Mamá se quiere morir y no hay manera (8 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

BOOK: Mamá se quiere morir y no hay manera
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Pero me muevo entre temores, sospechas y evidencias. Marsa sabe que no va a perderme, pero tengo que atajar sus caprichitos novilleriles. Mañana gélida. La primavera ha echado el freno. En mi despacho, encerrado, juego con el yoyó. Pero he perdido el sosiego y el yoyó se enreda. No he podido desayunar por la resaca de ayer noche. Todo se aclaró, excepto lo del Farolitos. Para hacerme el digno, he dormido en un sofá. Tomás irrumpe en el despacho. Menos mal que he guardado el yoyó.

—Señor marqués. Ayer lo adiviné. Tiene usted expresión de desventura.

—Nada de eso, Tomás. Quizá, demasiadas preocupaciones.

—A mí no me engaña.

—Una bobada, Tomás. Un pequeño desajuste conceptual con mi mujer.

—Para mí, señor, y perdone que sea duro, que la señora marquesa joven le ha puesto los tarros.

Tomás me quiere y me conoce. No me consta que Marsa me haya puesto los tarros, pero es evidente que parezco llevarlos.

—Tomás, no te consiento que pienses tamaña barbaridad protagonizada por mi mujer.

—No lo pienso, señor marqués. Me lo ha dicho Karmel. Ya son tres las ocasiones que ha esperado a la señora en la plaza de la Contratación.

—¿Tres, Tomás?

—Como los Reyes Magos, señor marqués.

Nubes tormentosas. Los hombres con carácter tenemos que demostrarlo.

—Avisa a la señora. Que venga inmediatamente.

—Así me gusta, señor marqués. Los toros, por los cuernos.

—No me hables de cuernos, Tomás. Y menos de toros.

Tengo que aparentar tranquilidad. De amantes, nos prometimos respeto por la libertad de cada uno. Me lo dijo Marsa durante el descanso de una fogarada.

—Si algún día nos casamos, Cristian, no dejaremos de ser libres. Promételo.

—Te lo prometo, mi amor. Sin libertad no hay vida.

Pero he comprobado que la libertad puede resultar cruel y durísima.

Entra Marsa. La siento triste, pero no cohibida. Apesadumbrada, pero no dispuesta a la petición de perdón. Por otra parte, todavía ignoro si ha existido algo entre ella y ese pegapases del Farolitos.

—Hola, mi amor. ¿Has dormido bien?

—Te he echado de menos. ¿Por qué no te has acostado conmigo?

—Me apetecía dormir en un sofá. No lo había hecho nunca. Es muy reconfortante.

Soy el tercer marido de Marsa, y probablemente, tirando por una cifra modesta, su trigésimo noveno amante. Para mí, que más que por ella, se siente dolorida a causa de mi aparente sufrimiento.

—Ni la primera ni la segunda vez hubo nada, mi amor. Ayer sí. Ayer me metí en la cama con el Farolitos.

—Pues mira qué bien.

—No voy a repetir. Era un capricho morboso.

—¿Tienes muchos al cabo del año?

—Tenía ése desde la Feria del pasado año. Agua pasada, mi amor.

—Pasada para ti. Agua con lava candente la que me abrasa en estos momentos.

Creía que te colmaba.

—Y me colmas, y me encantas. Pero de cuando en cuando, no es malo cambiar de potro.

—Desde que estoy contigo, nunca he cambiado de potranca.

—Por eso estás más soso.

—¿Estoy soso?

—En la cama, sosísimo.

Tremenda confesión. Me siento como el Gran Duque Wladimir Volodia, cuando en un placentero despertar en su palacio de San Petersburgo, con su bellísima esposa la Gran Duquesa Alexandrova a su lado, concedió permiso de ingreso en la estancia conyugal a su fiel mayordomo Serguei Ivanovich, que les traía la bandeja del desayuno.

Todo correcto y en su sitio, hasta que la Gran Duquesa Alexandrova le dijo a su esposo, el Gran Duque Wladimir Volodia.

—Querido, vete a galopar hasta Tsarkoie Selo, que yo voy a desayunar en la cama con Serguei Alexandrovich.

—¿Así, en ayunas, sin tomar ni el café con leche?

—Exactamente. Si estalla la Revolución bolchevique antes de que vuelvas, nos encontramos en París.

Uno de los episodios más terribles de la Revolución soviética.

—Si quieres que te pida perdón, lo hago. Pero hicimos un pacto de libertad.

