Malena es un nombre de tango (42 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Cuando la miré con atención, tuve que volver sobre su rostro una segunda vez antes de dar crédito a lo que veían mis ojos, porque mi abuela Soledad, renunciando a sus sesenta y ocho años de experiencia y a la autoridad que le otorgaban sobre mí, se había ruborizado como una niña pequeña.

—¿Qué pasó? —insistí, más divertida por el ardor que coloreaba sus pómulos que por la historia en sí.

—Nada, si es una tontería… —me contestó muy bajito, negando con la cabeza.

—Anda, abuela, cuéntamelo, por favor.

Mientras el sonrojo seguía creciendo, conquistando lentamente parcelas de su rostro, cercano ya al púrpura, me pregunté qué detalle nimio, seguramente insignificante, podría ser tan precioso como para que aquella mujer, que me había llevado de la mano a verla bailar desnuda encima de la mesa de un café, se negara tan tercamente a compartirlo conmigo, aun envolviendo limpiamente en una sonrisa cada negativa.

—Muy bien —dije al final, jugando mi última carta a la desesperada—. Si no me lo cuentas, me tendré que figurar que el abuelo te violó encima de una mesa, o algo peor…

El truco dio resultado. A pesar de que el tono en el que había pronunciado mis últimas palabras deberían de haber hecho evidente que no estaba hablando en serio, la reacción de mi abuela fue fulminante.

—No digas eso nunca, Malena, ni en broma, ¿me oyes? A tu abuelo jamás se le habría pasado por la cabeza una cosa así, él no habría sido capaz ni de pensarlo siquiera.

—Bueno, pues cuéntame lo que pasó.

—Pero si no es nada, una bobada.

—Las bobadas ya son algo.

—En eso tienes razón, pero no te lo voy a contar, ¿y sabes por qué?

—No.

—Pues porque no me da la gana.

—Por favor, abuela, por favor, por favor, por favor… Si no me lo cuentas, seguiré diciendo por favor sin parar hasta mañana por la mañana.

—Pero si… Pues… Bueno, nada, que… Hubo un momento, porque fue todo muy rápido, pero él… Bueno, me rozó… —y entonces, en el instante de la confesión suprema, su rostro conquistó por fin el escarlata—, él me rozó los pezones con la yema de los pulgares, fue sólo un segundo, y podría haber sido un roce casual, tal y como estábamos colocados, pero yo me di cuenta de que lo hacía aposta, y él se dio cuenta de que yo me daba cuenta, pero yo ni siquiera abrí los labios, y él se dio cuenta de que si no lo hice, fue porque no quise, y ya está… Ya sé que ahora creerás que te he mentido, pero no fue más que eso.

Antes de destruir sus sospechas, comprendí que mi respuesta debería de ser capaz de despejar cualquier duda, y me apoyé en una fórmula infantil para demostrar que yo tampoco mentía.

—Y yo me lo creo.

—¿Seguro?

—Sí, claro que me lo creo —y ella suspiró, mientras sus mejillas retornaban a la neutralidad—. Y me parece una historia preciosa, abuela.

—Sí que lo fue… —asentía con los ojos entornados y una sonrisa mansa, casi tonta, entre los labios, como si hubiera caído víctima de un invencible y benigno hechizo—. Un poco extraña, casi increíble, pero la mejor historia que he tenido nunca.

—¿Y qué pasó luego? ¿Te llevó a casa?

—No. Se ofreció a llevarme, pero yo no quise irme con él, y no porque tuviera miedo de que fuera a violarme, a ver qué te vas a pensar tú ahora, sino porque tenía que volver a casa con la misma gente con la que había salido, los Fernández Pérez, dos hermanos, chico y chica, hijos de un amigo de mi padre que les dejaba usar su coche. Si no, me arriesgaba a que papá me pillara y me castigara sin salir de noche un par de meses.

—Entonces, ¿cómo volviste a verlo?

