Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? (17 page)

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Authors: Jovanka Vaccari Barba

Tags: #Relato

BOOK: Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas?
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Afortunadamente, no: lo que padecen es una irregularidad denominada hipopituitarismo, en la que el mal funcionamiento de la pituitaria provoca problemas hormonales (químicos, en definitiva) y, éstos, a su vez, una especie de «ceguera al amor» ¡que se puede remediar suministrando a estas personas una anfetamina natural emitida por el cerebro (la feniletilamina), implicadísima en la química del amor!

No afirmo que espíritu y amor no existan, pero qué tranquilizador, ¿no?: gracias a la química empezamos a comprender, por fin, lo que
realmente
son; y, gracias a la farmacopea, podemos remediar los problemas que suscitan.

Claro que habrá quien se escandalice por hacer apología de la química y la farmacopea. Pero mientras dioses y psicólogos no ofrezcan servicios mejores y con menos efectos secundarios...

¿PARA SIEMPRE,
SIEMPRE?

¿Verdad que las cigüeñas son entrañables? No sólo se ocupan de perpetuar su especie, sino la nuestra: el puritanismo humano ha puesto en sus alas la responsabilidad de «traer», también, nuestras crías.Desconozco por qué, exactamente, nuestra imaginación eligió estos animales para defenderse de la molesta curiosidad de los nenes, pero no me extrañaría que fuera por la fidelidad que exhiben, verán:

Fielmente, cada primavera las cigüeñas reaparecen para aparearse; fielmente, regresan al mismo nido que abandonaron la temporada anterior; fielmente, el macho, primero en llegar, prepara el nido; fielmente, puede incluso espantar a una hembra lagarta que suspira por su pico; cuando vuelve la hembra, fielmente, se hacen reverencias y frotaciones en señal de cortejo como, ¡sniff!, la primera vez; fielmente, recombinan sus genes; fielmente sacan adelante a la cría y, cuando llega el frío, fielmente se van.

¿Pero saben lo que ocurre entonces?

Pues que, también fielmente, hembra y macho se perderán de vista hasta el próximo apareamiento.

¡Qué sabio, ¿verdad?! Sin embargo, la cultura judeocristiana no sólo exige monogamia sino, lo que es peor,
duración
del vínculo
amoroso:
separación o divorcio son
fracasos existenciales
que deben evitarse aun a costa del sacrificio individual, como bien saben nuestros pobres abuelos.

¿Aparecería el divorcio entre las cigüeñas si obligáramos a las parejas a permanecer juntas más allá del tiempo reproductivo?

Estoy convencida de que no sólo aparecería el divorcio, sino una cólera natural que intentaría poner fin a una aberración: el comportamiento de las cigüeñas, igual que el del resto de animales «sin consciencia», está enteramente dominado por pautas químicas: durante la infancia, ciertas señales les enseñan a defender su supervivencia; al llegar la adolescencia, otras les recuerdan que hay que aparearse; al llegar la crianza, les obliga a sacrificarse por la continuidad del genoma; y, al volver la época no reproductiva, la química les aconseja poner aire por medio.

Claro que éstos son animales «inconscientes», me pensarán ustedes. ¿Pero qué pasa con nosotros, los animales conscientes?

Pues que, en la infancia, la adrenalina nos activa conductas adecuadas para la supervivencia (cólera, miedo, alegría); en la pubertad, la actividad hormonal termina de definir el género sexual; en la juventud, la feniletilamina, una anfetamina natural, nos provoca los temibles «flechazos» para recordarnos nuestra «obligación» de procrear; durante la crianza, la oxitocina nos «empuja» a sentirnos felices y a creer que reproducirnos es lo mejor que nos ha podido pasar en la vida... ¡¡Andá!! ¡¡Pero si es muy parecido a lo que les ocurre a las cigüeñas!!

Excepto una cosa: la pareja humana intenta seguir conviviendo
después
de que a la cría no le haga falta la alianza cooperativa de sus padres para sobrevivir. Sin embargo, está constatado que mostramos tanta tendencia a la monogamia como al divorcio: entre dieciocho meses y tres años después de haberse emparejado,
como todos hemos sufrido,
los defectos de la pareja abofetean y aparecen las dudas sobre la conveniencia de emparentar con un pelanas. ¿Qué ha pasado? ¿Nos han cambiado el novio sin darnos cuenta?

Pues no: es sólo que la ebriedad feniletilamínica —que también nos «mantiene» enamorados: eufóricos, entusiasmados, dispuestos a acariciarnos y a escucharnos incansablemente— ha dejado de actuar. Mas, desaparecida la sensación de enamoramiento y sus deseables emociones asociadas ¿deberíamos separarnos a los dos años en punto —por poner— y volver a intentar otro apareamiento cuando las fuerzas bio-químicas, psíquicas y culturales estuvieran de nuevo a favor del refocile reproductivo?

