Malena es un nombre de tango (28 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—¡Ah, no! ¿Eh? Pues tus compatriotas, en cuanto que se jubilan y pillan dos duros, se vienen aquí a morirse.

—Aquí no.

—Bueno, pues a Málaga, pero es lo mismo, hace el mismo calor, y los campos están igual de secos en verano.

—No. Aquí no hay mar.

—Pero yo no tengo la culpa de eso, Fernando.

Entonces se dobló hacia delante, se tapó la cara con las manos y la frotó contra sus palmas, de arriba abajo, durante un buen rato, hasta que su cabeza se sacudió en un espasmo seco, como un escalofrío, y cuando se recostó otra vez sobre el respaldo, y me miró, comprendí que su crisis, de la clase que fuera, había pasado.

—Ya lo sé, india —se rió mientras me daba un golpecito en el hombro. Estaba otra vez de buen humor.

—No me llames así.

—¿Por qué no? Vosotros me llamáis Otto.

—Yo no. Yo no soy como los demás…

Tomé el relevo de los fenómenos inexplicables, porque alguien había enchufado en alguna parte un centenar de cables hilvanados con bombillas de colores, y el árbol de Navidad brillaba con una intensidad cegadora, desde la gran estrella dorada sujeta en la punta, hasta el papel de plata que forraba un vulgar tiesto de plástico oscuro. Nunca en mi vida había sido menos discreta, y él se dio cuenta. Tenía la boca abierta e inclinaba lentamente su cabeza hacia la mía. Yo cerré los ojos y pronuncié en un murmullo lo único que los dos necesitábamos saber.

—Yo no, ¿sabes? Yo soy una tía cojonuda.

Pero no me besó. Sus labios se alejaron de los míos cuando ya no los veía, y se abrieron solamente para adoptar un tono jocoso que me sacudió tan violentamente como una ducha fría.

—Sí, supongo que para ser española no estás mal.

Me eché hacia atrás para verle mejor, y no tardé mucho tiempo en sonreír con él. Había conseguido descolocarme, pero sospeché que, a la vez, estaba empezando a defenderse.

—¿Qué pasa con las españolas?

—Nada. Sólo que sois… un poco… ¿estrechas, se dice?

—Depende.

Debería haber esperado de él una observación por el estilo, porque donde las dan las toman, y aquél era el justo pago por mis insultos previos, la última referencia folclórica, una réplica inevitable al estigma congénito que en aquel instante, cuando me estaba empezando a aplastar como la lápida de mi propia tumba, decidí que no me merecía. Traté sin embargo de buscar una salida airosa por el procedimiento de explotar sus titubeos, las pequeñas confusiones que aún cometía, aunque no albergaba grandes esperanzas, porque hablaba un castellano mucho más flexible y preciso del que pude escuchar el día que le conocí.

—¿De qué?

—Pues del sentido en el que la emplees. Es un adjetivo muy confuso, sirve para definir muchas cosas… —se reía ruidosamente, pero yo me resistí a abreviar la comedia—. ¿Te refieres a la moda? Quiero decir a la ropa, al estilo con el que se viste la gente.

—No.

—¿A la educación?

—No.

—¿A la religión?

—No.

—¿A la familia?

—No.

—¿A la política?

—No.

—¿A la patria, quizás?

—No.

—Pues no sé…

—Me refiero al sexo.

—¡Ah, claro! Entonces lo has dicho bien.

Me respondió con una larga serie de carcajadas, pero yo me obligué a seguir hablando. Me sentía ligeramente ofendida, aunque la risa se me escapaba entre los dientes.

—¿Y tú cómo lo sabes? Quiero decir que no lo dirás por tu a…

Y cuando se estaba preparando para saltar desde la punta de mi lengua, llegué justo a tiempo para atrapar la palabra «abuela», para masticarla, y para tragármela.

—¿Por mi qué?

—Por tu experiencia.

—¿Yo? Desde luego que no. Yo no me liaría con una española ni loco.

—Ya… ¡Joder, los alemanes lo hacéis todo mejor!

—Pues sí, bastante.

—Menos jugar al baloncesto.

La sonrisa se borró casi completamente de sus labios mientras pensaba. Estaba perplejo.