—Tres días después, cuando volví de la facultad, a las dos de la tarde, me lo encontré sentado en la salita. Se las había arreglado para incorporarse de alguna manera a un grupo de amigos de mi padre, todos juristas, que solían comer en casa una vez a la semana. Mi padre me lo presentó muy formalmente, él extendió la mano y yo se la apreté. Todavía tenía mucho miedo de que la historia del charlestón se extendiera por ahí, de que alguien se la pudiera contar a papá, o a Elena… Mis amigos no eran peligrosos, porque casi todos eran alumnos de Bellas Artes, como Alfonso, el autor del cuadro que hay en mi cuarto, y aspirantes a poetas, y periodistas, y cosas por el estilo, gente bohemia, como decían entonces. Todos hacíamos mucho el burro, y casi todos vivíamos todavía con nuestras familias, así que nadie contaba nunca nada, por si acaso, ya sabes, hoy por ti y mañana por mí, pero al encontrarme con Jaime en casa, aquel día, delante de mi padre, me entró un ataque de pánico tan brutal que me tuve que sentar antes de haber terminado de saludar a todo el mundo.

—Pero él no te vendería, ¿verdad? —la abuela sonrió al detectar la angustia que flotaba en mi voz.

—No, él nunca vendió a nadie, nunca, todo lo contrario… Al principio se me quedó mirando con una sonrisa un tanto cínica, que acabó de ponerme nerviosa, pero luego, aprovechando uno de esos instantes en que se mueren todas las conversaciones a la vez y se hace el silencio de repente, cuando se suele decir eso de que ha pasado un ángel, ¿me entiendes?, entonces me dijo en voz alta, hasta demasiado alta, que se alegraba mucho de haberme encontrado aquel día, porque tenía muchas ganas de conocerme desde que mi padre le había hablado de mi pasión por la Edad Media, que siempre le había parecido el segmento más interesante de la historia de España, y dijo segmento, así, con la voz un poco engolada… Papá intervino para advertirle que ya nos había presentado una vez, en los Juzgados, pero él negó con la cabeza, y afirmó que no recordaba haberme visto nunca antes. Entonces le miré, y sonreí sola, sin darme cuenta de que estaba sonriendo, y me asombré de no compadecerme de él, porque siempre, no sé por qué, he sentido un poco de lástima por los hombres que se esfuerzan por comportarse como caballeros. Luego, después de comer, coincidimos un momento en el pasillo, y me habló al oído. Espero que no se ofenda usted si le confieso que la encuentro un poco desmejorada, me dijo, no sé por qué, pero me parece que me gustaba usted más la última vez que la vi, es como si hoy le sobrara algo… Me eché a reír, y le miré, y volví a sorprenderme de que sus palabras no me dieran vergüenza, porque siempre he sentido un poco de vergüenza ajena por los hombres que abordan directamente a las mujeres. Cuando se fue, me encerré en mi cuarto y me dije, ni lástima ni vergüenza, Solita, éste tiene que ser el hombre de tu vida.

Mi abuelo Jaime tampoco era un hombre guapo en el sentido más convencional de la palabra, y sin embargo, mientras le estudiaba atentamente en los viejos álbumes que la abuela había transportado hasta el salón desde un escondrijo al que no consintió que la acompañara, conseguí reconocer en su cara algunos de los rasgos más perfectos del rostro de mi padre, como si ese hijo póstumo hubiera conseguido perfeccionar misteriosamente a quien nunca le conoció, extrayendo de su única herencia una belleza que no había llegado a manifestarse por completo en el original. Muy alto, y muy ancho de hombros, propietario de un cuerpo llamativo, bien proporcionado pero excesivamente macizo para mi gusto —aunque no para el de mi abuela, a juzgar por el entusiasmo con el que comentó que siempre había rondado los cien kilos sin haber estado gordo jamás—, mi abuelo parecía cualquier cosa menos un intelectual aficionado a jugar al ajedrez en sus ratos libres. Con el pelo oscuro y casi rizado, la frente grande, y las mandíbulas decididamente cuadradas, tenía una de esas caras que parecen esculpidas sobre piedra dura, y el cuello largo, pero tan grueso como el de un animal de tiro. Era un hombre atractivo, sin embargo, gracias a esa contradicción que afloraba en su piel, una paradoja que se fue intensificando con el paso del tiempo, cuando una expresión escéptica, de desencanto controlado, se sumó a las canas que salpicaban su cabeza para equilibrar las fuerzas, y revelar por fin su rara condición de pensador atlético.

