—¿Que no?
—Bueno, sólo a veces, cuando juega a la máquina, o cuando se emborracha un poco…
—A eso me refiero. No digo que te mire todo el tiempo, sólo digo que no me gusta cómo te mira cuando te mira.
—Mira, Reina, métete en tus asuntos y déjame en paz.
No me asombró menos pronunciar esas palabras de lo que a Reina le sorprendió escucharlas, porque jamás hasta entonces había hablado con mi hermana en ese tono. Me contestó con una mirada extraña, en la que se combinaban la humillación, el desconcierto y algo más, un ingrediente que no logré identificar, y musitó, a modo de respuesta, una despedida que se me escapó, antes de acelerar el paso para distanciarse de mí. Cuando llegamos a la plaza y distinguí la silueta del coche de Nacho, el disc-jockey de Plasencia que ya se perfilaba como el único novio que le duraría dos veranos, corrí para alcanzarla.
—Perdóname, Reina, lo siento, no he querido decir eso.
Mi hermana accionó la manivela con un gesto perezoso hasta que el cristal desapareció por completo en su funda de chapa roja. Luego sacó el brazo por la ventanilla y sonrió.
—No importa, Malena, no estoy enfadada. De todas formas, tenías razón, no es asunto mío, y tampoco es nada importante, porque…, bueno, Porfirio me contó el otro día que Otto está loco por su novia, ¿sabes? Por lo visto se liaron hace poco, y él no quería venir, intentó quedarse allí como fuera, y además, la verdad es que…, en fin, no creo que te mire tanto precisamente porque le gustes, sino sólo porque debes llamarle mucho la atención. En Alemania no debe haber muchas tías como tú, así…, con esa… cara de india.
Me quedé callada, como clavada en el suelo, colgada de su sonrisa limpia y franca, y de su voz, que llegaba rotundamente a mis oídos, abiertos pese a mis deseos de cerrarlos para siempre.
—No es que tu cara tenga nada de malo —prosiguió—, a mí me pareces muy guapa, ¿verdad que es guapa mi hermana, Nacho? — su novio asintió, moviendo la cabeza—. Lo que pasa es que, en ese país…, bueno, ya sabes cómo son con la gente morena. ¡Igual, cada vez que apareces por el pueblo, el nazi ese se cree que ha llegado el circo! — ambos celebraron estruendosamente tan admirable muestra de agudeza—. Hija, por Dios, no me mires así, si no soy sólo yo, todo el mundo lo dice, parece mentira que no te hayas dado cuenta todavía… Ya sé que a ti al principio te gustaba un poco, pero no vale la pena, en serio, no te llega ni a la suela del zapato y, total, un tío más o un tío menos, lo mismo da, ¿no?, al fin y al cabo, el mundo está lleno de tíos. Venga, anímate. No me irás a decir que te importa lo que piense Otto de ti, ¿eh? Vamos, monta, te llevamos a Plasencia…
—No —dije por fin—. No voy.
—Pero ¿por qué? ¡Malena! ¡Malena, ven!
Eché a andar sin rumbo fijo, saliendo de la plaza por la puerta opuesta a la que había elegido para entrar, un portillo tan estrecho que no permitía el paso de un coche, y seguí caminando, salí del pueblo y emboqué la carretera, pero me molestaba el polvo que levantaban los coches al pasar a mi lado, y me desvié para tomar un camino de tierra, el sendero del mirador, una pequeña plataforma excavada en el vientre de la sierra desde donde se contemplaba toda la vega, el paisaje dulce y grandioso a la vez del que yo no distinguiría más que las escarpadas aristas de roca viva, tan afiladas como las palabras de Reina que zumbaban todavía entre mis sienes. Entonces, al doblar la última curva, vi primero la Bomba Wallbaum aparcada contra un poste y después le vi a él, a través de una camiseta blanca sin mangas, y antes de haber decidido si debería quedarme, o renunciar, a beneficio de mi hipotética dignidad, al encuentro que había sido la única meta de mi vida en las últimas, eternas semanas, Fernando miró hacia atrás y me descubrió.
