Manuel de historia (14 page)

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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

BOOK: Manuel de historia
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—Adiós, mi querida. Nos volveremos a ver. Con una condición: que no le coquetees a Sebastián, soy terriblemente celosa.

Y la sonrisa de Medea. La adaucta isáurica, al borde de la asfixia, corre a la calle a respirar aire puro.

Letizia, para desagraviarme:

—¿De dónde salió esa mujer? Deledda, cuando la invites a ella no me invites a mí. ¿O no te diste cuenta? Tiene el halo negro.

Guillermo, en la mesa, sigue con atención los delirios de la sorboneada y si hay que reír ríe, excepto cuando hablo yo. Pero a mí no me engaña, tiene el aire mitad socarrón y mitad divertido de quien asiste a una junta de chiflados inofensivos a los que se les celebra las locas ocurrencias sin tomárselas en serio. Aprovecha el momento en que nos levantamos de la mesa para escabullirse sin saludar a nadie. Volveremos al salón, donde su ausencia abre una tregua en nuestras rivalidades. Empiezan a oírse los timbrazos. Son los amigos que según Deledda vienen a estudiar con él, muchachos de su edad a los que vemos desfilar rumbo al inaccesible cuarto donde se reúnen casi todas las noches. Trato de que no me descubran. Guillermo les habrá dicho: ¿vieron al engendro? O algún otro apodo más insultante. Yo estaba sentado en un retrete, en los baños de la Facultad. Entraron varios compañeros de mi promoción, no sabían que yo estaba ahí, escuchándolos, y me nombraron. Tardé una hora en salir del retrete, no podía dejar de llorar.

Después, en el salón, reanudamos nuestras polémicas, ya sin el entusiasmo frenético que Guillermo nos inspira. Castelbruno ha salido del comedor grande medio borracho y ahora se emborrachará del todo. Se duerme y ronca. A la madrugada hay que despertarlo, se pone del mal humor y se va sin despedirse. Los demás invitados también se van. Desde el dormitorio oímos las voces de los Beatles que cantan a todo lo que da en el cuarto donde se supone que Guillermo y sus amigotes se han reunido para estudiar. ¿Qué dice Deledda, ahora? Deledda no dice nada. Hacemos el amor, una vez por noche. Pero, modestia aparte, qué vez. En la cama y en la oscuridad soy el más bello de todos los hombres. Si Guillermo se ha propuesto boicotearme con su música se equivoca, su proximidad me excita, su despecho porque soy el amante de su madre contribuye a mi placer. Deledda, en la culminación, balbucea su esperanto de la voluptuosidad, la glosolalia que haría enmudecer de envidia a las hermanas Fox. *

* «Les nouvelles chansons de Bilitis», traduites du volapouk par M. Sébastien Hondio.

¿Su despecho porque soy el amante de su madre o porque soy (aparentemente) insensible a su seducción, a su belleza? Monseñor Carasatorre lo llama efebo heráldico. Maluganis lo llama hieródulo. ¿Sabrá lo que significa hieródulo? Sonríe halagado. Debe de adivinar que Castelbruno se emborracha por él, habrá visto su mirada verdosa encendida de un amor terrible, acaso el más terrible de todos. Sus amigos, según Deledda, lo adoran. A lo menos vienen todas las noches, no precisamente a estudiar. Yo soy el único que no se pone de hinojos delante de él. Y encima me atrevo a ser el amante de Deledda. Me odia por eso no pierde portunidad de demostrarme que me desprecia y que no me soporta.

Hay noches en que no vienen invitados. Cenaremos en el comedor chico, que yo llamo el gabinete de la princesa Bibesco, la parienta rumana de Ana de Noailles, pequeño, decoración art nouveau, paredes forradas de papel dorado, lámparas en forma de hongo, pantallas de seda con flecos. Deledda se disfraza de flapper, falda muy corta, collares hasta la cintura. Sólo le falta la boquilla de Theda Bara. Cenaremos a las diez en punto.

