—Está helada —confirmé, satisfecha de haber descifrado al fin el sentido de algunas palabras en aquella hermética conversación.
Los dos empezaron a reírse al mismo tiempo, sincronizando las carcajadas, como siempre. Miguel se escurrió de debajo de mí y alcanzó la piscina en un par de zancadas, corriendo como un poseso. Porfirio se dirigió a sus invitadas, que ya estaban muy cerca, pero antes de alejarse, me revolvió el pelo de la cabeza con la mano y, para consumar mi confusión, me dijo algo incomprensible en voz muy baja.
—Vas a ser una tía de puta madre, Malena. Seguro.
Pensé mucho en Miguel y en Porfirio, en Bosco, en Reina y en todos sus novios, durante las primeras noches de aquel verano del 76, mientras daba vueltas en la cama sin haber encontrado todavía una postura cómoda, cuando notaba que las sábanas estaban ya húmedas, empapadas en un sudor que entonces comencé a producir por litros para mi propia sorpresa, porque nunca recordaba haber sudado mucho, y permanecía despierta, como si estuviera velándome a mí misma, hasta que el cielo comenzaba a clarear a través de las rendijas de las contraventanas, y me asustaba pensando en la hora, y en la obligación de estar despierta al día siguiente, y por fin el sueño me mecía en oleadas dulces que me devolvían lentamente la verdad, la auténtica imagen de Fernando, adorable y limpia, tan distinta del monstruo al que había llegado a odiar sólo unos minutos antes, rebozada en el insomnio y en una ansiedad desconocida, una sensación cercana a la asfixia aunque, lejos de atenazar la garganta, se fijaba en mi cerebro, que sin embargo disponía de un margen suficiente para advertir que aquello no iba exactamente con él, que, a pesar de las apariencias, no era mi cabeza la que se estaba ahogando, como si la verdadera vida hubiera comenzado a latir por fin en el centro de mis muslos.
Hasta aquel momento, mi sexo genérico me había dado tantos quebraderos de cabeza que nunca había concedido demasiada atención a mi sexo físico. Años antes, a los diez, a los once, lo había estudiado frente al espejo con interés, contemplando alegremente cómo se poblaba de un vello al que quise conceder cierto vago carácter premonitorio, hasta que descubrí que allí no iba a crecer nada más, sólo pelo, y dejé de frecuentar tan decepcionante espectáculo. Luego, cuando Reina empezó a salir con Iñigo y a besarse con él en el portal, algunas veces me rendía a un breve escalofrío que ya había experimentado esporádicamente ante el televisor, o en el cine, al contemplar unas pocas escenas de amor que parecían desprender una rara magia, oscura y violenta, pero difícil de encontrar en la mayoría de las películas, y por lo tanto, indigna de ocupar un lugar permanente en mi memoria. Más tarde, las sensaciones de esta naturaleza se diversificaron y se hicieron más frecuentes, y pude clasificarlas y pensar, no mucho, sobre ellas, hasta que una noche, el verano anterior al advenimiento de Fernando para iluminar el mundo, lo pasé mal de verdad.