—Sí… —admitió al fin—. Eso todavía no se nos da muy bien.

—Ya, a nosotros sí, y a los italianos, y a los yugoslavos, y a los griegos… ¿Sabes por qué? — negó con la cabeza, ahora era yo la que me reía en solitario, aunque él volvería a acompañarme muy pronto—. Pues porque para jugar bien al baloncesto hace falta pensar deprisa.

—¡Muy graciosa! ¿Es un chiste?

—No, se me acaba de ocurrir.

—¿Sí? Es bueno, lo contaré por ahí cuando vuelva. Así que, después de todo, piensas —asentí, muy satisfecha—, aunque no folles…

—Yo no he dicho eso.

—¡Vamos, Malena!

Hizo una pausa para encender dos cigarrillos y me pasó uno, antes de someterme a un examen tan descaradamente fácil de aprobar que conseguí tragarme el humo sin toser ni una sola vez.

—¿Sabes que en Hamburgo hay una calle entera, llena de casas de putas con unas ventanas enormes en las fachadas, y que las tías se sientan desnudas al otro lado y se tiran allí todo el día, leyendo, o viendo la televisión, o mirando a los que pasan, para que los clientes las vean y puedan elegir? En cada punta de la calle hay una valla, porque la entrada está prohibida a las mujeres, y cuando alguna entra, las putas abren las ventanas y les tiran de todo, tomates, huevos, verduras podridas… hasta basura. Helga entró conmigo una vez y cruzó corriendo, así que no vio nada, pero salió con la gabardina llena de manchas, y tuvo que tirarla. Mi madre, en cambio, ha nacido en Hamburgo y nunca las ha visto, pero yo, hace un par de años, cuando estaba todavía en el colegio, me daba una vuelta por allí todas las tardes, con mis amigos, al salir de clase.

—Y os tirabais a seis o siete cada uno, ¿verdad? —había captado mi burda ironía, por supuesto, pero sorprendentemente, siguió hablando en serio.

—No, sólo mirábamos, no podíamos hacer otra cosa… Ninguno de nosotros lo aparentaba, pero todos éramos menores de edad. No nos hubieran dejado entrar en ninguna casa.

—Claro, y ahora que podrías, ya no vas porque te aburres, ¿no?

—Pues sí, la verdad es que mirar, en el fondo, no es muy divertido. Y por lo demás, tampoco es que ellas estén demasiado buenas. No me hace mucha falta.

—Ya. No das abasto.

—No, tampoco es eso —sonrió—. Pero no me quejo.

—Muy bonita, me ha gustado mucho.

—¿El qué?

—La película que me acabas de contar. Ahora, por favor, una de piratas, pero procura que haya tiburones, es más movido.

—No te lo crees, ¿eh, india?

—¡Por supuesto que no me lo creo! Si te hace ilusión, puedes tomarme por una estrecha, pero no te pienses que soy gilipollas.

Estaba casi ofendida por la magnitud de la bola que había intentado colocarme, y sin embargo, la calidad de su risa, progresivamente desbocada, aguda al final, como un alarido victorioso, me hizo dudar.

—¿Es verdad? Contéstame, Fernando. ¿Estabas hablando en serio? — él asintió por fin, más sereno—. ¿Pasa eso de verdad?

—Claro que sí, y es igual en Bélgica, y en Holanda, y en un montón de sitios donde nadie juega bien al baloncesto.

—¡Joder, qué burrada!

—Si es que los españoles sois unos paletos, Malena. Seguro que tú sólo has salido de Madrid para venir aquí.

—Mentira. He estado en Francia.

—Bueno, habrás ido a Lourdes con las monjas.

—¡Ah! ¿Sí? — me había quedado helada—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Pasé una vez por allí, en una excursión del colegio, y lo vi. Los alrededores de la gruta estaban podridos de autocares españoles, eran tantos que no los pude contar. Abrimos la ventanilla y empecé a meterme en español con algunas niñas que llevaban velos y misales en las manos Todas se asustaban y se iban corriendo, dando saltitos —entonces empezó a parodiar a Macu con una perfección de la que no era consciente—, y me insultaban con su vocecita, imbécil, idiota, chulo, vete a la eme, me reí mucho. Total, que aquello parecía El Escorial una tarde de domingo.