Son las noches en que casi no hablo, habla todo el tiempo ella. La noche de los recuerdos, de repasar el álbum de fotografías de su memoria, el diario íntimo que jamás escribirá pero que crece en sus palabras, le va agregando personajes, episodios, descripciones. La memoria de Deledda lo embellece todo. Es su vocación artística, su vena poética. No seré yo quien se la malogre. Por lo contrario, le doy cuerda. Evoca un mundo que amo, encima embellecido por su fantasía. El abuelo embajador, el padre embajador, los tíos ministros, los primos dandies, las primas casadas con aristócratas de Passy, las tías de Florencia, las amigas de la nobleza negra, para todos tiene una misma expresión: eran o son un sol. Bailó con Umberto di Savoia, un sol. Alcanzó a visitar a Colette, un sol, en su departamento del Palais Royal. Gilda dalla Rizza, Ninon Vallin, Foujita, el conde Grandi, Serge Lifar, Leonor Fini: soles, soles, soles.

Mezclará sus propios recuerdos con lo que oyó, con lo que le contaron. ¿Qué importa? Es mitómana, debo decir ¿no es cierto? Mitómana, fabuladora. Y bien, no, no lo digo: no falta a la verdad sino que la retoca, la va despojando de sus fealdades, de sus imperfecciones y la reduce a lo que tenga de bueno y hermoso. Novelaba con el desparpajo de los niños y de los literatos y a menudo, olvidada hoy de lo que había creado ayer, pintaba dos imágenes distintas de un mismo rostro, las dos igualmente bellísimas. Un filtro: la torpe vida pasaba a través de ese filtro y quedaba expurgada de sus torpezas. En el fondo había bondad y agradecimiento en sus fabulaciones, el deseo de que la realidad, siquiera en su Versión, no se rebajase a ser menos que sus ideales. También a mí me retocaba, también a Letizia del Piombo, a Maluganis, a todos los amigos que amaba. Qué no habré hecho para no desmentir siquiera la fábula de que yo era el hombre más culto y más inteligente del mundo.

Ahora soy yo quien recuerda. En comparación con los suyos mis recuerdos son pocos y giran siempre alrededor de las mismas personas. Si escribo este relato es para defenderlos, para proporcionarles una memoria aún más obsesa que la mía. Sé que voy a releer una y mil veces lo que ahora escribo. Sé que lo que ahora escribo me parecerá demasiado esquemático, demasiado pobre. Me detengo en los recuerdos más felices. A los otros los atravesaré a la carrera. Pero mi memoria no fabula, creo. He podido escribir que Deledda me sacaba grandes sumas de dinero, que la he mantenido, que los he mantenido, a ella y a Guillermo, durante años. También he escrito que todo el dinero que haya podido darle no alcanza a pagar la felicidad que le debo. Ayer, por televisión, un crítico con barba y lentes dijo que cuando un autor describe el color de los ojos o el timbre de voz de un personaje cierra el libro, porque no admite que prescindan de su imaginación. Yo no escribo para estimular la imaginación de nadie sino para consuelo de mi corazón. Por eso este relato es minucioso: por mucho que recuerde, siempre a mi corazón le parecerá que olvido como olvidan los desagradecidos y los desamorados.

Cuando Deledda me habla de sus parientes, de su vasta familia, me pregunto: ¿dónde están ahora? ¿Por qué no la visitan? ¿Han muerto todos? Pero algunos la llaman por teléfono, me dice que habló por teléfono con una prima, con una tía, con un primo. Los cita por sus sobrenombres, se refiere a ellos con sobrentendidos, como si yo los conociese, nunca termino de identificarlos, nunca sabré quiénes son esa Finita, ese Bebe, esa Vicky. Pero ¿por qué nunca aparecen? Deledda no va al teatro, jamás me pide ir a comer en un restaurante. Su única diversión: invitar a sus amigos en su casa. Más de una vez sospecho que soy yo quien la condena a esta vida, casi recoleta a pesar de las frecuentes comidas con invitados. ¿Qué hará durante el día? Lo ignoro, no quiero saberlo.

