El texto, intrigante:
«Señor marqués: le espero a las cuatro de la tarde en El Crisantemo Feliz, la venta vecina al cementerio. No falte. Está en deuda conmigo.»
No hay firma. Se la he leído a Tomás.
—No vaya, señor. Me suena a chantaje, secuestro o extorsión.
—No te preocupes. Me haré acompañar por Modesto, y si es necesario, también por Bubú. A propósito, ¿ha llegado Bubú?
—Ya está instalado. Esta mañana me he cruzado con Modesto. Está feliz. Le he preguntado por Bubú y me ha contestado como nunca lo había hecho.
—¿Qué te ha dicho?
—Textualmente: «Ya está en mi casita, Tomasen.»
—Se ha despendolado.
—Completamente.
Al fin, Marsa. Está triste y ojerosa. Más que andar, se desliza. Cuando ha sabido de mi cita con la señora extraña, se ha asustado.
—¡No, por favor, mi amor! No se te ocurra acudir a esa encerrona.
—Me llevo al Cerrillano y a Modesto. No te preocupes.
Comida rápida. El Cerrillano al volante y Modesto a su lado. El saludo del segundo, chocante.
—Buenísimas tardes, señor marqués. Oh, qué hermosa es la primavera.
El Cerrillano me ha mirado con asombro.
—A la venta El Crisantemo Feliz, junto al cementerio. Me esperáis fuera, y si oís algún grito o tardo demasiado, entráis a saco. Modesto, ¿has traído arma?
—Me dan susto, señor marqués.
—Usted ha cambiado mucho, Modesto.
—Ay, qué cosas dice, señor marqués.
El Crisantemo Feliz es una ventilla curiosa y limpia, no excesivamente alegre, pero medida en el gusto. A las cuatro y diez minutos ha entrado ella. Es una mujer rara, que aparenta los ochenta años. Invernal, no madura. Se ha dirigido a la mesa, y sin esperar palabra o permiso se ha sentado frente a mí. El ventero, que debe conocer sus gustos, le ha servido un café, una copa de brandy y un vaso de agua. Me mira. Tiene unos ojos de ayeres preciosos.
—Señor marqués. Usted está en deuda conmigo. Sí, sí, no ponga esa expresión de extrañeza. Relaje su gesto. Usted me debe la honra perdida de mi juventud, y eso no tiene valor material, pero estando el mundo como está, he creído justo ponerle precio. Usted me debe doscientos mil euros, por mi honra perdida en 1943, con sus respectivos intereses acumulados durante tanto tiempo.
No entiendo nada. He reaccionado.
—Señora, yo a usted no la he visto en mi vida, y en 1943 yo tenía cinco años. O se explica mejor, o hago llamar a la Guardia Civil.
—Usted, señor marqués, ha heredado una inmensa fortuna de su padre. Si se heredan los bienes también se heredan los males. Si se heredan las acciones, también se heredan las deudas. Si se hereda el honor, también se hereda la deshonra. En 1943, su querido padre, que en paz descanse, era un hombre muy joven y atractivo, y más golfo que Porfirio Rubirosa. Me engatusó, me engañó, me prometió el oro y el moro, me poseyó, y si te he visto, no me acuerdo. Mire —me muestra una pitillera—, tengo esto que puede ayudarle a identificar al sinvergüenza, adorable sinvergüenza, que me rompió la flor de la inocencia. En aquellos tiempos, señor marqués, eso tenía más valor que ahora. Y más compromiso.
Una pitillera de oro con la corona marquesal en piedras preciosas y la «S» de Sotoancho en la tapa. Y en el interior, la siguiente dedicatoria grabada. «A Lolita, con el amor eterno de su enamorado. Ildefonso. VII marqués de Sotoancho.»He quedado sin habla. Sabía que mi padre fue un hembrero de cumbre alta, un jinete sin riendas, un centauro con el bálano como garrocha, pero no podía imaginar que fuera al tiempo tan indiscreto e irresponsable. Intento defenderme.
—¿Y por qué me exige el pago de esa supuesta deuda con sesenta años de retraso?
Su respuesta, fría, rápida, lógica y contundente.
—Porque me han ido muy mal las cosas y no tengo ni un euro.
