no tenía que hacer nada, sólo mirar, escuchar e informar, y sin embargo… Tendrías que haber leído lo que esos hijos de puta escribieron sobre él después, cuando ganaron por fin este país de mierda, que es exactamente lo que se merecían, ni más ni menos que un montón de mierda. Verdugo le llamaron entonces, y criminal, y asesino de los héroes de la quinta columna, asesino… —entonces se levantó. Se levantaría muchas veces durante aquella noche, para dejarse caer sólo unos segundos después, desplomándose sin fuerzas sobre el sofá, con el gesto de quien arroja al agua un peso muerto—. ¡A pocos mataron!, ¿me oyes?, ¡a pocos! A más habría matado yo, con estas manos, y habría dormido de un tirón el resto de mi vida, te lo juro, igual de tranquila. Asesino… ¡Asesinos ellos, hijos de la gran puta, malditos sean! Y estaba muerto, desde principios del 39 estaba muerto, era un muerto que andaba, que comía, que se levantaba y que se acostaba, pero estaba muerto, muerto, muerto… Ahí, como solía decir él, se jodió el invento.

Todavía le quedaban lágrimas, y dos, gordas y torpes, se desprendieron lentamente de sus pestañas y rodaron hacia abajo, recorriendo sus mejillas con pereza para impresionarme mucho más que las palabras, más que los gestos, más que la rabia, y que esos juramentos asesinos en cuya autenticidad ni siquiera ella creía, porque podía concebir el rencor, después de tanto tiempo, podía imaginar el dolor, y el afán de venganza, y el valor de las deudas que no se cobran nunca, pero no el desamparo de aquel llanto lento y silencioso, la aterradora mansedumbre de ese llanto infantil que debería de haberse agotado ya antes de que yo naciera, mudándose en la fuerza, en la voluntad que ahora escapaba de su rostro para abandonarla al gesto inconexo y frágil de una niña sola, que no sabe por qué ha sido su pelota, entre los miles de millones de pelotas que hay en el mundo, la que se ha caído al río, la que se ha pinchado y se ha perdido, ese llanto tremendo de los inocentes lloraba mi abuela, todavía.

—Lo que no entiendo —me atreví a decir mucho tiempo después, cuando pareció calmarse—, es por qué no os fuisteis, por qué no os marchasteis a Francia, o a América.

—Eso también se lo dije —me contestó, moviendo la cabeza muy despacio—. Miles de veces se lo dije. Que se fuera, mientras estaba a tiempo, que se marchara con los dos mayores y me esperara en alguna parte, que yo me iría después, cuando naciera el niño, que tendrían que dejarme salir, más tarde o más temprano, porque no tenían nada contra mí, pero él no quiso hacerme caso, porque se fiaba de Paco, yo no, yo no me fié de él jamás, pero él confiaba en Paco…

—¿Quién era Paco, abuela?

—El marido de mi hermana. Era diputado, socialista. En la última fase de la guerra le nombraron director, o gerente, yo qué sé, lo máximo, mandamás del Canal de Isabel II. El se quedó en Madrid cuando se marchó el gobierno, tenía que quedarse, para garantizar el suministro de agua hasta el final, y Jaime le esperó. Esperó cuando sus propios jefes le aconsejaron que se marchara, esperó mientras nuestros amigos nos ofrecían sitio en sus coches para cruzar la frontera, esperó a Paco, nos iremos cuando se vaya Paco, decía.

—Y Paco no se marchó.

—¡Claro que se marchó! Pero se fue sin tu abuelo.

—Y tú…

—Yo estaba embarazada.

—De papá.

—Si… La verdad es que no lo queríamos, pobre hijo, porque dos eran bastantes, y cuando nació Sol, yo estuve a punto de morirme, pero en aquellos tiempos, cualquiera se acordaba de poner cuidado en eso… Fue mala suerte, eso sí, muy mala suerte, porque si llegamos a hacerlo veinte veces en seis meses, ya lo hicimos mucho. Era todo tan triste, tan negro, que no teníamos ganas de nada, y cuando pasaba, y salía bien, no nos andábamos con pamplinas, se había vuelto tan raro, aquello, como todo, todo se había enrarecido tanto, que para una cosa que nos recordaba los buenos tiempos… En fin, que me quedé embarazada, y yo siempre lo había pasado muy mal. Con Manuel me tiré tres meses en la cama, perdiendo sangre, y con Sol fue peor, mucho peor, el parto se complicó, la niña venía atravesada, y casi me quedo en una hemorragia. Cuando me dijeron que estaba embarazada otra vez, en plena guerra, me eché a llorar, estuve llorando en la consulta del médico, y por la calle, mucho tiempo, y no le dije nada a tu abuelo, porque estábamos casi en Navidad. Nosotros nunca habíamos celebrado la Nochebuena, pero sí celebrábamos mucho la Nochevieja, antes, cuando éramos jóvenes, y les poníamos reyes a los niños, que ya ves tú, qué absurdo, en el fondo era estúpido, porque no éramos creyentes y los críos no entendían nada, pero la noche de Reyes nos parecía bonita, y antes de la guerra la solíamos celebrar, así que no dije nada. Además, un ordenanza de los Juzgados le había prometido a tu abuelo que conseguiría un pollo, un pollo entero, ahora no parece mucho, y en casa cenábamos seis personas porque las muchachas no tenían adónde ir, pero entonces era una locura, un pollo entero para Nochevieja, y yo me dije, bueno, primero nos lo comemos, y luego veremos… Pero no hubo pollo, cenamos arroz con azafrán, me acuerdo muy bien, y peras, y tampoco entonces se lo dije a tu abuelo.