Volvíamos de Plasencia en el Ford Fiesta y yo ocupaba el puesto central del asiento trasero para separar a Reina y a Bosco, que habían tenido una trifulca casi habitual a la salida del bar, cuando mi primo se había desplomado encima de mi hermana dispuesto a besarla donde pudiera, y ella, siempre uno o dos minutos más tarde del momento justo, como si la costara trabajo reaccionar ante una manifestación de amor tan visceral, había pegado un chillido y se había desasido de su abrazo con un movimiento enérgico. Ahora los dos estaban callados, como muertos, y Pedro, Macu y yo habíamos iniciado una conversación trivial con la esperanza de que se aflojaran las tensiones. No me acuerdo del tema sobre el que estábamos hablando, creo que cuando bajé del coche lo había olvidado ya, pero recuerdo todavía, y con una sorprendente precisión, cómo se desprendió del volante la mano derecha del conductor, inciertamente seguro de la consistencia de la oscuridad, y cómo se perdió bajo la ropa de su acompañante, que en ese momento me estaba contando algo, y siguió haciéndolo mientras mis ojos escoltaban el trayecto de aquella mano que a veces se hundía entre sus piernas, desapareciendo de mi alcance para reaparecer un instante después, asomando primero dos, tres dedos, y después los cinco, la palma abierta que subía y bajaba sobre el cuerpo de mi prima, frotando su cadera, hundiéndose en su cintura, trepando hasta su pecho izquierdo y aferrándolo con fuerza, para hacer oscilar luego el pulgar como si pretendiera sacarle brillo al pezón, que crecía, obediente, hasta hacerse también visible, y los dedos aflojaban su presa para iniciar un movimiento circular, sin hallar obstáculo alguno en el vestido mejicano de algodón verde bordado con flores de colores por encima del canesú, para descender otra vez despacio hasta los muslos, y acariciarlos bajo la tela, y desaparecer un momento para reaparecer luego, completando un circuito limitado, siempre parecido pero nunca exactamente igual que el anterior, mientras ambos se dirigían alternativamente a mí con el neutro, simpático acento, con el que me habían hablado miles de veces. Yo tenía calor, y sudaba, pero sobre todo estaba furiosa, furiosa con mi cuerpo, con mi suerte y con el universo entero, porque lo de Reina podía pasar, lo de Reina era casi justo, pero que aquella gilipollas estuviera allí, delante de mí, disfrutando de la posesión de una tercera mano mientras yo miraba, retorciendo con dedos impotentes sendas esquinas de la tapicería que forraba los asientos delanteros, tan cerca de ellos y tan cósmicamente lejos al mismo tiempo, me parecía sencillamente atroz, horriblemente injusto, y no me paré a pensar que yo jamás le hubiera consentido al memo de Pedrito que me rozara siquiera con el borde de una uña, no se me ocurrió argumentar sobre ese punto, porque no tenía importancia aquella noche, nada era importante excepto que no había derecho, no había definitivamente ningún derecho a que sucediera lo que en aquel momento estaba sucediendo.
Cuando me senté a cenar, estaba tan cabreada que ya ni siquiera me molesté en disimular mi enfado, y la tercera vez que dejé caer el vaso del agua en la mesa como si pretendiera hacerlo añicos sobre el mantel, mi madre me dijo que, si pensaba seguir en aquel plan, era mejor que me fuera a la cama. Sorprendentemente para todos, seguí su consejo. Me deslicé entre las sábanas desnuda, pero dispuesta a no mover ni un solo músculo de mi cuerpo, ni uno solo, repetí, porque eso sería una muestra de debilidad intolerable, eso sería como reconocer a gritos que me habían sacado de quicio, eso sería la rendición más vergonzosa que el más sucio cobarde hubiera podido planear jamás, y Macu nunca obtendría de mí una satisfacción semejante. Eso pensaba, pero lo hice, y me quedé atónita, como siempre, al extraer de aquella breve descarga una dosis de paz tan completa. Luego, sonriente y relajada, despreocupada de mi carne y de mis huesos, felizmente ingrávidos, me dije que al fin y al cabo, Macu nunca se iba a enterar, y sucumbí a un breve acceso de risa. Un cuarto de hora después atravesé la puerta del salón pidiendo disculpas a todo el mundo y me senté en el suelo a ver una película empezada cuyo comienzo, sin embargo, logré reconstruir bastante bien.