Pues tampoco: dice Liebowitz, el psiquiatra evolucionista que ha estudiado la química del amor, que no podríamos: cuando el arrobamiento desaparece, emergen otras formas de afecto (apego, dilección, aprecio, cariño, estimación), muy propias de los humanos. Parecería entonces que, por fin, nos adentramos en los territorios del Espíritu, allí donde La Libertad y el Libre Albederío instalan sus tiendas de campaña.

Pues no, todavía no: parece que este universo también está afectado por un sistema químico, el opiáceo: durante la «fase del apego» segregamos endorfinas (morfinas endógenas), que «serenan la mente, eliminan el dolor y reducen la ansiedad», proporcionando a los amantes «una sensación de seguridad, estabilidad, tranquilidad» y consiguientemente, pienso, un tiempo singular que permite incursionar, ahora sí, las propiedades del espíritu.

Claro que, antes, habrá que ponerse de acuerdo sobre qué es el espíritu, ¡jo!.

¡NO TE VAYAS, PAPÁ!

Reserva de Gombe Stream, Tanzania, hábitat natural de nuestros primitos los chimpancés comunes. Allí, entre selva tupida y claros sabanosos, una centena de clanes, reunidos en comunidades de quince a ochenta individuos, ofrece a la investigación científica imágenes aproximadas del pasado humano: buscan y reparten el alimento, organizan la defensa del grupo, ensayan jerarquías morales, juegan hasta el cansancio, celebran encuentros entre clanes y cuando llegan los partos, después de múltiples y cruzados apareamientos, las hembras preñadas se alejan del grupo a parir solas y a criar en el grupo de las madres.

Pero, ¡atención!, también se observan comportamientos liberticidas: de vez en cuando, algún macho pretenciosamente dominador se emperreta con una sola hembra e intenta monopolizarla sexualmente. Para conseguirlo tendrá que vigilarla siempre y, cuando llegue el fruto de su pasión, atenderlos a los dos. Si el pobre supiera que esa conducta pueden inaugurar el «sentimiento» de paternidad, se lo pensaría dos veces.

Las peores guerras entre parejas que quieren separarse se desatan muchas, muchas veces, «por los hijos»: quién se ocupa de la tutela, quién de la custodia, quién de la educación, quién de la manutención. Aparentemente son conflictos privados que debieran resolverse privadamente. Sin embargo, el hecho de que la cultura de género haya hecho suya esta batalla, que ésta se haya saldado con la paternidad como «un derecho» y que, al mismo tiempo, no sepamos a qué, exactamente, obliga éste a los hombres, delata dos cuestiones cruciales: a) que sabemos qué es la maternidad; b) que no tenemos ni idea de qué es «la paternidad». Pero es que, en nuestra especie, probablemente fue una introducción tardía.

Gorilas, chimpancés, orangutanes, humanos, tenemos ancestros —y por lo tanto comportamientos— comunes. Se sabe que la organización grupal en torno a la crianza difiere de una a otra especie. Los gorilas, por ejemplo, forman harenes que las hembras pueden abandonar o transgredir, pero no así los machos: la paternidad como la maternidad, por tanto, no son funciones inherentes al individuo sino al sistema, pues las crías están al cuidado del grupo. Los chimpancés bonobo, por su parte, se parecen más a nosotros porque exhiben una rica vida erótica y sexual que «utilizan» como elemento de cohesión social además de como método reproductivo, aunque hay diferencias fundamentales: no establecen parejas a largo plazo, por lo que «marido», «esposa» o «padre» son funciones también desconocidas entre ellos.

¿En qué momento, entonces, nuestra estirpe se diferenció de sus parientes y diferenció, en consecuencia, su comportamiento en relación a la crianza?

Nosotros somos la primera y única especie —
vaya por Dios
— cuyas parejas reproductoras quieren vivir juntas
para siempre:
hasta que las hembras pre-humanas perdieron el periodo de celo que caracteriza a otras primates y pudieron aventurarse en los territorios del erotismo, el sexo era casi exclusivamente reproductivo, estando los apareamientos limitados a la fase fértil. Las hembras no volvían a estar disponibles sexualmente hasta que se producía el destete de la cría, momento en el que la hembra recuperaba el celo y la pareja la libertad para reproducirse con otro individuo. ¿Por qué habría de «quedarse» un macho, sufriendo la crianza sin gozar del sexo?

Sabemos que las parejas de
Australopithecus afarensis,
antepasados directos que vivieron en el África oriental hace unos cuatro millones de años, criaban juntos hasta que la criatura podía valerse por sí misma y participar en la vida comunitaria, unos cuatro años, más o menos. Luego, se separaban y formaban otras parejas reproductivas. Es decir, que la proto-paternidad debió de producirse antes, entre que nos bajábamos de los árboles y caminábamos erguidos.

Dicen las viperinas bio-antropológicas, tanto machistas como feministas, que la paternidad es un invento, que los hombres son unos mandados y que es la omnipotente
necesidad
femenina la que adjudica papeles y funciones. Puede ser: hace nada una comunicación nos «confirmaba» que, durante el embarazo y la lactancia, las mujeres disponemos de un sistema químico que activa en el hombre el sentimiento de paternidad y le prepara para sentirse feliz y cooperador.

