Don Crispín me aflige.
—Creo, don Cristian, que paso por una crisis de fe.
—Ni se le ocurra, don Crispín. Estamos felices con usted y su figura es ya un paisaje de La Jaralera. Rece y no se ponga pesado.
—Es que no logro descifrar el Misterio.
—Ni yo, y aquí me tiene, tan feliz. Déjese del Misterio y siga creyendo como antes.
—Seguiré sus consejos.
Flora me implora.
—Señor marqués. Nos quedamos sin gallinas ni ocas y de gripe aviar nada.
—Compras las que quieras y me pasas la cuenta.
Pepillo, su marido, me asalta en la Recoleta.
—La buganvilla tostada ha sufrido mucho este invierno.
—Mímala, Pepillo, que tiene más de cien años.
Alcoceba en el despacho:
—Señor marqués, creo que ha llegado el momento de cambiar las dos furgonetas por otras nuevas.
—Proceda a hacerlo inmediatamente, Alcoceba.
Marsa me abraza.
—Quiero darme un revolcón contigo, mi amor.
—¿Dónde?
—En la orilla remansada del Guadalmecín.
—A la orilla remansada.
Todo natural y sencillo.
* * *
De vuelta a casa, con las pasiones en posición de descanso, nos topamos con Modesto. Lleva toda la pena del mundo en sus ojos. Parece un hijo de Bernarda Alba.
Siento un gran afecto por él, y es un trabajador ejemplar. Se conoce La Jaralera palmo a palmo. La visión de un hombre hecho y derecho destrozado, perturba el ánimo. He pedido a Marsa que siga adelante. Tengo que averiguar el motivo del desconsuelo del buen guarda.
—Con Dios, Modesto.
—Con Dios, señor marqués.
Intuyo que no quiere detenerse.
—Un momento, Modesto.
—Lo que usted mande.
Parece mentira, pero es más alto que yo. No lo aparenta en la lejanía. El sol y la intemperie han surcado su rostro. Está serio y expectante. Yo diría que también temeroso.
—A usted le pasa algo, Modesto.
—Son temporadas, señor. Unas buenas y otras malas.
—Para eso estamos. Para mejorar las malas. Suelte sus tristezas.
—Son particulares. Penas íntimas, señor.
—Hábleme como un amigo. Así me considero.
—Gracias, señor, pero no puedo.
—¿El amor?
No se esperaba mi pregunta. El hombre se ha descompuesto.
—No sé qué tiene que ver el amor con mi penumbra, señor.
—Mucho, Modesto. Se lo noto a diez kilómetros.
—En cualquier caso, y si así fuera, nadie puede arreglar los problemas sentimentales de otro.
—Pero sí aconsejarlo.
—Con su permiso, tengo que ir a La Manchona. Ayer volví a encontrar desperdicios de lince. Con Dios, señor marqués.
—Con Dios, Modesto.
Muy raro. Como si una nube negra se hubiera adueñado de su alma. Pero si no quiere desahogarse, que no lo haga. Está en su derecho de comerse la tristeza en soledad.
Al llegar a casa, Tomás está esperándome. Le he contado mi breve charla con Modesto. Como casi siempre, ha acertado en el diagnóstico.
—Mal de amores, Tomás.
—Se lo tenía dicho.
—¿Quién será?
—Lo he averiguado. Modesto y María, la doncella de su madre, se llevan muy bien. Y ella me lo ha soltado.
—¿Es una chica del pueblo?
—No, señor. Es un negro del Camerún.
—¿Cómo dices?
—Que Modesto, ahí donde lo ve, pierde aceite.
—No me lo puedo creer.
—En esas cosas no hay que meterse, señor. Pero era muy extraña su soltería y que nunca supiéramos nada de sus amores.
—¿Es maricón?
—Maricón de sierra, señor marqués. La especie de maricón más discreta.
—¿Y el de Camerún no traga?
—Traga. El dolor de Modesto no viene de la falta de correspondencia. Según me ha contado María, las cosas entre ellos van muy bien. Lo que teme Modesto es perder su trabajo en casa, señor.
—¿Y por qué va a perderlo?
—Porque teme que a usted no le guste la idea de que su negrazo viva con él.
—¡Hombre...!
—¿No ve, señor?
—No veo nada. Al fin y al cabo, Modesto vive en la casa de la Dehesa. No puedo entrometerme en su vida. Es más, me alegro de saberlo. Fíjate si un día me voy a pasear por allí y me encuentro cara a cara con un subsahariano, como les dicen ahora. Me da un infarto del susto.
