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Authors: Jovanka Vaccari Barba

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Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? (5 page)

BOOK: Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas?
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¿EN LA POBREZA TAMBIÉN?

–Juez: Fulanito, ¿aceptas por esposa a Menganita y prometes amarla, respetarla y serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza?

–Fulanito: Sí, acepto.

–Juez: Menganita, ¿aceptas por esposo a Fulanito y prometes amarle, respetarle y serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza?

–Menganita: Uhmm… Eh… Esto… Sr. Juez, ¿en la pobreza también?

Así como la belleza externa femenina condiciona a los machos en su elección sexual, a la mayoría de las mujeres no nos importa si el hombre es feo, si la tiene chica o si es un batata integral; lo que biológicamente les convierte en interesantes a los ojos femeninos es su capacidad nidificante, es decir, la fortaleza y el vigor de que disponen para proporcionar riqueza: un buen nido, comida y recursos («patrimonio», vaya, que viene de «padre»).

¿Por qué nos casamos, entonces? La Naturaleza, que sepamos, no exige que la unión de los sexos deba ser civil o religiosa: desde el punto de vista biológico general, conceptos como «posesión», «separación», «derechos» o el deseo de los amantes de estar «juntos para siempre» son, sencillamente, aberrantes.

El origen del «matrimonio» (que viene de «madre») no está en el amor ni en las estrategias políticas preestatales ni en los caprichos divinos. La primera modalidad de matrimonio probablemente se originó hace unos 600.000 años, con la aparición de los primeros
Homo Sapiens,
cuando los machos, para garantizarse su propia reproducción, exigieron la monogamia femenina y nuestras antepasadas aceptaron: –Vale, yo te garantizo que me fecundaré sólo de ti, que perpetuaré tus genes… pero tú me garantizas nido, alimento y protección
mientras
cuidamos y criamos
nuestro
genoma.

El hecho de que, en caso de ruptura matrimonial, los hombres entreguen a «Ex &a Hijos» patrimonio y sueldo «en concepto de alimentos», aclara la verdadera naturaleza del matrimonio: que fue —y es— un pacto de cooperación entre géneros para continuar la especie, pues en él están implícitos Reproducción y Alimentación, los dos pilares primordiales de La Vida.

Pero, pero, pero, cultura y religión derivaron el matrimonio a «cosa de mujeres», quedando a su cargo casa y prole, La Familia; y el patrimonio pasó a ser «cosa de hombres», quedando en sus manos lo transfamiliar, es decir, la administración de los recursos y la propiedad, La Economía.

El prefijo Eco,
oikos
en griego, es un término que significa casa, templo, hacienda, jaula y patria. Aristóteles, primer acuñador del concepto Economía, presenta ésta como «el arte de administrar el
oikos»,
como algo «esencialmente subsidiario de la vida» pero, en concreto, de
la vida ética.

Mas la ética no es virtud de la alucinación falócrata, por lo que ésta encontró, en el matrimonio, un marco para el sometimiento de las mujeres y, en la economía, un argumento para el sometimiento de la biosfera. La pobreza generada en unas —dependencia absoluta en lugar de manutención— y otra —devastación en lugar de administración de los recursos— no tiene comparación. El mundo masculino ha incumplido, pues, su parte del trato, por lo que es de derecho quitarle el juguete de las manos a estos chicos, y les animo a hacerlo sin compasión.

¿Sustitutos?

a) Del matrimonio, la verdad: modalidades contractuales dinerarias. El amor, de existir, es una pasión privada que no requiere mediaciones.

b) De la economía, la ecología. Total, una y otra tienen la misma raíz,
Eco.
Lo que difiere es el sufijo, o sea, la actitud hacia dicho fundamento, que en el caso masculino aplica
nomos
, la rígida norma, y en el caso femenino
logos
, la comprensión de la naturaleza y su mecánica para un aprovechamiento
sostenible
de sus frutos.

Soy muy optimista: vislumbro que, en la misma medida en que las mujeres vayamos negándonos al mortífero matrimonio, la ecología aflorará como alternativa a la mortífera economía machista.

¡Ah! Una última advertencia: algunos ideólogos del «que todo cambie para que todo siga igual» utilizan la redundancia Eco-economía para seguir manteniendo el chupete por el palito.El «profundo cambio» que proponen ahora consiste en repetir el prefijo en lugar de modificar el sufijo. ¿Serán idiotas?

QUÉ... ¿QUÉ TAL HE ESTADO?

Relata una bióloga que, en uno de los hábitats naturales del zoo de San Diego, dos monos se aparearon a la vista de todos. El macho la embistió varias veces, hizo girar el cuerpo de la hembra, luego rodó sobre sí mismo y —¿les suena?— se echó a dormir. La hembra, por su parte, inquieta y agitada, siguió haciendo girar su cuerpo durante un tiempo. Un grupo de gente les observaba hipnotizado, hasta que una señora, indignada, tiró de su hijo y se fue, no sabe la bióloga si movida por pudor o por asco. Yo prefiero pensar que por solidaridad con la insatisfecha mona.