Guillermo se demora en venir a sentarse a la mesa. Verena debe llevarle los mensajes cada vez más perentorios de Deledda, quien excusa conmigo:

—Es que hoy no anda muy bien de salud. Volvió del colegio con retortijones de estómago.

Sonrío:

—Los retortijones se los provoco yo.

Deledda hace aspavientos:

—Pero no. ¿Por qué? Si Guillermo te adora. Pasa que es un muchacho, así, un poco neurótico. Tiene a quién salir.

Alude al attaché español, expulsado del álbum de fotografías.

—En el fondo es un sentimental como yo, pero está en una edad en que no sabe qué hacer con sus sentimientos. Le pasa hasta conmigo. Pero te garanto que te quiere mucho, te admira. Está deseoso de ser tu amigo. Si fuera por él, yo nunca tendría que invitar a nadie porque eso le impide la intimidad que necesita para soltar la lengua. Siempre me dice: Sebastián creerá que soy un infradotado, dile, dile que si no hablo es porque me sacan de las casillas todos esos locos que mi madre recolecta por ahí. Ya verás, esta noche, cómo te acosa con preguntas. Y tú, por favor, sé amable con él, toma la iniciativa. Se las da de arrogante pero es tímido, es vergonzoso.

Guillermo no parece muy apurado por gozar de la intimidad que según su madre necesita para ser simpático. Deledda, sin reparar en esa desmentida, insiste con Verena:

—Avísale al niño Guillermo que si no viene ahora mismo esta noche no come.

Yo ironizo:

—¿No estará de veras enfermo?

Deledda finge alarmarse:

—Dios mío, tienes razón. Verena, pregúntale si quiere que llamemos al doctor Castelbruno.

Justamente a Castelbruno, en cuyas cataplasmas de barro no confía y de quien alguna vez me ha dicho:

—Es un sol, pero a veces tengo miedo de que esté loco.

Una de dos: o Guillermo manda decir por Verena que prefiere acostarse porque no se siente bien (y sin embargo los servicios de Castelbruno no son requeridos) o finalmente hace su aparición en el comedor chico sin el menor síntoma de retortijones de estómago o de cualquier otro desarreglo de salud, pero tan fastidiado que me extiende la mano sin mirarme, mirando a Deledda:

—Mamá, te dije que esta noche no comería.

Ella simula que no estaba enterada y que la salida la desconcierta:

—Pero Guglielmo ¿en qué quedamos? ¿No me pediste que comiéramos los tres solos para poder hablar a tus anchas con Sebastián?

La educación le veda a Guillermo desmentir en mi presencia ese flagrante embuste, pero no le impide tomar su plato, sus cubiertos y su servilleta e ir a ubicarse en el otro extremo de la mesa. Deledda simula no darse cuenta del desaire, distraída por la reanudación de sus recuerdos del pasado. Él parece no oírla, pero devora la comida como para poner bien en claro que si le había dicho que esa noche no iba a comer con nosotros no sería por falta de apetito. Cuando Verena sirve el postre adquirido por mí, suspira que ya no puede pasar un bocado más y en seguida se va, llamado por el primer timbrazo de sus amigos mientras Deledda protesta:

—Guglielmo ¿qué modales son éstos? ¿Te levantas de la mesa sin pedirme permiso, sin disculparte con Sebastián?

Es inútil: se va con el pretexto de que mañana tendrá exámenes y debe estudiar. En estas noches sin invitados Deledda y yo tenemos en el salón nuestra soirée musical. Dice que de niña aprendió a tocar el piano, que tuvo profesores famosos, pero perdió la práctica y ahora el piano de cola permanece cerrado. Hacemos girar mis discos en un pequeño tocadiscos que le regalé. Música clásica, Edith Piaf, tangos.

