Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? (19 page)

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Authors: Jovanka Vaccari Barba

Tags: #Relato

BOOK: Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas?
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«Mucho». No sé. Dada la constatable agonía de nuestra viril civilización ¿no sería más oportuno ahora preguntar-se por qué ellos hablan tan poco?

¿POR QUÉ HABLAN TAN POCO?

¡Shhhh! Estamos en Indonesia, observando a los temibles dragones de Komodo. Tan ágiles como grandes y agresivos, buscan alimento, da igual un insecto que un venado. Repentinamente, y sobre el bullicio de silbidos y hojarascas, un macho eleva su portentosa cabeza, mira furtivamente hacia los lados como queriendo identificar a un llamante anónimo, clava la mirada en una poderosa hembra de más de dos metros, sobrevuela la distancia que le separa de ella con sus hercúleas patas, rápidamente le pasa la lengua por la cabeza y los alrededores de la cloaca, le sujeta cuello y hombro con sus garras para poder morderla con fervor, copula con ella... y vuelve a lo suyo. Es lo que, en humano, llamaríamos «un hombre de pocas palabras».

«Menos blablablá y más acción». «Hablar es cosa de mujeres». «Habla tanto que debe de ser maricón». ¿Saben que en Norteamérica hay psicólogos que ofrecen terapias «sólo para hombres»? A diferencia de las clásicas, confiadas en las técnicas de interacción oral con el/la terapeuta, éstas eluden hablar para ofrecer mejoría psíquica por medio del deporte, el riesgo o el teatro, actividades, al decir de los expertólogos, más acordes con la psicología masculina, tan resistente a intimar a través del palique.

No es la única señal que apunta hacia una asunción de las diferencias en la organización cerebral entre los sexos: el plan de estudios de algunos colegios avanzados se está revisando porque, bajo la convicción científica de que las aptitudes mentales de cada género también son distintas, el actual diseño, muy basado en la transmisión oral, beneficiaría a las chicas y perjudicaría a los chicos. Y los datos que esgrimen son difíciles de refutar: desde el parvulario hasta la universidad, las mujeres destacan sobremanera en el rendimiento y las notas globales. ¿Es que somos «mejores» en todo?

No. El mismo estudio intercultural que detectaba una mayor facilidad de las mujeres para el verbo, la intuición y la psicomotricidad fina, concluye lo siguiente para los varones: «Los niños desmontan juguetes y exploran más el espacio circundante. Detectan mejor los objetos en el espacio y perciben los diseños abstractos más correctamente. Sobre los 10 años, más chicos pueden hacer girar en la imaginación los objetos percibidos visualmente, perciben correctamente espacios tridimensionales sobre un papel plano y comienzan a tener puntuaciones más altas en otros problemas espaciales y mecánicos. En la pubertad superan los resultados en álgebra, geometría y en otras materias que involucran habilidades visuales-espaciales-cuantitativas». ¡Ele! ¿Será esto a lo que se refieren los hombres cuando insisten en que aparcan mejor que nosotras?

Los hombres están cargaditos de testosterona, la hormona que imprime características masculinas y favorece una mejor aptitud para moverse en el espacio, la competitividad y la agresividad. De hecho, las niñas que, por las razones que sea, reciben cantidades adicionales de testosterona durante la gestación, presentan durante el desarrollo aspecto y conducta varonil, afición por los juegos y deportes competitivos, impetuosidad agresiva... y mejores notas en matemáticas.

Evolutivamente, la diferente configuración biológica inicial entre sexos ha sido crucial para nosotros: a medida que la bípeda pareja humana caminaba hacia el extraño vínculo monogámico (como estrategia reproductora filogenética) y el matrimonio (como pacto interpersonal), la especialización en la búsqueda de alimento fue decisiva para la supervivencia de la especie y para el peculiarísimo salto cultural que hemos protagonizado.

Así, mientras las mujeres con sus colgantes crías se dedicaban a las tareas de recolección y desarrollaban ciertos talentos, los hombres empezaron a cazar, a rastrear animales, a perseguirlos y a acorralarlos, materializando a) por la necesidad de recordar las rutas y laberintos territoriales, más talento para la orientación espacial; b) por la necesidad de luchar y matar, mayor agresividad; y c) por la necesidad de apuntar y de descuartizar las presas, mejor coordinación motriz gruesa (velocidad y fuerza).

Como habrán notado, estas actividades requieren de poco «chucu-chucu». Más bien al contrario, el silencio es una exigencia para que la víctima candidata a bocado no huya, y el individualismo solitario una condición para el cazador nómada. Como mucho, de cazar en grupo, la comunicación debe haberse reducido a señales visuales o a sonidos guturales. No es de extrañar, por tanto, que después de cien mil años de uso del órgano cerebral en este sentido, a los hombres les saquen de quicio las
chácharas
femeninas, plenas de palabras, emocionalidad y afectos. Y que, por el contrario, gusten tanto de los partidos de fútbol en los que no hay que hablar, sino sólo descerrajarse las canillas, gruñir algún sonido simple como «te mataré, mamón hijo de puta», orientarse a través de un «campo peligroso» persiguiendo un balón y, si el resultado de la contienda es muy positivo y las emociones incontenibles, darse unas tímidas palmaditas de alegría en el culete.