—Mejoró con los años, ¿eh?

—¿Tú crees? — su mujer no parecía muy de acuerdo conmigo—. Es posible, pero no sé qué decirte… Aquí —dijo, señalando una de las últimas fotos—, ya tenía demasiados problemas. Se había convertido en un hombre triste.

De nuevo, una tragedia cada vez más inminente planeó sobre nuestras cabezas, y de nuevo intenté alejarla, porque todavía no me había saciado de la risa de mi abuela.

—¿Antes no lo era?

—¿Qué? ¿Triste? — asentí con un gesto—. ¡Qué va! Jaime era el hombre más divertido que he conocido en mi vida, es que no te lo puedes ni imaginar. Me reía tanto con él que al principio estaba hasta un poco asustada, me preguntaba si me habría enamorado de verdad o si lo que me sucedía sería otra cosa, porque todo era, ¿cómo te diría yo?, como demasiado fácil. Mis amigas lo pasaban mal, lloraban y se desesperaban, no sabían de qué hablar, se aburrían con sus novios, pero yo… Yo me lo pasaba bomba con tu abuelo, en serio, nunca había conocido a un hombre así. Me llevaba a sitios donde yo no había estado nunca, verbenas, corralas, frontones, romerías, merenderos, capeas, partidos de fútbol, campeonatos de gua, bailes de barrio… Y a beber agua, simplemente, en una fuente, o en otra, siempre famosas porque el manantial del que brotaban era milagroso y curaba la impotencia, o la esterilidad, o el reuma, y nos reíamos mucho. Era muy castizo hablando, muy gracioso, decía muchísimos tacos, pero los decía bien, ¿sabes?, sólo cuando venían a cuento, y refranes rarísimos, muy brutos, pero divertidos, siempre de sexo, como… prometer hasta meter, y cosas así. Tenía muchísimos amigos, gente muy extraña para mí, banderilleros, coristas, obreros que habían cumplido ya los cincuenta y seguían de aprendices de algún oficio…

—¿Y de dónde los sacaba?

—De ninguna parte. A la mayoría los había conocido de pequeño, en la taberna.

—¿Qué taberna?

—La que tenía su padre.

—¡Ah! No lo sabía. Yo creía que era un niño bien.

—¿Quién? — y me miró como si acabara de cometer un sacrilegio—. ¿Tu abuelo?

—No —me disculpé—, si la verdad es que en las fotos no lo parece mucho, pero como estudió, y era abogado…

—Ya, pero no fue así. Mi suegro era el quinto hijo de una familia de agricultores aragoneses, bastante ricos, eso sí, porque tenían muchas tierras, pero en una zona donde todavía se respetaba la tradición del mayorazgo, así que el hermano mayor heredó todas las fincas, el segundo estudió, el tercero se hizo cura, y los dos pequeños se quedaron con la ropa que llevaban puesta y gracias. A éste, que se llamaba Ramón, lo mandaron a Madrid, a trabajar en una taberna que tenía una hermana de su madre, que se había quedado viuda todavía joven y sin hijos, en la calle Fuencarral. Ahí empezó a trabajar tu bisabuelo a los catorce años, con la esperanza de heredar el negocio algún día, y el pobre no se movió de detrás del mostrador en toda su vida, pero la taberna nunca fue suya. Su tía, que era muy beatona, se la dejó en propiedad a unas monjas que todavía tienen un convento muy cerca, en la esquina de Divino Pastor, y su sobrino se tuvo que conformar con el usufructo, pero repartiendo beneficios con las propietarias.

—Pues vaya asco de vida, ¿no? Desde que nació, no pararon de hacerle putadas.