—¿Y su madre?
—¿La del subsahariano? Que se acople también la madre me parece un abuso.
—Me refería a su madre, la marquesa viuda.
—No se entera de nada. Además, está agonizando.
—Se acaba de soplar una ginebra de órdago a la grande.
—Mejor. Una agonía beoda es más llevadera que sobria. De cualquier forma, mi madre no tiene por qué enterarse. A propósito, Tomás, ¿cómo se llama?
—Samuel. Pero Modesto le dice Bubú.
—
¿
Bubú, Tomás?
—Bubú, señor marqués.
—Me pinchan y no sangro.
—Lo comprendo perfectamente.
—Hablaremos con Modesto.
* * *
Todo se complica. Nos llega Bubú y mañana torea en Sevilla Farolitos. Para colmo, Mamá está como una rosa y don Crispín no consigue superar su crisis de fe.
Conocedor en profundidad del problema, he mandado llamar a Modesto. Miro al tercer cajón de mi mesa con ansia. Ahí, en su interior, yace el incomprendido yoyó. A punto he estado de rescatarlo y jugar un poco, pero un golpe en la puerta ha detenido mis naturales impulsos.
—Con su permiso.
—Pase, Modesto.
Me da corte hablar de determinadas cuestiones. Resulta muy violento entablar una charla de índole gay con toques de exotismo carnerunas de por medio. Y más aún, hacerlo con un tipo seco y honesto, que no merece pasar por un mal rato. Así, que he decidido ir al grano.
—Modesto, no se sofoque. Lo sé todo. Usted no va a perder el trabajo, y si lo desea, puede instalar en su casa a Bubú. Sólo le pido un favor. Procure, en un principio, que Bubú no pulule por doquier. No es que tenga que esconderlo, que rio, pero no quiero que un asunto personal como el suyo se convierta en el chisme de La Jaralera. La gente, poco apoco, se acostumbra a las nuevas situaciones. Y respecto a mi mujer y mi madre, no se preocupe. Mi mujer es moderna y comprensiva, y mi madre no va a tener oportunidad de enterarse si todos somos discretos. Si se entera, lo más que puede hacer es enfadarse. No tiene autoridad y está agonizando. Tráigase a Bubú cuando lo desee. Aproveche y pídale que le cuide las flores, que las tiene usted un poco pochas y entristecidas. ¿Es de fiar su Bubú?
Modesto ha dejado escapar algunas lágrimas por los surcos machos y camperos de su rostro. La pregunta final, le ha incomodado.
—De total confianza, señor. Y gracias, gracias y mil millones de gracias más.
—De nada, Modesto. Cada uno es como es y se enamora de quien la naturaleza le indica. Cuando le he preguntado si es de fiar, me refería a esas cosillas que se contagian principalmente entre ustedes.
—Estamos sanos, señor marqués. Bubú era príncipe en su país.
—Cuánto me alegro, Modesto. Tienes mi permiso.
—Señor marqués. Si no fuera por lo que usted ya sabe, ahora mismo le daría cien besos.
—Resérvelos para su alteza Bubú, Modesto.
* * *
Día de prueba. Tiemblo. Torea Farolitos. Marsa me anima a comer en Sevilla para hacer ambiente. Seis novillos de Zalduendo para Julio Ruiz,
el Charro,
Fidel Amador,
Gitanillo de la Roda
y Rafael Expósito,
Farolitos.
Presión en la frente hacia fuera. Nos llevará el Cerrillano en el Bentley. Desde que me quitaron el carné de conducir por culpa del conejo invasor de calzadas, echo de menos el volante. He llamado a mis amigos Mani y María Eugenia para comer con ellos antes de los toros, pero me dice Mani que está Sólita, su suegra montañesa, y que se la llevan al Algarve, a pasar el día. El Mani sabe de toros, y es currista, y hablar con él es una delicia, siempre que no se mueva en su interior la melancolía capilar. El año pasado, allá por octubre, me lo encontré en Río Grande comiendo con ese presumido de Alfonso Ussía. Los dos tienen la misma edad, pero Mani parece diez años mayor que el Orejas ese, que me cae fatal, aunque sea ordoñista de toda la vida, que en eso coincidimos plenamente.