Descubrí aquel método personal de conocimiento del mundo cuando era todavía una niña, y todo pasó por puro azar, dentro de unos vaqueros del año anterior que me estaban pequeños, muy pequeños, pero fueron los únicos pantalones que mi madre pudo encontrar en el armario en una mañana de mayo tan oscura como un anochecer de enero, mientras, repentinamente inseguros en los marcos metálicos de las ventanas, los cristales temblaban bajo el impacto de una lluvia tan tupida que se diría que cada gota, insatisfecha del estruendo que provocaba al estrellarse contra su superficie, la rasgara para siempre con uñas afiladas, porque resultaba imposible distinguir los contornos de las casas y los árboles que estaban al otro lado, un mundo fofo de ángulos redondos y blandos como el que engaña a los ojos de quien contempla una habitación tras un grueso vidrio esmerilado. Llevaba una semana lloviendo así, día y noche, y aunque mamá decía que era normal, porque acababan de inaugurar la Feria del Libro en el Retiro, y quedaban solamente un par de días para que el tiempo impidiera celebrar las corridas de San Isidro, el albero de Las Ventas hecho un barrizal, como todos los años, yo no recordaba haber padecido nunca una lluvia tan colérica, y ya entonces, no la soportaba. Reina afirmaba que íbamos a criar champiñones en el pelo de un momento a otro, pero, sin embargo, aquella mañana de sábado nos disponíamos a ir al campo, porque mi padre quería ocupar un puesto en el consejo de administración del banco antes de cumplir los cuarenta, y el secretario, sobrino nieto del presidente, nos había invitado a comer en su finca de Torrelodones, así de simple.
El tamaño de mis pantalones puso la nota detestable en particular a una jornada detestable en general. Con los pulmones hinchados como un globo apunto de explotar, sin atreverme a respirar siquiera para mantener el volumen de mi tripa en los límites de lo inexistente, trataba de conservar ciertas esperanzas mientras miraba de reojo a mi madre, que arrodillada ante mí, estirando de la cinturilla con todas sus fuerzas, pugnaba por abrochar un botón que resbalaba una y otra vez entre sus pulgares, como si estuviera dotado de voluntad propia y ésta le impeliera a rechazar el ojal, tal vez en interés de la inmutabilidad de más de una ley física. Y sin embargo, en un agónico alarde de desdén por el prestigio de la ciencia, mi madre enganchó el botón en su lugar, subió la cremallera, y me autorizó a volver a respirar, con una voz palpitante de triunfo. Cuando lo intenté, solté un alarido, e intenté negociar por todos los medios, pero no hubo manera. Mamá me aconsejó que hiciera media docena de flexiones para que el algodón diera de sí. No es nada, concluyó, no seas quejica.
Conseguí doblar las rodillas con un considerable esfuerzo, pero cuando por fin me puse en cuclillas, fui incapaz de conservar el equilibrio. Rodé por el suelo, y sólo logré levantarme cuando me quité las botas de agua, me senté de lado, y me impulsé con las manos. Sentía un dolor pequeño, constante, como el efecto de una quemadura leve, en la cintura, en el vientre y en las caderas, pero lo peor era la costura central, que se me clavaba con el más ligero movimiento, hundiéndose en mi carne como una soga para arrancar de mi garganta aullidos de dolor, un tormento al que solamente podía anticiparme pellizcando la tela y estirando de ella hacia abajo con todas mis fuerzas, y repetí aquella operación a cada paso, pese a la creciente luz de alarma que iluminaba los ojos de mi padre, quien debía de pensar, no sin cierta razón, que tales manipulaciones no contribuían a forjar la imagen modélica de esa encantadora hija de once años que convenía a sus propósitos publicitarios.
Me senté en el coche con el mismo ánimo que me habría acompañado hasta el patíbulo, pero mientras me retorcía como si estuviera sembrada de pulgas, en busca de una postura que atenuara la presión de esa terrible mortaja, pude casi escuchar un ¡clic!, y sentí de repente que algo había encajado en alguna parte, provocando una misteriosa armonía entre mi cuerpo y la costura de mis pantalones. El dolor cambió de signo, y pese a la persistente sensación de quemadura, aquel precario contacto adquirió, si no la calidad de una caricia, sí al menos una aislada nota brillante cuya naturaleza me resultaba imposible definir, pero que estaba cargada de una potencia suficiente para anular por sí sola el resto de las sensaciones que yo percibía al mismo tiempo, absorbiéndolas un segundo antes de que llegaran realmente a producirse. Era agradable, muy agradable, aunque difícil de retener. Y entonces, cuando ya estaba tan abstraída en el mecanismo de mi secreta unión con el cordón de tela, que ni siquiera recordaba dónde estaba, mi padre no acertó a sortear un bache a tiempo, y los generosos amortiguadores de su coche me elevaron durante un instante para dejarme caer después en el mismo sitio, desencadenando un viaje tan breve como revelador.