—¿Cuándo fue eso?

—Déjame pensar. Fue hace tres años, no, cuatro… ¿Por qué me lo preguntas? ¿Andabas por allí?

—No —y eso era cierto, yo había ido dos años después que él—. Yo nunca he estado en Lourdes, no me gustan nada esos sitios.

—Ya. ¿Y adónde fuiste cuando estuviste en Francia? ¿A París?

—No, a París no… Más bien al sur.

—¿Pero a qué parte del sur? —sonreía, no se fiaba de mí.

—Es que no me acuerdo bien. Cerca de Italia, íbamos todo el rato al lado del mar.

—¿La Costa Azul?

—Sí, debe de ser eso. Es que se me han olvidado los nombres, y todo, todo, es increíble…

—Pero pasarías cerca de alguna ciudad importante, ¿no?

—Sí, claro.

—¿Cuál?

No me acordé de Niza, pero estuve muy cerca de Marsella, a punto de pronunciar su nombre, hasta que recordé haber leído en alguna parte, seguramente en un libro de Astérix, que a aquella otra ciudad la llamaban la capital del sur.

—Lyon.

—¡Ja! Tú no has ido más que a Lourdes con las monjas, me juego los huevos…

—¡Muy bien, listo! — me levanté de un salto. No estaba enfadada con él, y tuve que tragarme una sonrisa cuando desfiguró la expresión favorita de Porfirio («me huego los juevoss»), pero me sentía incómoda en una situación que parecía empeorar progresivamente, sin terminar de arrojar ningún fruto—. Si ya lo sabes todo, no me necesitas para nada, así que me voy.

Giré sobre mis talones y emprendí camino muy despacio, pero no me habría alejado más de diez pasos de él cuando una piedrecita cayó muy cerca de mi tobillo izquierdo. La segunda me dio de lleno en el derecho. Me volví, frotándome la pierna con gestos muy aparatosos, como si el impacto me hubiera dolido terriblemente.

—¿Qué pasa ahora?

—Hay una cosa que todavía no sé —me miraba con una expresión que no presagiaba nada bueno—. ¿Qué te dejas hacer tú, india?

—¡Ah! — fingí sorpresa, aunque en realidad estaba encantada—. No me digas que te interesa eso…

El no consideró oportuno contestar, y yo recapitulé brevemente. Un primo de Angelita había estado a punto de besarme en su boda, un año y medio antes. Después, a mediados de aquel curso, me había echado un novio, un amigo de Iñigo que no me gustaba demasiado, aunque le había dicho que sí porque había pensado que ya iba siendo hora. Nos besábamos, y una vez, al final, me metió una mano por el escote, pero le dejé enseguida porque me aburría mucho con él. Por lo demás, en el primer guateque de aquel mismo verano, Joserra se había emborrachado y la había tomado conmigo, como siempre. Mientras bailábamos, me tocaba el culo todo el rato, pero al final se emocionó y me levantó la falda por detrás con una mano. Entonces le clavé una rodilla en los huevos. Todos me dijeron que me había portado como una bestia, aunque yo opinaba que se lo había ganado. No era un balance precisamente cosmopolita, pero desde que apareció Fernando no podía dormir bien por las noches, y me dije que eso debería bastar para equilibrarlo.

—Yo me dejo hacer casi de todo.

—¿Casi?

—Casi. De todo menos cosquillas. Es que las cosquillas me ponen de los nervios, ¿sabes?

Giré nuevamente sobre mis talones, y me aguanté las ganas de mirarle a la cara. Caminaba deprisa, dejándome impulsar por el viento, que soplaba a mi favor, cuesta abajo, y me sentía tan satisfecha que ni siquiera tenía ganas de analizar el resultado de aquel combate, decidir si había ganado o si me había perdido del todo, pero antes de alcanzar la mitad del recorrido, cuando aún no podía distinguir entre los árboles la estrecha cinta negra que señalaba la carretera, escuché el ruido hueco de un motor extraño, que giraba a una velocidad poco frecuente, y pude oler el polvo que levantaba la Bomba Wallbaum al arañar el suelo de tierra apisonada. No quise volver todavía la cabeza, pero él frenó la moto cuando estuvo a mi altura y yo le respondí deteniéndome.