—Pues no, no pararon, pero no hables así, que tú no eres tu abuelo… El caso es que Jaime empezó a ir, de pequeño, a una escuela parroquial, y como aprendió a leer y a escribir muy deprisa, el maestro le consiguió una plaza en un colegio gratuito de los que montaba el sindicato amarillo, la Obra Social de la Iglesia, no sé si tú sabrás lo que es eso… —negué con la cabeza—. Bueno, da igual. Allí sólo daban enseñanza primaria, pero tu abuelo era muy inteligente, ya te lo he dicho, destacaba mucho, y por eso le ofrecieron una especie de beca, que no era tal cosa, sino más bien una plaza gratuita a secas, para hacer el bachiller en un colegio que tenían los jesuitas cerca de la Puerta del Sol, y allá se fue, obligado por su padre, porque le habían dado a entender, más o menos, que si aceptaba, empalmaría con el seminario, y él, que se había criado entre la taberna y la acera, no tenía ninguna intención de terminar cura. Pero mi suegro lo tenía todo muy bien planeado. Jaime era su único hijo, porque su mujer había muerto de fiebres justo después del parto, y el pobre hombre, desde que le habían dicho en la escuela parroquial que el niño valía, había ido ahorrando un poco de dinero todos los meses para mandarle a la universidad algún día y vengarse en él de su hermano mayor. Sus hijos serán campesinos, solía decirle a tu abuelo por la noche, mientras fregaban los vasos juntos, pero tú serás abogado, que es mucho más importante…

—¿Y por qué abogado? Podía haber sido médico, o ingeniero, o arquitecto.

—Ya. Pero él quería que Jaime fuese abogado porque, de todos los clientes de la taberna, el único que tenía coche y cambiaba de modelo cada dos o tres años era, precisamente, un abogado, así que él ni siquiera se planteó estudiar otra cosa, e hizo bien. Por un lado, defraudar a su padre hubiera sido un crimen, y por otro, nada en este mundo le gustaba más que preparar un juicio. Total, que se despidió de los jesuitas a la francesa, nunca llegó a pisar el seminario y, en cambio, hizo la carrera con la gorra, sin dejar de trabajar en la taberna por las noches. Solía contar que tu bisabuelo le mandaba a su cuarto muchas tardes, diciendo que no necesitaba ayuda, para animarle a estudiar, porque estaba preocupado, le veía encima de los libros muy poco tiempo en comparación con lo que había calculado. Entonces, él se iba a su cuarto, y resolvía problemas de ajedrez, o escribía cartas, o leía, entonces se aficionó a leer, Baroja,
Orgullo y Prejuicio
y
La Cartuja de Parma
sobre todo, que eran sus libros favoritos, podía recitar capítulos enteros porque tenía una memoria de elefante, nunca he conocido a nadie con tanta memoria como tu abuelo, y retenía los textos para siempre con leérselos dos veces. Luego, la verdad es que tuvo suerte, por una vez en la vida, auténtica suerte.

—¿Por lo de la cátedra?

—No, eso fue después, el primer año de casados. El se había quedado en la facultad dando clases porque no tenía dinero para montar un bufete, pero la enseñanza no le apasionaba, quería ejercer, y por eso, aunque en teoría era un desprestigio para un profesor con un expediente tan brillante como el suyo, se apuntó al turno de oficio. Ganó media docena de casos oscuros, y perdió dos, que eran insalvables, pero el noveno, en apariencia tan vulgar como los otros, le lanzó a la fama. Su cliente era una criada a la que se acusaba de robar un collar de su ama, una más de las diez mil criadas ladronas de alhajas que acababan en la cárcel todos los años, pero con una particularidad muy interesante, porque la señora, en este caso, era la mujer de un estafador, un tipo muy bien situado y de muy buena familia, pero un estafador, al fin y al cabo, cuya víctima favorita era el Estado. La criada resultó inocente del robo, pero culpable de indiscreción. Resultó que había escuchado un par de cosas detrás de un par de puertas, y Jaime arriesgó. Tiró de la manta, y debajo encontró un montón de basura. Se montó un follón de mil demonios, el caso salió en todos los periódicos y tu abuelo consiguió la condena virtual de un individuo al que ni siquiera estaba acusando, además de la libertad de su defendida. Cuando terminó el juicio, pudo elegir bufete. Cuando yo le conocí, ya era socio.

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