Hay que botar, dije para mis adentros, recelando instintivamente hasta de mis propios labios, apenas logré recuperarme de la sorpresa que despuntaba en la huella de otra sorpresa. Claro, de repente parecía tan simple, no hay que hacer nada más que eso, sólo botar, es fácil…
—¿Pero qué coño le pasa a esta niña?
La airada voz de mi padre, que me contemplaba boquiabierto por el retrovisor, mientras yo suplía la ausencia de baches mediante la técnica, aún titubeante, de imprimir a mis piernas un continuo temblor que me hacía rebotar una y otra vez contra el asiento, no logró arrebatar la sonrisa de mis labios, ni inducirme a contestar.
—¿Quieres estarte quieta? ¿Te ha entrado el baile de San Vito, o qué?
—No —dije al fin—. ¿Qué pasa? ¿Es que no puedo hacer esto? Me gusta.
—Pero ¿qué es lo que haces? —me preguntó mi hermana, que hasta entonces se había dedicado a mirar por la ventanilla.
—Botar —le contesté—. Prueba. Es estupendo.
Reina me lanzó una mirada cargada de desconfianza pero al final se decidió a imitarme, aunque no obtuvo resultados comparables a los míos, quizás porque sus pantalones de pana azul marino, con un par de pinzas a cada lado de la cremallera, eran nuevos y la estaban casi grandes.
—¡Bah, qué tontería! — me replicó al fin, en un tono cercano a la censura—. Lo único que vas a sacar de esto es un buen mareo.
—¡Basta! ¡Ya! ¡Las! ¡Dos! ¡Quietas! ¡Ahora! ¡Mismo!
Los entrecortados gritos de mi madre, que aserraba las frases como si fuera tartamuda cuando quería darnos a entender que estaba definitivamente furiosa, me persuadieron de que convendría quizás aplazar mi experimento hasta encontrar una coyuntura más favorable, básicamente cualquiera, que me situara lejos del alcance de su vista. No tuve que esperar mucho.
Cuando llegamos a aquella finca de Torrelodones, las gotas caían con tal fuerza que parecían arrancar escamas transparentes de la piel de todas las cosas. Ya no llovía, ahora el cielo se escurría afanosamente a sí mismo, y el sonido de las gotas que se estrellaban contra todas las cosas había perdido cualquier resonancia metálica para convertirse en el sordo chapoteo que genera el agua al vertirse sobre más agua. El jardín estaba inundado, y el porche, salpicado de charcos que habían nivelado la irregular superficie de las losas de granito, parecía una laguna a medio desecar. El anfitrión y una de las doncellas vinieron a buscarnos con sendos paraguas hasta la puerta del coche, y corrimos al interior, donde una pequeña multitud de escogidos, un puñado de gente vestida con una elegancia absurda, mujeres peinadas, maquilladas y enjoyadas como si hubieran seguido las instrucciones de un demente que pretendiera sólo divertirse, viéndolas salir así de casa en un día como aquél, se apiñaban en torno a la chimenea vacía, desmintiendo sólo a medias la vitalidad de esa catástrofe que nos guiñaba de vez en cuando un ojo desde el otro lado de las ventanas. Cuando mi padre y mi madre se despojaron de sus gabardinas, me parecieron tan ridículos como todos los demás, todos menos mi tío Tomás, al que nunca habría podido imaginar de otra manera, porque Tomás no era exactamente elegante. Tomás era la elegancia.