—¿Adónde vas?

—A mi puta casa. Si no te parece mal, desde luego.

—Sube —sonrió—. Te llevo.

Me encaramé sobre el asiento con alguna dificultad porque las piernas me temblaban como si tuvieran vida propia, pero en un par de segundos estuve detrás de él, pegada a él, y advertí por primera vez la rácana consistencia de la realidad, la fugacidad insoportable que destiñe, apenas se produce, el color de un instante que se ha deseado tanto como yo había deseado aquel instante. Pero estreché su cuerpo con mis dos brazos hasta que mis dedos leyeron sobre la tela el relieve de sus costillas, invirtiendo estrictamente el orden de los huesos que deberían haber adivinado las yemas de una señorita, y noté cómo se aplastaban mis pechos contra sus omóplatos, y el anómalo estremecimiento de humedad fría, que había señalado la irrupción del sudor que me empapaba ya bajo la ropa, mudó en una tibieza ágil y confortable, como la que despide una chimenea encendida para acoger a un visitante al que nadie espera, en una noche de invierno.

—No te importa que te coja así, ¿verdad? Es que he montado en moto muy pocas veces y me da un poco de miedo.

—No. Y haces bien en agarrarte fuerte, porque corro mucho.

—Ya… Me lo imaginaba.

—Sí, yo también.

—¿Qué?

—Que te daría miedo ir en moto.

Aceleró varias veces en seco y luego levantó con un pie, sin avisar y sin que yo me diera cuenta, la palanca que hacía girar las ruedas en el aire. Salimos despedidos por la cuesta y por un instante creí que habíamos despegado, que nos levantábamos del suelo, como si la Bomba Wallbaum pudiera volar, y chillé, como chillaba de pequeña en la montaña rusa, pero cuando desembocamos en la carretera aquella sensación de gozo irracional cedió ante una rápida secuencia de imágenes que me asaltaron en tromba. Primero pensé que cualquiera de los coches rojos que se cruzaban con nosotros, a una velocidad muy superior de la que me habría permitido distinguir la marca y el modelo de cada uno, podría ser el coche de Nacho, y llevar a mi hermana dentro. Luego dejé de pensarlo para empezar a desearlo. Más tarde me pregunté hasta qué punto había creído Fernando mi última afirmación y si, en ese caso, me llevaría de verdad a casa. Todavía no me había pronunciado acerca de cualquier posible consecuencia de esta última hipótesis cuando noté que la velocidad decrecía alarmantemente. Jamás hubiera creído que el mirador estuviera tan cerca.

—Hemos llegado.

—Uy, no, por favor… Si no te importa, rodea el jardín y déjame en la puerta de atrás. Así ando menos.

Le abracé un poco más fuerte, por si cambiaba de idea y se desviaba para ir al pueblo, a tomar una caña, por ejemplo, una iniciativa de lo más corriente, pero no me atreví a asumirla y a él no se le ocurrió, o no quiso hacerlo, y antes de que quisiera darme cuenta, se detuvo delante de la verja, sin haberme puesto un dedo encima. No me atreví a analizar los motivos de semejante abstinencia, un enigma que antes de ser formulado sugería ya un panorama pavoroso, y en un arrebato de demencia pura, concebí un miedo nuevo, insólito, y me dije que si él no me tocaba, moriría, y la mía no sería una amable muerte de novela, sino una agonía lenta e irreversible, porque viviría de entonces en adelante con la condena de mi propia muerte a cuestas, y cuando la alcanzara, vieja y arrugada, agotada y vacía, comprendería con horror que no había empezado a vivir nunca. Mis pensamientos eludían las fronteras del deseo para hundirse en un abismo mucho más hondo, la curva de una sonrisa sarcástica, una tristeza espesa y llena de grumos, el miserable destino que me esperaba con los brazos abiertos en la otra orilla, como un ogro acechante que uniría sus garras alrededor de mi cuello si yo no era capaz de jugarme el pellejo en un instante. Y me rendí al pánico al comprender que no tenía el valor suficiente para hacerlo, pero aproveché el sordo zumbido del motor para quejarme en un murmullo que calibré perfectamente inaudible.

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