En vista de ello, me dejaré caer por el burladero del Colón. No me gusta ir a la Feria antes de los toros. Se bebe demasiado y hoy necesito el dominio que sólo procura la sobriedad.
De golpe, la sorpresa. No estábamos preparados. Me entero por los periódicos de que Andalucía es una nación. Me ha molestado el procedimiento. Creo que antes de aprobar tamaña bobada, Chaves tendría que haberme consultado. No es por nada.
Mías y sólo mías, son cuarenta mil hectáreas de Andalucía, repartidas entre las provincias de Sevilla y Cádiz. Eso, sin contar con mis apartamentos en Puerto Banús —de los que ahora reniego, por si me llaman a declarar—, y la dehesa que tengo en la sierra de Córdoba, que no la disfruto, y que lleva años mi vecino ofreciéndome el oro y el moro por ella, y yo que no la vendo, y el tío pujando más alto, y yo erre que erre, que no y que no, y el pobre que está desesperado. Se la hubiera vendido hace años, pero no lo hice por una sólida razón. Eructa. Y yo no le puedo vender nada a un tipo que eructa. Ya se lo he dicho. Cuando deje de hacer porquerías, se la vendo y santas pascuas. Pero me voy por las ramas. Escribía que no se puede declarar nación a Andalucía sin pedirle permiso a un dueño de bastante Andalucía. Tomás, mi mayordomo, que es natural de la provincia de Burgos, está preocupado con su situación laboral. Me lo ha confesado sin tapujos.
—Treinta años en La Jaralera, y va a resultar que ahora soy un inmigrante.
Lo cierto es que se han vuelto locos. Hasta Alfonso Guerra, que nunca ha sido santo de mi devoción —Juan, su hermano, me cae más simpático—, ha dicho que suena a broma esa tontería de que Andalucía es una nación. Pero yo no apruebo la gamberrada. Que hagan lo que quieran esos majaderos, pero mis cuarenta mil hectáreas seguirán perteneciendo a España, como un enclave castellano en Andalucía la Baja. Si existe el condado de Treviño, que es parte de Burgos aunque esté en el País Vasco, lo mismo puede ocurrir con el marquesado de Sotoancho.
Hasta Mamá, que sigue con su extraña agonía, se ha conturbado con la novedad.
«Quiero morirme en España», me ha dicho. Y tiene más razón que una santa, que en su caso particular, no lo es. A una mujer con noventa y una barbaridad de años no se le puede cambiar de nacionalidad de golpe y sin prepararla previamente. La verdad es que los socialistas de antes eran españoles, pero estos de ahora actúan como mangarranes y bandarras. Se han unido a los comunistas para llevar a cabo una tropelía. Pero que no cuenten con La Jaralera. Hasta ahí podíamos llegar.
Claro, que todo se trastoca. El dinero que tenía dispuesto para renovar el vallado de La Jaralera lo voy a tener que emplear en la construcción de una frontera, con aduana y todo. Modesto, el guarda mayor que nos ha salido culiesponjado, pasará a ser general en jefe de nuestras Fuerzas Armadas, conmigo siempre por encima en el escalafón. Si le dejo a Modesto la máxima responsabilidad de nuestra defensa, es muy capaz de hacer coronel a Bubú, y con Bubú de coronel, no resistimos ni dos minutos. Y a Tomás, para que no se preocupe, le voy a nombrar gobernador del Territorio Español de La Jaralera, que suena de dulce, con despacho y todo, y si se empeña, con autorización firmada para tener un yoyó. Pasar de ser una finca a un marquesado independiente del territorio que lo rodea no es tarea sencilla. Y si hay que construir un pantano, nada más fácil. Levanto un dique en el Guadalmecín y que se fastidien los feos. Mi río abastece de agua a los pueblos cercanos, todos ellos con alcaldes del rojerío, y por lo tanto, de otra nación. Que se las arreglen como puedan.
La más triste, María, la doncella y «ponebaños» de Mamá, que canta mucho eso de «la española cuando besa es que besa de verdad». Me ha preguntado si van a prohibir esa canción en Andalucía.
—En Andalucía, no lo sé, María. En La Jaralera, podrás cantarla siempre, y cuanto más alto, mejor.
Se me ha puesto a llorar. De emoción y gratitud.
* * *
Marsa nerviosa.
—Cristian, mi amor. Tenemos que salir para Sevilla.
—Tranquila, tucana, tranquila. Me cambio y nos vamos.
—¿Tú vas al palco de los maestrantes?