—¡Hola! ¿Qué haces por aquí?
Me acerqué andando muy despacio, para que no se notara demasiado que a cada paso hacía oscilar levemente mis caderas, intentando hinchar el vuelo de la falda de mi vestido blanco, hasta que conseguí que un par de veces se enrollara alrededor de mis piernas, satisfaciendo un impulso oculto que de repente se hizo consciente para que me sintiera doblemente furiosa, no sólo con él, sino también conmigo misma.
—Pues ya ves —contesté, sentándome en un banco, a su lado—. A partir de ahora, lo mismo que tú.
—Muy bien, no me viene mal un poco de compañía…
Cogió una piedrecita y la tiró al vacío con un gesto enérgico. Luego se volvió hacia mí, se recostó contra el respaldo, y se me quedó mirando con una expresión risueña. Le sostuve la mirada, intentando cargar mis baterías hasta el tope, y cuando ya no pude más, estallé.
—¿Qué pasa? No te gusta mi cara, ¿verdad? ¿Opinas que parezco un mono o que soy como un filete pasado de parrilla? Demasiado hecha, ¿no?
—No, yo no… No te entiendo… Yo… pero ¿por qué dices eso?
Si le hubiera mirado, habría descubierto en su rostro las huellas de un estupor tan genuino como mi cólera, pero no lo hice, y ni siquiera eso habría podido detenerme.
—¡Pues entérate de una vez de que mi padre es más rubio que tú, gilipollas, y una de mis bisabuelas tenía el pelo rojo y pecas por todo el cuerpo!
—Lo sé, pero lo que no…
—Además, no es por darte un disgusto, pero no sé si sabrás que el apellido de tu abuela es judío, pero judío perdido, vamos, el no va más de judío, es que… ¿Cómo te explicaría yo? Apellidarse Toledano en España es como apellidarse Cohen en cualquier otra parte, a más de uno lo quemaron sólo por eso.
—¡Ya lo sé, lo sé, lo sé!
Me cogió por los hombros y me zarandeó un par de veces, para aflojar los brazos luego, de repente, como si lamentara haber perdido el control. Se enderezó sobre el asiento y lanzó a la nada otro guijarro. Habló de nuevo y ya no balbuceaba. Su voz era dura, serena.
—Cuando termines, avísame.
—Ya he terminado —había estado apunto de rematar recordándole que ni era andaluza ni sabía bailar flamenco, por si se había hecho ilusiones, pero mientras le miraba me di cuenta de que me gustaba tanto, pero tanto tanto, que me empezaron a temblar las piernas, y me quedé sin fuerzas para seguir.
—Entonces, ¿me quieres decir qué hostia te pasa? ¿Qué te he hecho yo, eh? ¿Me he metido contigo, te he dicho alguna vez algo malo, te he insultado, como tú me acabas de insultar a mí? No, ¿verdad?, porque no es eso. Yo te voy a decir lo que pasa. Lo único que pasa aquí es que tú eres una señorita de mierda, igual que todos los que vivís en esa puta casa.
Se levantó con brusquedad y se volvió para mirarme, y en aquel instante comprendí con una aterradora precisión que hasta entonces mi vida no había sido otra cosa que su ausencia.
Aquella revelación me inspiró una rara suerte de serenidad, y la apuré despacio, consciente de que por fin había llegado a alguna parte, de que ahora, por fin, podía atisbar, siquiera entre nubes, el trozo de cielo que me correspondía, pero cuando levanté la vista, mi tranquilidad murió tan mágicamente como había nacido, porque jamás saldría indemne de aquella mirada, y jamás volvería a contemplar un fuego como el que alimentaba a aquellos ojos que ardían para herirme y para curarme a la vez. Fernando temblaba de ira, la barbilla erguida, y jadeaba con la boca entreabierta, hinchiendo al mismo tiempo las aletas de la nariz, tensos los brazos, apretados los puños, y amagaba con marcharse pero no se iba, y me pregunté qué extraña fuerza le mantendría a mi lado, más poderosa que su rancio honor de joven bastardo, una pasión tan débilmente alemana, y entonces la verdad me partió por el eje, como si un hacha de hierro se hubiera clavado en el centro de mi cráneo para seccionarlo en dos mitades iguales, y bajé los párpados para encerrarme en mí misma al comprender en qué burda clase de trampa para niños me había dejado atrapar.