Los Sotoancho no podemos manchar nuestro honor. Somos responsables de los errores de nuestros antepasados. Si disfrutamos de sus campos, su fortuna y sus títulos nobiliarios, también debemos aceptar sus salidas de tono y sus picardías. Me mira y siento lástima por esta mujer que un día se entregó engañada a Papá.
He sacado el talonario del bolsillo de la chaqueta, y extendido un cheque por trescientos mil euros. Cincuenta millones de las antiguas pesetas. No quiero dejar dudas de nuestra gallardía.
—Tome, señora. Y perdón en nombre de mi padre. Considero que he cumplido.
Al ver el talón, la extraña aparición se ha incorporado y me ha dado un beso. Me han temblado las corvas. Con los ojos húmedos me ha hablado con más cariño en una sola frase que mi madre en toda su vida.
—Es usted más feo que su padre, señor marqués. Pero a señorío, no hay quien le gane. Que Dios le bendiga.
Y me ha dejado solo. Solo conmigo mismo y mis pensamientos. Solo con mis recuerdos. Veo a Papá entre nubes. Alto, serio, imperativo y justo. No entiendo este mal paso. A una mujer no se la engaña de esa manera. Tuvo que ser muy guapa.
De vuelta a casa, Mamá me ha preguntado:
—¿Dónde has estado?
Y viendo a mi madre, sin aprobar su engaño, he comprendido por qué mi padre se buscaba la alegría fuera de casa. No ha llegado el atardecielo pero necesito un whisky.
—Allá donde estés, por ti, Papá.
No se recupera. Me refiero a Marsa. Le recito versos bonitos y no reacciona. Y si lo hace, reacciona mal.
—¿Quieres dejar de herirme?
—No lo pretendía, mi amor. Lo que quiero es alegrarte, llenarte de abejas las sienes, espabilarte las venas, iluminarte los ojos..
—Cursi.
Y yo el culpable. Qué injusticia.
—Tomás, avisa a Modesto. Que venga a verme.
—¿Solo o con Bubú, señor marqués?
—Solísimo.
* * *
Tengo que dejar las cosas claras con Modesto. Una cosa es mi tolerancia y otra que un buen guarda se me eche a perder porque ha perdido el decoro. Hablar de «mi casita», llamarle a Tomás «Tomasón», comentarme lo bella que es la primavera y reconocerme que no lleva armas porque le dan susto, tiene chirimoya. Si lleva diez años simulando sus querencias, que no rompa en alhelíes tan de repente.
Se le presiente alegre.
—Con su permiso, señor marqués, el mejor marqués del mundo mundial.
—Modesto, estoy preocupado.
—No se me ponga tan serio que me da un soponcio, señor marqués.
Este tío, que hace dos días hablaba como un requeté cabreado, ha salido del armario y parlotea como una alondra de la mañana.
—Modesto. Una cosa es que sienta alegría porque su problema se ha solucionado.
Otra que se muestre agradecido por mi comprensión. Pero de ahí a que cambie usted tanto en dos días, media largo trecho.
—Señor marqués, es que me siento liberado.
—Mida su liberación, Modesto. Comprima su frenesí. No se puede ir por el mundo exclamando «¡Oh, cuan hermosa es la primavera!»
—Yo no he dicho «cuan hermosa» sino «qué hermosa».
—Matices semánticos, Modesto. Y lo de «Tornasen» y lo de «mi casita». Cíñase en el lenguaje, hombre.
—Es que estoy como loco, señor marqués. Que me haya permitido instalar a Bubú
en mi casita...
—¡Modesto!
—Perdón, señor marqués, en mi casa, es un detalle que no olvidaré jamás.
—Ate a Bubú, Modesto. Que no pulule de aquí a allá, y de allí a acullá.
—Ya le he dicho que no salga de nuestro recintito.
—¡Modesto!
—Perdón, de nuestro recinto. Será cuidadoso.
—Y espero que usted también con la manera de hablar. Se lo digo como amigo, para que no se rían de usted.
—He tomado buena nota. ¿Algo más, señor marqués?
—Sí, que por atender a Bubú no se olvide de su alto cometido.
—Por supuesto. Gracias otra vez. Soy muy feliz.
Intuyo que he pinchado en hueso. Este hombre se ha desbocado. De nuevo a Marsa. Me inquieta su oscuridad en el alma.