Hablar —instrumento valiosísimo para la negociación y la conciliación, sea terapéutica o política— no es, efectivamente, un fuerte masculino. Y si no se lo cree, pruebe lo siguiente: espere a que su hombre esté feliz y desprevenido y, entonces, suéltele, sin más explicación, un preocupado «Cariño, tenemos que hablar». Eso sí, tenga
Valium 20
a mano.

NO SOMOS NADA

Me permitirán ustedes que hoy les transcriba, por ilustrativa, un acontecimiento que relata la antropóloga Helen Fisher en su
Historia natural de la monogamia, el adulterio y el matrimonio.

«Una mañana de 1929, decenas de miles de mujeres, con las caras sucias de cenizas y vestidas con taparrabos y coronas de plumas, surgieron de las aldeas de Nigeria sudoriental y marcharon sobre sus centros locales de «administración nativa». Allí vivían los funcionarios coloniales británicos del distrito. Se congregaron frente a las puertas de dichos administradores y agitando los tradicionales bastones de guerra, bailaron y los ridiculizaron con canciones mordaces, mientras exigían las insignias de los hombres igbo locales que habían colaborado con este enemigo. En algunos centros de administración las mujeres se abrieron paso hasta las cárceles para soltar a los prisioneros; en otras incendiaron o destruyeron parcialmente los edificios de los tribunales. Pero a nadie hicieron daño.

«Los británicos tomaron represalias. Abrieron fuego sobre las manifestantes en dos centros y asesinaron a sesenta mujeres. Eso terminó con la insurrección. Los ingleses habían «ganado». (...) Pero nunca entendieron qué había detrás de la guerra, orquestada enteramente por las mujeres y para las mujeres. El concepto de violación de los derechos de la mujer estaba más allá de su capacidad de comprensión. En realidad, los funcionarios coloniales estaban convencidos de que la manifestación la habían organizado los hombres igbo (...) y que las mujeres se habían rebelado porque contaban con que los ingleses no abrirían fuego contra el sexo débil.

«Un colosal abismo cultural separaba a los ingleses de los igbo, un vacío que dio pie a la Guerra de las Mujeres igbo y simbolizó la profunda incomprensión europea acerca de las mujeres, los hombres y el poder en las culturas del mundo entero.

«Durante siglos, las mujeres igbo, igual que las mujeres de muchas otras sociedades del África occidental, habían sido autónomas y poderosas, en lo económico y en lo político. Vivían en aldeas patrilineales en las que el poder era informal: cualquiera podía participar en las asambleas de las aldeas. Los hombres participaban en mayor número de debates y normalmente eran los que proponían la solución de los conflictos. (...) Además controlaban la tierra, pero al casarse estaban obligados a entregarle a sus esposas algo de tierra para cultivo.

«Esta tierra era la cuenta bancaria de las mujeres. Cultivaban una gran variedad de productos y llevaban las cosechas a los mercados locales, manejados exclusivamente por ellas. Y de ese modo las mujeres llegaban a casa con artículos de lujo y dinero en efectivo que eran de su propiedad. O sea que las mujeres igbo disponían de un patrimonio propio, es decir, de independencia financiera y poder económico. Por lo tanto, si un hombre permitía que sus vacas pastaran en tierras de una mujer, maltrataba a su esposa, violaba el código del mercado o cometía algún otro delito grave, las mujeres le hacían lo mismo que a los administradores británicos: se congregaban frente a la casa del ofensor, lo insultaban con cánticos, y a veces llegaban a destruir su casa. Los hombres igbo respetaban a las mujeres, el trabajo de las mujeres, los derechos de las mujeres y las leyes de las mujeres.

«Entran en escena los británicos. En 1900, Inglaterra declaró a Nigeria meridional protectorado de la corona e instaló un sistema de cortes regionales de nativos. Cada distrito era gobernado desde su propia sede, la corte de nativos, por un funcionario colonial británico. Semejante sistema era muy poco aceptado. Pero, además, los ingleses incorporaron a un nativo al personal de cada corte en calidad de representante de su aldea. Casi siempre era un joven igbo que intercambiaba favores con los conquistadores y no un respetable anciano de la aldea. Siempre era un hombre. Formados en el credo victoriano de que las esposas son meros apéndices de sus maridos, los ingleses no podían concebir que las mujeres ocuparan lugares de poder. De modo que las excluyeron a todas. Las mujeres igbo perdieron la posibilidad de participar.