La voz de Marsa me ha sacado de los paisajes de Pushkin y los bosques de abedules de Podvorie. No tengo meditada la respuesta.

—¿Qué decías, Marsa?

—Que si quieres te pido perdón.

—No, no hace falta. Recuerdo nuestra promesa.

—¿Estás herido?

—Estoy muerto. Después hablamos. Lo de mi sosería en la cama me ha dejado patidifuso.

—Hoy estarás mejor, mi amor.

—Hoy volveré a dormir en el sofá. Y mañana. Pasado mañana te perdonaré. Si Dios lo hizo con María Magdalena, que se había tirado a medio Jerusalén, yo no puedo ser menos contigo, que sólo lo has hecho con el Farolitos. Pero mientras tanto,
vade retro,
ligera mujer.

Marsa muy cariacontecida. He sabido imponerme. Cuando ha cerrado la puerta del despacho, he corrido para asegurarla con el pestillo.

Tomás la golpea, pero no oigo sus llamadas.

Suena el teléfono y no lo descuelgo.

He tirado el yoyó por la ventana. Pero he fallado.

La mesa pequeña con las fotografías de Marisol y Marsa ha volado por los aires, de una gran patada.

He sacado del armario la bolsa de palos de golf, y con el
drive
he dado dos magistrales golpes a las primeras lámparas que me he encontrado.

Me he subido a la mesa del despacho y he taconeado sin freno, cautela ni cadencia.

Me he sentado en mi sillón, agotado.

He descubierto que no llevo pañuelo en el bolsillo de la chaqueta.

En vista de ello, me he controlado.

Pero lo llevo en el bolsillo izquierdo de mis pantalones.

En vista de ello, con el pañuelo en la mano, me he puesto a llorar.

A llorar una barbaridad. De tristeza, de amor y de rabia.

Sin consuelo. Como un río triste.

Y con la calma, se me ha fugado la mente.

CINCO

He perdonado a Marsa. Y no he resistido más en el sofá. A media madrugada, cuando menos se lo esperaba, he irrumpido en nuestro cuarto y me la he llevado por las nubes de la pasión. Como en los primeros tiempos. Me duele mucho, pero hay que aguantarse. Los perdones de verdad no necesitan palabras. Al final, rendidos por el sueño, nos hemos besado, y ese beso ha actuado de precinto. Nunca más.

La amanecida más sosegada. La herida, menos abierta. Los cuernos, mejor llevados. Agua pasada, me dijo Marsa. El Guadalmecín, con las últimas y pertinaces lluvias, baja tronante. Tomás me busca por el teléfono interior.

—Señor marqués. Hemos tenido una desgracia. Ha fallecido Lucas, el padre de Marisol, su primera difunta esposa.

—¿Estaba mal?

—Parece ser que le ha dado un pipirlete vascular.

He acudido a ver a Mamá. Al fin y al cabo, Lucas Montejo, nuestro viejo guarda mayor, era su consuegro. Pero mi madre jamás lo consideró así.

—Mamá, se ha muerto Lucas, tu consuegro.

—Muchísimo mejor.

—No te entiendo.

—Que no me importa nada.

—Voy a visitar su capilla ardiente. ¿Me acompañas?

—Tú estás tonto.

Mujer de acero inoxidable. El único perjudicado por nuestro suceso ha sido Karmel, el chófer rumano. No se puede consentir a un cotilla de esa índole.

Indemnización y a otra casa, a chismorrear de otros. Lo ha entendido. Hasta que encontremos un nuevo chófer, el servicio de conducción automotriz lo realiza Julio,
el Cerrillano,
llamado así por ser biznieto del guarda del Cerrillo, una finquita de por aquí. Los motes en Andalucía son como los títulos. Se heredan. En Tarifa conozco una venta regentada por una señora de mucha dignidad conocida por la Trafalgara.

Es descendiente de un marinero que se ahogó en la batalla de Trafalgar. Cosas de por aquí. Y muy bonitas.

—Marsa, se ha muerto el padre de Marisol. Me largo al tanatorio.

—Me encantaría acompañarte, mi amor, pero me da pereza.

—Volveré pronto.

* * *

El Cerrillano me ha llevado hasta el tanatorio. Cuando me casé con Marisol, decidimos que era conveniente separarlo del servicio. No era lógico que el guarda mayor fuera el padre de la nueva marquesa. Le entregamos una buena cantidad de dinero para que viviera tranquilo y alejado. Sobre todo, lo segundo. Lucas no brillaba por su simpatía. Era un hombre gris, aburrido y siempre apesadumbrado. Un hombre sin vida, lo contrario que su hija, que era un estallido de fuerza y belleza.

