—De acuerdo, pero déjeme tomar mi copa tranquilo.
—Pero que conste, eh, que no soy nacionalista.
—No me importa lo que usted sea.
—Correcto. Pero no soy nacionalista. Me considero muy catalán, pero también muy español, ¿eh? No lo olvide.
Nacionalista seguro.
Descubro en una mesa a Marta y Juan Carlos Villalta. Ella es de San Sebastián, y rompe de guapa. Juan Carlos, un tipo fuera de lo común de ingenioso, de Lucena.
Acudo a su mesa como un cohete, para liberarme del catalán, que insiste.
—En «verdat» he de decirle que voto CIU por conveniencia, pero no soy nacionalista y me preocupa el «Estatut».
Un pelmazo con mala conciencia.
Marta y Juan Carlos están de paso. He tomado dos o tres copitas con ellos y lo he pasado de maravilla. Se van a cenar. El del «Estatut» le está dando la tabarra a un infeliz. Cambio de bar. En el Alfonso, musiquilla de fondo, muy agradable. Dos copas más. Estómago vacío. Sensación de movimiento en la cabeza. A pasear en busca del local atrevido.
Noche de regalo. El paseíto me está sentando de perlas. En la trasera de la catedral, no recuerdo el nombre de la calle, un local con buena pinta llamado el Gomorra's Club. Portero negro —perdón, subsahariano—, en la entrada con aspecto de fortaleza y lealtad.
—Buenas noches, señor subsahariano.
—No soy subsahariano. Nací en Getafe. Pero buenas noches, señor, y que usted lo pase chupi.
Desear al cliente que se lo «pase chupi» no es terminología de inmigrantes.
Simpático portero.
El Gomorra's Club, en un primer golpe de vista, resulta excesivamente carmesí.
Una buena barra y mesas repartidas en una gran sala. Sentadas en un diván, y a la espera de clientes, están las chicas. Impresionantes. Uno creía que esto era como me lo habían contado los de mi edad. Rubias, morenas, jóvenes, altísimas y con una facha y una clase que no hemos tenido jamás ni los Sotoancho. Me saludan con elegante afabilidad y me dan noticias de su origen.
—Olga, ucraniana.
—Hola, Olguita.
—Shura, rusa.
—Hola, Shurita.
—Locío, de la China insulal.
—Hola, Lociíto.
Y así, hasta veinte.
Las he invitado a todas a una copa de
champagne.
Si me ve el catalán del bar del Colón me mata. Cinco botellas de Dom Perignon han desaparecido en un pispás. No hay problema, pues traigo la Visa.
De todas, la más amable y habladora me ha parecido Shura, la rusa. Se puede parecer a la tenista Sharapova, que me encanta, pero no parece que pueda demostrarse su parentesco. Con Shura me he tomado, ya a solas, otra botella de
champagne.
—Vamos, me ha ordenado.
Renuncio a la exposición de los hechos. Lo único que puedo decir es que Shurilla me ha vuelto literalmente loco. Si no llego a tener a Marsa, la retiro. Para celebrarlo, me he trasegado un par de whiskys en la barra de otro local, Le Lapin D'Or, que no sé lo que quiere decir, pero suena bien. Me gusta que Sevilla tenga locales en francés.
El portero del Colón, me ayuda a tomar asiento y me indica los mandos del coche, que se me han olvidado.
—Señor marqués. En esas condiciones no debe conducir. Quédese en el Hotel y mañana, tranquilamente y ya descansado, se vuelve para casa.
—Estoy muy bien, pero que muy bien. Además, le tengo miedo al catalán del «Estatuí».
El portero no ha entendido mi fina ironía. Ya la S-30, rumbo a Cádiz. Me gusta cantar mientras conduzco. En el coche me sucede lo que en el baño. Que sueno la mar de bien. Me jaleo.
Cuando me vengas a ver
ponte lo más oscurito,
sobre tó al anochecer,
que el tuerto de mi marío
lo oscurito no lo ve.
¡Hele, Cristian! o:
A esa mujer que allí viene,
déjala pasar de largo,
que es una liebre corrida
mordida por muchos galgos.
¡Ole tu madre, Cristian!
Superando a un camión que circulaba pisando huevos, me he quebrado de arte.
¡Qué desmayo el de mi copla!