«Luego, en 1929, los británicos decidieron realizar inventarios de los patrimonios femeninos. Temiendo la aplicación de inminentes impuestos, las mujeres igbo se encontraron en las plazas donde funcionaban sus mercados para discutir esta destructiva acción económica. Estaban preparadas para la rebelión. En noviembre, tras una serie de enfrentamientos entre las mujeres y los censistas, éstas se vistieron con los tradicionales atavíos de guerra y marcharon hacia el frente de batalla. La revuelta abarcó un territorio de diez mil kilómetros cuadrados y participaron decenas de miles de mujeres. Después de que los británicos aplastaran la revolución, las mujeres igbo solicitaron que ellas también pudieran ocupar el papel de representantes de aldea en las cortes de nativo. Fue inútil. Para ellos, el lugar de la mujer estaba en su hogar.»

Hay que ver la de cosas que aclara una excursión por la Historia, ¿eh?.

¿HACE UN SERVICIO?

Ante la indiferencia de sus ya exprimidos compañeros, una chimpancé adolescente intenta calmar los picores que le produce el celo, un periodo que empieza hacia la mitad del ciclo menstrual y dura entre diez y dieciséis días. Desesperadita, se une a otro grupo de machos solitarios que vagabundea por los alrededores de su territorio. Son ocho, pero la chimpancé, ni corta ni perezosa, como si fuera la jefa de una ATT, los organiza en fila para hacerles pasar, de uno en uno, por la piedra de su objetivo: fecundarse.

Penetración, fricción y eyaculación. Penetración, fricción y eyaculación. Así hasta siete. Pero, al llegar al último, se encuentra con un desinteresado joven que le presta más atención a unas termitas que a ella. Según los letristas de la moral, habría que esperar que la hembra, bastante pendón ya, se diera por satisfecha. Pero no: desafiando a todas las iglesias, incluida la científica, le arrea un sopapo al apático y le pellizca con insistencia el pene fláccido para que espabile, hombre, que así no se puede trabajar.

Menos mal que el catolicismo ha llegado tarde a la investigación genética. Si llegan a descubrir —y aceptar— lo parientes que somos simios y humanos, hace tiempo que estarían intentando adoctrinar a chimpancés, gorilas y orangutanes en la virtuosa pasividad femenina. Una pasividad que, por otra parte, una vez asumida, desesperaría hasta a los propios curas, al decir de nuestros compañeros sexuales.

Porque, paradójicamente, los hombres se quejan de que, pasada la fase de enamoramiento de la pareja, las chicas desean bastante menos los sudores eróticos y hay que insistirles para conseguir quemar grasas. Y por lo bajini, me cuentan mis
topos,
comentan entre ellos que, una vez reproducidas, ya ni la posibilidad de adelgazar por el fornicio nos resulta tentadora y tienen que recurrir a la humillación —»Cari, ¿me haces un servicio?»—, a la infidelidad —»Cari, ¿me haces un servicio?»—, o la masturbación —»Cari, me voy a hacer un servicio»— para mitigar sus apremios eyaculatorios. ¿Verdad o
trileo?

No sólo la biología, sino otras ramas de la observación científica, nos advierten de que el deseo sexual femenino se rige por leyes distintas que la masculina, pero eso no significa que las hembras no tengan iniciativa para demandar «satisfacción». La reproducción es, si no el primero, el segundo objetivo de todo organismo, y vale que no hayamos tenido alma hasta hace poco, pero que no hayamos tenido picores debiera de ser más difícil de creer.

Dicen los chicos que nosotras, las brujas, «usamos» el sexo para pillar varón y que, una vez logrado, ya no nos interesa. Pero eso no es cierto. El macho —como marido o como padre— no es indispensable, ni para la hembra ni para la naturaleza. No vamos, por tanto, tras ellos. Lo que sí es necesario todavía es el esperma que atesoran, así que somos capaces de grandes y cachondas iniciativas para obtenerlo hasta conseguir fecundarnos.

A partir de entonces, las cosas como son, sí parece cierta una especie de narcosis del deseo sexual femenino: deben de ser los residuos evolutivos de cuando todavía teníamos, como nuestras hermanas chimpancés, periodos de celo que dejaban muy a las claras cuándo tocaba fornicar y cuándo no. Una vez preñadas, las primates pierden el celo durante todo el tiempo de crianza (entre tres y ocho años) para poder alimentar, educar y garantizar la supervivencia de la cría. Otro embarazo —otra cría a la que atender y cuidar en entornos amenazantes— pondría en peligro la vida de la madre y la de los hijos.

Admitida la hipótesis de que las hembras gobiernan con sus reclamos y recursos bioquímicos las pautas del comportamiento reproductivo de la especie, es de suponer que los machos, ante la ausencia del celo femenino, no «sientan» deseo sexual y que, gracias a ello, tampoco aparezcan recriminaciones ni violaciones. ¿Pero qué podemos hacer con las necesidades sexuales de nuestros hombres si las mujeres, aparentemente siempre disponibles para la fecundación, les mantenemos, con nuestras señales psicofísicas, siempre disponibles para el sexo?

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