Sentí la descabellada tentación de tirarme al suelo para arrodillarme ante él y estrellar mi propia frente contra la roca, tan miserable, tan imbécil me sentía, pero me limité a arrastrarme sobre el banco hasta que conseguí enganchar una mano en la cinturilla de sus pantalones, para darle a entender que no debería marcharse todavía.
—No, yo no soy una señorita de mierda… —estaba tan nerviosa como pueda estarlo un enfermo que contempla cómo se apaga su vida sobre la pantalla de un monitor, pero escogía cada palabra como si la correcta combinación de todas ellas pudiera generar una milagrosa fórmula capaz de detener el tiempo—. Y además eres tú el que me desprecias.
—¿Yo? — el estupor colocó dos nuevos acentos sobre sus ojos—. ¿Yo te desprecio?
—Sí, tú… Lo haces porque piensas que soy una señorita, y… y porque…, bueno, cuando me miras, a veces tengo la sensación de que…, bueno, de que… lo haces como si yo fuera un bicho raro, o porque… —resoplé, y lo solté de un tirón— porque me desprecias por mi cara de india.
—¡Ah! Así que es eso lo que piensas…
Intenté leer en su rostro, y lo que vi no me gustó nada. Retrasada mental, me dije, eso es, habrá oído hablar de Pacita y ahora ya se ha dado cuenta de que soy igual que ella, retrasada mental, seguro.
—No, yo no pienso eso —arriesgué, con la impasibilidad del jugador que ya sabe que lo tiene todo perdido—. Pero eso es lo que dicen todos.
—¿Quiénes son todos?
—Mi hermana… y los demás.
—¿Quién es tu hermana, esa canija que lleva siempre cola de caballo? — asentí, porque no me gustaba la idea de que Reina siguiera estando canija, pero no había otra con esas señas—. ¿Y tú qué piensas? Porque tú, a ratos sueltos, también pensarás, ¿no?
—Sí, yo también pienso. En realidad, pienso mucho… —le sonreí en silencio, hasta que obtuve una sonrisa a cambio—. Y yo también me he dado cuenta de que me miras raro, pero a lo mejor no es porque tenga cara de india, sino por otra cosa.
Se movió despacio para sentarse nuevamente a mi lado, sin hacer ningún ademán de retirar mi mano de su cintura, pero antes de dejarse caer sobre el banco se sacó del bolsillo un paquete de tabaco, y me ofreció sin decir nada. Entonces acepté el primer cigarrillo de mi vida.
—¡Vaya, se te ha acabado el Pall Mall!
—Sí… —se inclinó sobre mí para darme fuego y por un instante rocé mi brazo con el suyo, y la hiperbólica sensibilidad que desarrolló mi piel en el curso de un contacto tan breve me dejó perpleja—. Nada dura eternamente.
—Este es muy bueno —le di una chupada al Ducados y me entraron unas ganas terribles de toser, aunque todavía no sabía tragarme el humo—. Y además, aunque lo fabrican en Canarias, lo hacen con tabaco cultivado aquí, en esta comarca.
—Ya, eso me dice todo el mundo, parecéis todos muy orgullosos de esa tontería… ¿Por qué crees tú que te miro raro?
—No lo sé —el humo me ayudó a disimular una de aquellas penosas risitas chillonas—. A lo mejor te resulto curiosa, porque en Alemania no hay tías como yo, o te recuerdo a tu novia.
—No. Mi novia es rubia, delgada y bajita —encajé bien, sin mover un músculo de la cara—. Me gustan las chicas pequeñas y… ¿cómo se dice cuando algo no llama demasiado la atención?