El amor tiene más tiemblos
que venillas tiene un río
y guiños cualquier lucero.
¡Duende!
Y en esas estaba, cuando ha surgido el maldito conejo.
Un conejo, un simple conejo de campo, es capaz de arruinar una vida. No tanto una vida, pero si un monumento al prestigio. Un conejo no tiene derecho a cruzarse en la autovía y entorpecer la marcha de un Bentley de 1947 para ser atropellado. Un conejo está moralmente incapacitado para interrumpir una cadena de coplas y cantares.
Mi Bentley —mucho he escrito de su belleza y empaque— es de un modelo especial que sólo disfrutaron tres personas. El Rey Jorge VI de Inglaterra, su primo el Príncipe Enrique de Mountbatten, último virrey de la India, y Papá. Fallecidos el Rey, el virrey de la India y Papá, el único que lo conserva soy yo.
Va como la seda. Pero no está preparado para esquivar conejos. Me disponía a iniciar mi cuarta interpretación popular, cuando cruzó el conejo, con tan mala fortuna, que al intentar evitar el atropello, la rueda anterior derecha rozó el bordillo del arcén y reventó. El problema no es que reviente la rueda. Se encarga otra similar al concesionario, te cuesta un ojo de la cara y aquí paz y después gloria. El problema tampoco es la soledad que procura la noche en una autovía. Se llama por el móvil a casa, y en veinte minutos aparece el comando de rescate acompañado de una grúa. El problema radica en lo que pueda suceder en esos veinte minutos. Y en uno de esos veinte minutos de soledad, con los restos mortales del conejo despachurrados en la calzada y la rueda delantera derecha de mi coche como un queso Gruyere, ha surgido un coche-patrulla de la Benemérita. Al apreciarme en el arcén ha detenido su marcha y se han prestado a ayudarme.
Siempre educados y correctos, pero algo chismosos. Malsana curiosidad. Me han preguntado por las incidencias del leve accidente mientras uno de ellos rescataba de la calzada el cadáver del desdichado conejo. Elogios al coche. Solicitud de papeles y de mi carné de conducir. Me gusta el carné de conducir por ser el único documento oficial en el que se resalta que pertenezco al Reino de España. Todo de perlas, hasta que uno de los guardias civiles, con un aparato en la mano de lo más chocante, me animó a que soplara por un tubito adaptado al chisme. Cuando lo hice, con simpática sumisión, creyendo que era una cuestión de trámite, el guardia civil que me lo había puesto en la boca se fijó atentamente en una ventanilla luminosa del aparato e hizo una mueca de disgusto. La mueca, acompañada de un comentario seco, llamó la atención de su compañero, que curiosamente, protagonizó otro fruncimiento ceñudo en el espacio facial. Segundos más tarde, la bomba:
—Ha superado con creces el límite de nivel de alcoholemia permitido.
Esa frase, tan simple, tan llana, tan monocorde, suena muy mal cuando uno es el receptor de la misma. Hay mucho en su espíritu de contenida reprimenda.
—No tenemos más remedio que sancionarlo y retirarle el permiso de conducir.
Calcule un año, por lo menos.
No acostumbro a conducir. Para eso tengo un chófer y un ayudante. Pero verme sin carné durante un año me ha producido un alifafe de desasosiego. Para colmo, como inexperto que soy en materias de sanciones y multas, he firmado la conformidad. Culminado el mortificante papeleo, uno de los guardias civiles ha optado por chorrearme.
—Un personaje como usted no puede conducir en estado de exagerada embriaguez.
Pepillo que viene a buscarme en el Citroën.
—¿Pasa algo, señor marqués?
—Pasa una barbaridad, Pepillo. Un conejo. Y una multa de órdago.
No he dicho nada en casa. Marsa me ha intuido triste, y sobre todo, bebido.
—Es tardísimo.
—Lo que ha tardado la grúa en recoger el coche, mi amor. He pinchado, y la rueda de repuesto estaba floja. Me ha recogido Pepillo.
—Hueles a raro. Entre alcohol y pescado.
—Me he tomado una ración de pescaíto frito en Sevilla.
—No sé, no sé.
En pocos días he recibido un papel en el que se me notifica que me ha sido retirado el carné de conducir por un año, y que debo pagar una multa de seiscientos euros. Una canallada.
—Te noto extraño, mi amor. Estás como ido.