Las mujeres nativas de Mangaya, una isla meridional de las islas Cook, en la Polinesia Central, gozan de la envidiable fama de ser las más avanzadas orgásmicamente de todas las sociedades humanas estudiadas. Estas mujeres alcanzan no menos de 2 o 3 orgasmos ¡por coito!, caray.

¿Son las mangayas
superwomen?
No.

¿Están anatómicamente mejor dotadas para el orgasmo que las demás? Tampoco. Los estudios científicos modernos confirman que la capacidad para alcanzar el clímax sexual es un potencial genético que, de ser desarrollado, puede llevar a cualquier mujer a placeres más complejos y más intensos que los de los hombres.

Aunque a veces entran ganas de prometerle a Vesta que la única relación estable que mantendremos será con nuestro dedo, la posibilidad de alcanzar orgasmos heterosexuales con una pareja es un poderosísimo aliciente, para qué negarlo.

Pero la parábola zoológica ilustra una frustración demasiado habitual, no sólo entre las hembras antropoides, sino entre las mujeres, y dado que es fácilmente demostrable la dotación femenina —física y psíquica— para el orgasmo, no es infundado pensar que la culpable del concepto «anorgasmia» sea la falta de interés y de destreza masculina para proporcionarlos.

¿Qué podemos aprender de los mangayos? Verán.

Al llegar a la pubertad, sobre los 12 o 13 años, los varones mangayos deben pasar por una serie de ritos de iniciación que les permite inaugurar su vida adulta. Parte de esa iniciación consiste ¡oh, envidia! en aprender métodos para estimular a las mujeres, de modo que éstas alcancen máximo placer sexual. Tanto es así que, de las mujeres mangayas, se espera que consigan al menos un orgasmo en cada relación sexual. En caso contrario —no me digan que no son buenas ideas— el varón que no ha logrado complacerla pierde su estatus social.

Así, durante un par de semanas, los jóvenes son adiestrados en el arte de dar satisfacción sexual a las mujeres por una mujer adulta experimentada que maneja más información de la anatomía femenina que una cuadrilla de nóbeles europeos en medicina.

¿Por qué?

Pues porque los mangayos —las diosas me los bendigan— no consideran el placer sexual femenino como una gratificación, sino como una necesidad. Esta «primitiva» expectativa cultural sobre la función del orgasmo femenino ha obtenido elevados índices de orgasmos y de señoras satisfechas, lo que confirma que el gozo de la mujer está en función no sólo de la biología, sino del aprendizaje erótico y las expectativas culturales de la sociedad.

Pena, penita, pena: a diferencia de la mangaya, tan poco puritana, nuestra sociedad tiene que sufragar a toda una red de expertólogos —psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, sexólogos, sociólogos y hasta sexósofos— ocupándose de «patologías femeninas individuales» cuando, en realidad, deberían de ser entendidas como patologías sociales, pues es la sociedad la que no concede un valor claro al orgasmo femenino.

¿Soluciones?

No sé ustedes, pero yo, cuando me encuentro con un mono
Sapiens
que me pregunta «Qué, cariño, ¿qué tal he estado?», despliego mi mapa del Pacífico, señalo el recuadro en rojo que previamente he preparado y comienzo: «Mira, hay unas islas en la Polinesia Central...»

¿SON TODOS IGUALES?

Un niñito de 6 años, en mangas de pelota, se mira y se remira ante el espejo delante de mí. Ajeno a puritanismos, juguetea con lo que más tiene a mano, su pene: lo manosea, le da vueltas, lo enrosca, se lo mete entre los muslos, lo bambolea, le da golpecitos, lo hace girar con la pelvis... Cuando para la actividad física, empieza la reflexiva: lo mira, piensa, lo observa, piensa, retira la piel que recubre el glande, piensa, se acaricia, piensa, vuelve a colocar la piel, piensa, piensa, piensa... Finalmente, se gira y, pidiéndome con la mirada que le diga que el suyo es único, me pregunta: Jovin, ¿todos los penes son iguales?

Las estrategias sexuales para garantizar la reproducción son infinitas e infinitos, por tanto, los tipos de pene.

Los penes humanos evolucionaron a partir de los de los peces y los anfibios posteriores. Los primeros penes, de los que los humanos no son sino una elaboración evolutiva, fueron seleccionados de modo natural a medida que aseguraban cada vez más la fecundación de los huevos. Antes, peces y anfibios, antepasados de reptiles y mamíferos, diseminaban el esperma en el agua, más o menos al azar. La fecundación interna, en la que los machos equipados con penes eyaculan el esperma dentro del cuerpo de las hembras, fue posterior.