—¿Sosas? —sugerí. Intentaba barrer para casa, pero él se dio cuenta, y me desautorizó con una sonrisa.
—No. Hay otra palabra.
—Ya, quieres decir discretas…
—Eso, pequeñas y discretas.
—Pues estupendo, no sabes cuánto me alegro por ti —seguía encajando bien, de todas formas, él se reía—. ¿Y cómo se llama?
—¿Quién? ¿Mi novia? Helga.
—Es… bonito —en español sonaba horroroso, rimaba con acelga, pero en las películas, las actrices siempre enmascaraban su decepción tras comentarios parecidos.
—¿Tú crees? A mí no me gusta nada. El tuyo, en cambio, sí es muy bonito.
—¿Malena? Sí, sí que lo es —y era sincera, siempre me ha gustado mucho mi nombre—. Y también es el título de un tango, una canción muy triste.
—Lo conozco —aplastó la colilla contra el suelo y marcó una pausa muy larga antes de volver a lanzar piedrecitas al aire—. ¿Sabes por qué te miro tanto?
—No, y te juro que estoy deseando saberlo.
—Pues… —pero adoptó una expresión aún desconocida para mí, extrañamente serio a pesar de la sonrisa que amenazaba con despuntar entre sus labios, y al final cabeceó, improvisando un gesto de desaliento—. No, no te lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Porque no lo entenderías. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—Mentira.
—Bueno, me quedan sólo algunos días para cumplirlos…
—Dos semanas.
—Vale, pues dos semanas, pero eso no es mucho, ¿o sí?
—Para lo que tengo que decirte, sí.
—¿Y tú cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—Mentira.
—Bueno… —y empezó a reírse conmigo—. Los cumplo en octubre.
—Fatal, te queda muchísimo. Dieciocho años son demasiado pocos para dárselas tanto de hombre hecho y derecho.
—Depende. Aquí sí, en Alemania no. Allí soy mayor de edad.
—Vamos a hacer un trato. Yo te invito a mi fiesta de cumpleaños y tú me regalas el secreto. ¿Vale?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no me apetece ir a ninguna fiesta de mierda en este pueblo de mierda, y porque, además, seguirías sin entenderlo.
—No te gusta mucho esto, ¿verdad?
—No. Esto no me gusta nada.
Su mirada se había perdido en el vacío. Estaba rígido, y muy lejos de mí, pero yo todavía debería acostumbrarme a sus bruscas soledades, y ante mis ojos se extendía un paisaje espléndido, dulce en el llano sembrado de huertas y de agua, y en las laderas suaves, plantadas de frutales, grandioso al mismo tiempo en las alturas de esas montañas grises y severas que nos miraban desde muy lejos, como si fueran las gigantescas nodrizas de la Tierra.
—Pues no lo entiendo. Es un sitio maravilloso. Míralo.
—¿Esto? Es como el desierto. Pelado y seco.
—¡Porque ya estamos en julio y todo se ha agostado! Aquí siempre es así, por el clima, pero si vinieras en primavera y vieras los cerezos blancos, como si hubieran nevado flores…
—Yo no voy a volver nunca.
En aquel instante le habría pegado una bofetada, y le habría hecho daño. Sentiría lo mismo muchas otras veces, hasta que llegó un momento en el que conseguí distinguir ya el chirrido de la invisible cremallera que cerraba cuando quería crear a su alrededor un vacío compacto y completo, que le permitía excluir de sí mismo todas las cosas salvo el aire que respiraba, y también a mí, aunque no consintiera que me marchara de su lado. A partir de entonces era su expulsión lo que me dolía, y no la irritante arbitrariedad de sus afirmaciones, la taxativa estupidez de esas sentencias radicales, a menudo injustas, y hasta absurdas, que parecían bastarle entonces para explicarse el mundo, pero aquella tarde, en el mirador, sus palabras lograron enfurecerme, porque se estaba portando como un idiota y no lo era, y porque un vacío de signo muy diferente al suyo reconquistó mi cuerpo cuando le escuché decir que nunca volvería.