—Los problemas, Marsa.
—¿Problemas de qué tipo? ¿Quizá de conciencia?
—Problemas en general, uno de los cuales eres tú y el sinvergüenza ese del Farolitos.
—Creía que lo habías superado.
—No del todo.
—Pero hay más.
—Me han quitado el carné de conducir durante un año.
—Ese no es un problema para ti. Tenemos chóferes en lista de espera.
—Me he ido de putas.
—Este sí que es un problema gravísimo, mi amor. Tan grave que me voy de casa inmediatamente.
—He sido sincero, como tú cuando lo del Farolitos. Y no se puede abandonar a un marido que está a punto de quedarse huérfano.
—Lo mío con Farolitos fue una aventura vital e imprevista. Para irse con una zorra son necesarias la premeditación y la alevosía.
—Ni una cosa ni la otra —mentí descaradamente—. Tenía una cita con unos amigos que me quieren proponer para la Junta de Pineda, bebí más de lo debido, y cuando pude darme cuenta, estaba en un local cuyo nombre no recuerdo —nueva mentira—, acompañado por una señorita de muy buena familia rusa, pero con pocos posibles.
—Y te acostaste con ella.
—Creo que sí.
—Y la pagaste.
—Calderilla.
—Y te has podido contagiar.
—Me puso una fundita muy graciosa.
—Y no te remordió la conciencia.
—Tanto, que si no te lo confieso, reviento. Perdóname, pero lo hice por venganza.
—De acuerdo. No te abandono. Te quiero demasiado. Pero me debes una, golfo.
A las mujeres no hay quien las entienda. Ahora resulta que el culpable soy yo y que le debo una. He protestado con energía.
—¡Estamos en paz! Tú con el Farolitos y yo con la señorita de buena familia rusa pero con pocos posibles.
—No, mi amor. Lo tuyo fue venganza. Y la venganza se venga.
—Me temo que estás aprovechándote de mi debilidad dialéctica.
—Déjalo estar. No quiero discutir. Me has humillado con una mujer de la vida. Te perdono, pero no pienso quedarme quieta. Tiempo al tiempo, mi amor.
Y me ha dejado en el despacho, a solas, como si fuera el mayor canalla del mundo occidental.
* * *
No puedo estar tranquilo. Esta noche, para confundirme, Marsa ha estado sublime. Más tucana y amorosa que nunca. Me ha dejado exhausto. Y por la mañana, recién desayunados, erre que erre. No me sostienen los muslos. Y me da mucha vergüenza que Tomás lo presienta. Me conoce tan asquerosamente bien, que nota a distancia mis esfuerzos íntimos.
—Buenos días, señor. Me parece que esta noche ha habido fiesta.
—No tengo la obligación de informar a mi mayordomo de lo que hago.
—Se le nota a la legua. No le responden los muslos, señor. Anda raro.
—La gimnasia, Tomás.
—Sí, sí.
No soporto ese «sí, sí». Se lo he dicho decenas de veces. Pero Tomás sabe que me tiene en sus manos. Sin su ayuda y compañía, sería cojo, manco y ciego. Me ha preparado el luto. Es Lunes Santo, y hasta el Domingo de Resurrección me visto chipirón total. En ocho días, si no hace mucho calor, recuperaré mis queridos
knickers,
que tan maravillosamente me sientan. He acudido a saludar a Mamá, también de negro como un teléfono de la posguerra.
—Buenos días, Mamá.
—Mi último Lunes Santo, Susú.
—No digas eso. Te encuentro con muy buen aspecto.
—Tengo un dolor agudo en el costado. Para mí, que el Señor desea que sufra su martirio.
—Tienes aires.
—Nunca he tenido aires. Ya no sabes qué decir para hundirme.
—Cuando se bebe mucho, los aires se presentan.
—Me estoy muriendo, hijo, y te perdono. Ahora déjame que me reconcilie. Como dijo mi primo Juan Belvís al ser alcanzado por una bala en la batalla del Ebro, «con España ya he cumplido, ahora dejadme cumplir con Dios». Pues eso, hijo. Contigo ya he cumplido sobradamente. Déjame cumplir con Dios. Con Dios.
—Ya lo he oído, con Dios.
—Quiero decir que te vayas. Con Dios.
—Con Dios, Mamá.
Y la he dejado en plena agonía.