Aunque este descubrimiento vuelve a responsabilizar al principio femenino de ser el director de la orquesta, no me desagrada la idea: algo tenía que ayudar a los chicos porque, de haber evolucionado únicamente como inseminadores, hace tiempo que serían sustituibles por inyecciones de esperma de venta en tabaquerías. Pero no me aclara una cosa: ¿qué fue primero, el sistema químico femenino o el monopolizador?

¿NO ES UNA MONADA?

Tres millones de años antes de Cristo. Etiopía. Lucy y sus amigos recorren los bosques y llanuras, probablemente en busca de alimento y emociones. Miden alrededor de un metro, su cerebro tiene el tamaño del de un chimpancé, exhiben arcos superciliares enormes, labios delgados, piel y ojos oscuros, mentón recesivo y unas mandíbulas poderosas con dientes centrales salientes y colmillos afilados. Se diría que son simios, excepto por una sutil diferencia: aunque sus pies y manos están todavía curvados —lo que significa que aún frecuentan los árboles—, la configuración de cadera, rodilla y tobillos indica que estos individuos ya son bípedos y caminan erguidos: ¡La raza humana ha hecho su aparición!

Los restos fósiles de Lucy fueron encontrados en 1974 por Donald Johanson y su equipo de antropólogos. Dicen que murió con unos veinte años de edad y que sufría artritis: magnífica ironía, la de los primeros pasos hacia la humanidad. Aunque, en puridad, los
Australopithecus afarensis
no son el origen de la línea humana: entre los antepasados cuadrúpedos y los bípedos tuvo que haber una transición: ¿quiénes fueron los abuelos de Lucy y qué pasó para que
todo
desembocara en «nosotros»?

Por aquellas fechas —unos cuatro millones de años atrás— el continente africano ya reflejaba las modificaciones geomórficas que un violento cambio climático había iniciado unos veinte millones de años antes. Los bosques se replegaban, y extensas llanuras, las sabanas, se abrían paso, provocando la desaparición o movilidad del alimento y, por tanto, la desaparición o movilidad de muchas especies. Pero también la aparición de otras: la pulsión vital —la energía— no se crea ni se destruye, se transforma.

La ciencia todavía debate, y le queda, sobre el eslabón perdido entre el mono y el humano. Pero la bioquímica ha encontrado semejanzas demasiado interesantes entre la sangre humana y la de unos antepasados arcaicos de los orangutanes: los ramamorfos. ¿Pudieron ser estos hominoideos (antecesores de simios y humanos) «el antepasado común» que inauguró la línea humana que ahora conocemos?

La gente de ciencia intenta, evitando absolutismos pasados, «aproximaciones a la verdad». Pero ya saben que no hay disciplinas más especulativas que la antropología y la arqueología: como te pillen distraída te montan una novela a partir de un diente viejo. Así que, además de unos restos fósiles mínimos (huesecitos sueltos que no llenan ni una caja de zapatos), el conocimiento humano sólo dispone de una cosa segura: dudas.

Y aquí, les ruego, permítanme hacer una arbitraria digresión: puestos a no tener todavía una respuesta convincente sobre nuestro origen, hablemos de
la
duda, que no es asunto baladí ni anticientífico, todo lo contrario.

Quienes consumimos los temas científicos vivimos desde hace años en un puritito sobresalto. La teoría estándar sobre los orígenes de la humanidad está basada en cuatro huesitos dispersos en el espacio y el tiempo, arropados por una hipótesis climática y ambiental irritantemente mudable: cada nuevo fragmento óseo que aparece, derriba el sombrajo de nuestros orígenes y nuestra radiación adaptativa como especie. Los progenitores de la teoría preexistente polemizan durante años con los que traen nuevas noticias, mientras hallazgos aún más recientes hunden en la irrelevancia las polémicas anteriores.

A su vez, se esboza en el horizonte un gigantesco «majo y limpio» en el campo de las dataciones y, también, —¡vaya!, ¡hombre!— en las hipótesis paleoclimáticas sobre el momento en que empezamos a ser gente: no les extrañe pues que, al final, alguna teoría postule que Dios no fue nuestro creador, sino
El
eslabón perdido.

Por si fueran poco movedizas las arenas por las que torpemente chapoteamos, la unificación de etología y psicología, la psicología evolutiva, se está cargando nuestro queridísimo dualismo civilizatorio, hasta el punto de preguntarnos si tiene sentido suponer la existencia de un punto de partida, un «big bang» para la conciencia, el espíritu, la inteligencia, la moral o, incluso, para el lenguaje: nuestras más confortables y, creíamos, exclusivas señas de identidad.

En temas científicos, la inyección de honradez y duda, produce gerundios: vamos comentando lo que se va conociendo, añadiendo unos datos y descartando otros: vamos haciendo hipótesis verosímiles sobre las formas cambiantes y evanescentes de las nubes... y esto sí es específicamente humano.

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