Fíjense como será de potente el mandato de reproducirse que, si la estrategia
pénica
no «funciona», el esperma hereda el mandamiento: el de la serpiente, por ejemplo, está «adornado» con espinas dirigidas hacia atrás, que actúan como una punta de flecha para sujetar las células del macho dentro de la hembra.

La variedad fálica se extiende desde diminutas protuberancias hasta los penes de las ballenas que, alojados en el interior del cuerpo pueden alcanzar ¡un metro ochenta de longitud! Los machos del avestruz también están muy bien dotados, tanto que con sus genitales se han llegado a hacer —juro que es cierto— bastones.

Los genitales de los insectos son mucho más diversos que los de los mamíferos. Las hembras de muchas especies disponen de «órganos acumuladores de esperma», lugares que incuban el esperma, manteniéndolo vivo durante meses. Debido a lo lejanos que se encuentran estos órganos, los machos han desarrollado miembros aflautados. Otras especies han desarrollado penes bombeadores y en forma de espátula, como los caballitos del diablo, que actúan para desplazar el esperma competidor de uno o de los dos órganos de almacenamiento de la hembra.

Una especie de chinche sueca evita el
coitus interruptus
: el macho extiende su pene (que es las dos terceras partes de su cuerpo, como un metro veinte en el hombre) repleto de unos garfios que le permiten estar unido a la hembra hasta 24 horas.

Uno de los ejemplos más extraños es, ¡glub!, el de otra chinche, la africana: los machos tienen órganos como lanzas, con los que apuñalan y penetran el abdomen de las hembras. Cada herida es una «vagina» por la que penetra el esperma. La especie hubiera desaparecido de no ser porque las hembras han desarrollado una capa especial de tejido abdominal femenino que las ayuda a curar la herida.

Los lagartos tienen cloacas. Éstas son una especie de vejiga-colon-saco espermático que contiene tanto células sexuales como —¡puajj!— materia excretora. Debajo de la cloaca, tienen dos penes simétricos, los hemipenes.

Los miembros de ciertas especies de roedores y de mariposas son tan ornamentados —con espinas, curvas y aflautamientos— que se les utiliza como herramienta taxonómica para distinguir animales que son de aspecto muy similar. En algunas especies, el mejor indicador taxonómico es el tamaño: hay tanta variación en tamaño, forma y función de los penes de las libélulas que la entomología sólo puede identificar a las distintas especies sobre la base del órgano masculino.

No podríamos hacer lo mismo con los humanos: 2 de cada 3 hombres están convencidos de que el tamaño de su pene es inferior al «normal». Por esta vez —a falta de argumentos, ¿eh?— no seré yo quien les lleve la contraria. ¡Ah, por cierto! Mi amiguito quedó fascinado con la diversidad biológica y olvidó su narcisista preocupación.

¿PUEDEN MÁS QUE DOS CARRETAS?

Tres características sobresalientes diferencian a las hembras humanas del resto de hembras de la familia viva: la pérdida del estro, la aparición del himen y los pechos. De las mamíferas, sólo las mujeres desarrollamos mamas que alcanzan su plenitud en la pubertad y permanecen hinchadas, tanto si producen leche como si no.

Sin embargo, nuestras antepasadas y nuestras primas contemporáneas, homínidas y primates, sólo desarrollan senos durante la lactancia. Por tanto, la interpretación semiótica, a efectos sexuales, es: «Cuidadito. Ocupada amamantando cría. Imposible embarazo. Vuelva durante el próximo estro». Es decir, para los machos
Sapiens
, unos pechos hinchados significaban, hasta ayer por la tarde, «hembra no interesante para el sexo».

¿Qué ha ocurrido entonces para que mujeres y hombres hayamos modificado fisiología y significado hasta desarrollar un gusto no ya por los pechos grandes, sino por los enooormes pechos ¡de plástico!?

Para Desmond Morris, autor de
El mono desnudo
, los pechos hinchados en la mujer imitaron «un par de nalgas carnosas, hemisféricas, desprovistas de pelo» para «desplazar con éxito el interés del varón desde atrás al frente», animando de ese modo la relación sexual cara a cara. Esto habría ayudado, según Morris, a que las parejas «con vínculos» establecieran relaciones paternales —a través de las caricias eróticas sobre la piel desnuda—, a incrementar las posibilidades del orgasmo femenino y a instituir la familia monógama.

Pero esta teoría plantea problemas: mamíferos «monógamos», como los zorros o los gibones, permanecen unidos fuera de la época de estro y crianza, por lo que ni las caricias ni la depilación son imprescindibles para vincularse; más: chimpancés bonobo y pigmeos practican la relación sexual frente a frente y ello no les ha llevado a formar familias monógamas ni a inventar religiones que les perdonen ante Dios; y más: clítoris y placer son anteriores al sexo «misionero», por lo que «alcanzar el orgasmo» por verle la cara a un maromo —perdona, Desmond— suena a más a egotismo masculino que a ciencia.

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