—¿Ya estás mejor, mi amor?
—Estoy bien. No te preocupes. Me siento humillada por los acontecimientos. Es muy duro creer que una ha descubierto a Belmonte y encontrarse con esa patraña.
—No te atormentes. Al fin y al cabo, muy pocos estamos en el secreto. Levanta la cabeza y ánimo.
—Saldré de ésta, mi amor. Te lo aseguro.
—Hazlo ya. Nada te lo impide.
—Mi amor propio. Mi orgullo caribe.
—¿Quieres que nos vayamos por un tiempo?
—Me encantaría escaparme unos días.
—¿África, América...?
—No conozco nada de África.
—¿El Serengueti?
—Donde tú me lleves.
—Mañana mismo lo arreglo todo.
—¿Y tu madre?
—Sólo está agonizando. Y a su antojo y capricho. Nos vamos, mi amor. África nos espera.
—Te quiero.
—Más alto.
—¡Te quiero!
* * *
—Tomás. Me largo una semana con mi mujer.
—Hace usted muy bien. Es una persona estupenda.
—Delego en ti.
—Mantendré el orden.
—Cuida del yoyó. Mantenlo lejos del alcance de los niños. Elena sabe de mi predilección por este viejo aparato. Procura que Modesto, al menos hasta mi vuelta, oculte a Bubú. Y sólo si presientes que mi madre se muere, me avisas. Te dejo la dirección, el teléfono, el e-mail y lo que quieras. Mi mujer necesita un descanso, un escape de la monotonía. Cuando volvamos, te regalaré quince días de vacaciones con sueldo doble. Te has portado como nunca. Abrázame, Tomás, amigo mío.
Nos hemos emocionado. Son muchos años de lealtades y peleas. A Tomás, no obstante, le preocupa quedarse a cargo de Mamá.
—Se me muere y a ver qué hago, señor.
—Se te muere y se te murió, Tomás. No podemos pretender que esta señora, mi madre, te amargue el período de mando.
—¿Sabe lo de su viaje?
—No.
—¿No cree que sería conveniente decírselo?
—Bajo ningún concepto, Tomás. Por muy agonizante que se encuentre, si sabe que estoy a miles de millas de distancia, es muy capaz de dar un golpe de Estado. Voy a despedirme de ella como si me fuera a Guadalajara.
—Nunca he estado en Guadalajara.
—Tampoco yo, Tomás. No me fastidies el ejemplo.
Me he llegado hasta el cuarto de Mamá. El equipaje en el coche. Ya he besado a los niños y a Elena.
Se quiebra mi campo de primavera alta. Siento marcharme de tanta belleza, pero la salud anímica de Marsa ordena mis decisiones. Don Crispín parece que ha recuperado la fe. Me lo ha confesado con reservas.
—Algo mejor que ayer y espero que peor que mañana.
—La medalla de la fe, don Crispín.
Mamá dormita. En la mesa contigua a su sillón, duerme plácidamente un vaso vacío. Los vasos, cuando no contienen alcohol, están dormidos. No tienen sentido. Mi madre, que nada tiene de tonta —¡ojalá lo tuviera!—, me presiente y abre un ojo. El derecho. No sabe abrir el izquierdo dejando el derecho cerrado, pero la operación contraria, la domina.
—¿Te vas, Susú?
Me ha llamado «Susú». Algo me quiere.
—A Guadalajara.
—¿Y qué tienes que hacer allí?
—Marsa, que quiere aprender a hacer almendras garrapiñadas.
—Ah.
Le ha sorprendido el capricho de Marsa.
—¿Volvéis pronto?
—En cinco días, Mamá.
—Me puedo morir.
—Estoy seguro de que no.
—Agonizo.
—Pero no del todo, Mamá. Vas muy poco a poco.
—Recuerda lo de la esquela y los solideos. El entierro, de acuerdo, en el panteón.
Pero no muy cerca de tu padre. Me dio muchos disgustos.
—Lo tendré todo presente, Mamá.
—Un beso, hijo.
Nudo en la garganta. Lágrimas a punto de cauce. La he besado. Ella me ha correspondido con otro ósculo mejillar.
—Me quiero morir, Susú.
—¿Y qué te lo impide?
—Pues que no hay manera.