Lucas encajaba, salvando las distancias, con la descripción de la época de don Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna, hermano mayor de don Mariano, que heredó el ducado y la fortuna a la muerte de su hermano. Pues eso, que don Pedro era un triste, y un poeta lo dibujó:

Las venas, con poca sangre,

los ojos, con mucha noche.

Lucas tenía una mirada de mucha noche. Probablemente su temprana viudedad le robó la alegría. Mi relación con él fue distante. No teníamos nada en común, excepto su hija. Pero por respeto al recuerdo de Marisol tengo que presentarme ante sus restos mortales.

Los tanatorios son muy raros. Parecen colmenas de cuerpos presentes. Se unen las familias de unos muertos con las de otros fallecidos, y es sencillo confundirse. Sabía por Tomás que Lucas se había casado con una mujer fondona de Dos Hermanas. Al llegar al tanatorio me he encontrado a unas trescientas de la especie, todas llorando.

Muy complicado me ha sido dar con la viuda de Lucas, después de abrazar a unas diez gordas que no lo eran. Al final he dado con ella y me he ofrecido para todo.

—También le doy el pésame en nombre de mi madre.

—De usted sí me creo su pesar. Pero de su madre, no. Su madre odiaba a mi Lucas, que en paz descanse.

Fondona, pero nada tonta.

Mamá es, en efecto, una mala persona. Pero tiene toda la razón cuando afirma que la gente ordinaria llora más de la cuenta. Gustan de la tragedia para romper en llantos y plañiderías. Era el único defecto de mi querida Marisol, que también lloraba mucho, y lo que es más extraño, de alegría.

—Soy muy feliz contigo, Cristian —me decía mientras soltaba un puchero y le temblaba el mentón.

La viuda de Lucas no podía ser menos. Ha llorado como una elefanta cuando otra mujer, entradita en jamones, se ha llegado hasta ella para abrazarla. Lo curioso es que la viuda ha aceptado con cariño el abrazo y los besos sonoros de la otra gorda, que inmediatamente después se ha marchado a la celda contigua a llorar con los familiares del muerto de al lado, los cuales han llorado también de lo lindo abrazados a ella. Lo mismo que hay gente que se cuela en los festejos para comer canapés, hay personas que disfrutan metiéndose en los duelos para llorar lo que no sienten.

De vuelta a casa, vientos vencidos, pero recuerdos que hieren. Al llegar a la puerta principal, le he pedido al Cerrillano que detenga el coche. A pie hasta casa. El campo guarda los espíritus y alimenta a los fantasmas. Un fantasma decente jamás se aparece en una ciudad. El campo es su paisaje. Intento descubrir en el horizonte la figura amadísima de Marisol. La Marisol de los primeros tiempos, insumisa, fuerte, maravillosa. Pienso en lo feliz que sería viendo crecer a sus cinco hijos. Muy injusta fue la vida con ella. Y me quema la garganta un algo que me abruma. Jugos de tristeza. Pero no puedo llorar porque me está prohibido por mi condición social.

Pepillo me saluda. Se siente herido por el sacrificio de sus gallinas.

—Te indemnizaré, Pepillo, pero era necesario.

—Las quería mucho, señor marqués. Y Flora, desde que no las oye cacarear, ha entrado en depresión. Dice que una casa en el campo no es nada sin cacareos.

—Figúrate si por culpa de una gallina se os enferma vuestro niño.

—No me lo quiero figurar, señor.

—Dile a Flora que tenga paciencia. En poco tiempo volverá a tener todas las gallinas y ocas que quiera. Que yo se las voy a regalar.

—Gracias, señor.

—Con Dios, Pepillo.

Pepillo y Flora. También íntimos amigos de Marisol. Hoy los perfiles de casa se someten a las melancolías. De nuevo el golpe de agua triste en mi garganta. Otra vez los ojos que se humedecen. Marsa y Marisol se confunden en mi ánimo. Adelante, Cristian, que todo pasa. Que lo malo también se muere. Que los acontecimientos de los últimos días te han alterado. Vamos, Cristian, no bajes la cabeza. Recuerda que siempre han dicho que tienes los huesos de un Hannover. Lo sé, muchas memorias y algún quebranto en pocas horas.

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