Hizo una pausa para encender el enésimo cigarrillo, pero la alargó mucho más de lo necesario, y cuando continuó, tuve la sensación de que le dolía cada palabra que pronunciaba.

—Ahí me equivoqué yo, y lo reconozco, metí la pata hasta el fondo, porque tendría que habérselo dicho, todo habría salido mejor, quizás así nos habríamos podido ir, pero yo… Yo pensé que tu abuelo ya tenía demasiados problemas, así que volví al médico por mi cuenta y le dije que quería abortar, y él me contestó que era imposible, que, desde luego, él no podía hacérmelo, que todos los hospitales estaban bloqueados, toda la anestesia estaba intervenida por el Estado, que sólo había camas, y medicamentos, y sangre, y antisépticos, para los heridos de guerra, y que con otra mujer a lo mejor se atrevería a intentarlo, pero que conmigo, con la historia que yo tenía, y con lo que había pasado en mi último parto, sinceramente, nunca lo haría. Además, ya estaba casi de tres meses, el asunto no era tan fácil, había esperado demasiado tiempo, estaba tan segura de que era imposible, de que, fuera lo que fuera, no era otro niño… El médico, que me conocía desde hacía diez años, me dijo que sería mejor que me resignara a tenerlo, que me metiera en la cama y esperara, y tenía razón, y él me lo advirtió, no lo intentes por otra vía, Solita, tú no, porque tú te quedas. Pero no le hice caso, y lo intenté.

—¿Cómo?

—A través de una vecina, que había sido actriz de revista antes de casarse, muy divertida. No éramos exactamente amigas, pero nos llevábamos muy bien, tomábamos café de vez en cuando, ella había abortado un par de veces, me lo había contado una vez, años atrás, y fui a verla. Ella me dijo que no me preocupara, que conocía a una partera estupenda, una mujer de su pueblo que llevaba toda la vida haciendo abortos, que trataría de localizarla y no habría ningún problema, excepto que querría cobrar. Yo le dije que cobraría, que no se preocupara, que vendería lo que fuera y la pagaría… Nos pusimos de acuerdo, y las cité una mañana, a las nueve, para que Jaime no se enterara de nada. Mandé a una muchacha con los niños a casa de mi hermana, y me quedé con la otra, que era de confianza, y ella me salvó la vida. Aquella mañana hubo bombardeo, me acuerdo perfectamente, las sirenas empezaron a sonar antes de lo corriente, a mediodía, más o menos, y a las tres de la tarde, cuando pararon, la pobre se fue corriendo a buscar a tu abuelo, y tardó una hora en encontrarlo, porque no sabía leer, y tenía que preguntarlo todo. Cuando Jaime llegó a casa, a las cinco y cuarto más o menos, yo estaba inconsciente, en la cama, con las sábanas empapadas, desangrándome. Aquella mujer se había esfumado, salió corriendo en pleno bombardeo al ver el estropicio que había organizado, cuando la muchacha, que estaba nerviosísima, la amenazó, advirtiéndole que mi marido era abogado. Ni siquiera sé lo que me hizo, no quise mirar, pero a veces, en sueños, todavía escucho su voz, tranquila, bonita, tranquila, me decía, aguanta un poco más, muy bien, preciosa, muy bien, ahora te va a doler un poco… Por el acento era andaluza, eso es lo único que sé. Jaime la buscó por todo Madrid durante tres meses largos, los que le quedaban de vida, para meterla en la cárcel, pero no la encontró.

—Por eso no os fuisteis.

—Por eso, sí, entre otras cosas. Yo me quedé muy débil después de aquello, y el médico dijo que no convenía moverme, no por el niño, que estaba bien, parecía imposible pero estaba bien, sino por mi… Ya te lo advertí, me dijo en voz baja, aprovechando un momento en que nos quedamos solos, porque tu abuelo estaba como para oír eso, tendrías que haberle visto, se puso hecho una furia, yo no le conocía. Cuando me desperté, en vez de tranquilizarme, me dio dos bofetadas, ésa fue la única vez que me puso la mano encima. El también estaba muy nervioso, se había llevado un susto de muerte, tenía mucho miedo, por eso no quiso marcharse. Nos iremos todos juntos cuando se vaya Paco, decía, tú ya estarás mejor, no pasará nada, ya verás… Yo le pedí que se fuera solo, y que lo hiciera por mí, porque si algo no salía bien, entonces la culpa sería mía, y nunca podría perdonármelo, pero él me contestó que comprendía perfectamente lo que había pasado, que si hubiera estado en mi lugar, él hubiera hecho lo mismo, y que no quería volver a oír hablar jamás de ese tema. No volví a mencionarlo, pero todavía no me lo he perdonado.

No vi su rostro mientras pronunciaba esa última frase, y apenas llegué a escuchar sus palabras con claridad, porque se había doblado por la cintura hasta descansar la frente en sus rodillas, y se abrazaba las piernas con las manos.

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