Los Kindertotenheder le arrancan lágrimas. Me dice:

—Dios mío, es una música demasiado hermosa para llorar la muerte de un niño. Mahler no tenía derecho.

Y sin embargo todas las veces quiere escucharla. La escucha tomándome de la mano y sollozando. También llora cuando la piaf canta «Mea culpa». A medianoche nos vamos a hacer el amor. A medianoche, en el cuarto de Guillermo salmodian los Beatles.

Pequeño rufián. Pequeño y odioso rufián. Alguna vez he oído una discusión entre ellos.

No saben que he llegado, que oigo sus gritos.

—¿Estás loco? Es mucho dinero.

—Tengo que pagar la matrícula mañana mismo.

—Imposible.

—¿Y entonces qué pretendés? ¿Que deje de estudiar?

—Hablaré con el rector.

—Estás chiflada, completamente chiflada.

—¿Pero de dónde quieres que saque tanto dinero?

—Es asunto tuyo, no mío.

—Guglielmo, eres cruel. Sales a tu padre.

—Ya me lo dijiste miles de veces.

—Te lo diré una vez más, eres igualito a tu padre. ¿Sabes quién era tu padre? Un chulo disfrazado de attaché. Habría sido mejor que hubieses ido a vivir con él. Habrías estado en tu elemento.

—No lo dudes.

—Te has propuesto matarme a disgustos. Pero te prevengo una cosa, no lo conseguirás.

—Todavía está por verse quién matará a quién.

—Eres de un cinismo que tu padre te envidiaría.

—Basta, mamá, por favor.

—Eso es, basta. Yo debo callarme. Tú no, tú sigue faltándome al respeto.

—¿Vas a darme o no vas a darme la plata para la matricula?

—Está bien. Hablaré con Sebastián.

Hablará conmigo. Yo doblo las patas, inclino la cerviz y mujo dulcemente. Deledda podría clavarme un estoque entre los ojos y yo no me defendería. Le doy el dinero para que el pequeño rufián pueda seguir estudiando en un colegio religioso, carísimo, al que concurren muchachos de la alta sociedad, de doble apellido. Lo detesto. Y él se da el lujo de despreciarme. La felicidad siempre tiene algún precio. Para mí el precio es muy alto, pero lo pago sin protestar. Una débil protesta, y corro el riesgo de perder mi única felicidad. Los seres desdichados somos los más manejables.

Aunque debió de ocurrir de un modo gradual, en mi memoria el efebo heráldico queda reemplazado de golpe por el dios olírnpico. No recuerdo transiciones, es curioso. El dios olímpico aparece para anonadarme con su sola presencia. El rostro de Apolo, con los rasgos increíblemente simétricos, sujetados por un resorte que se los mantiene firmes. La mirada soberbia, impasible. Cuando sonríe, es porque los pobres mortales le causan gracia. A mí me observa desde muy arriba, desde la cumbre del Olimpo, todas las veces reprime la misma expresión, siempre la misma, la sorpresa, en seguida el disgusto de verme, de comprobar que me atrevo a estar ahí, delante de él, que no he cambiado, que persisto en mi monstruosidad. Me tiende la mano, sin una palabra, y después se negará a volver a mirarme hasta la próxima vez, cuando se sorprenda de que entretanto no cambié, de que no he renunciado a disgustarlo.

Ahora estudia abogacía en una universidad privada. No averiguar de dónde salen los fondos para los aranceles y los libros. Se salva de la conscripción ¿cómo un dios va a vestir uniforme? gracias a no sé qué gestiones de monseñor Carasatorre y ex aequo, del ex–embajador Maluganis.

—Deledda: ¿Has visto qué cambiado está Guglielmo? Ya no discute más conmigo. Se ha vuelto tan sereno, tan maduro. Y tan señor. Sale a papá. Papá era como él, se le notaba el señorío hasta cuando estaba borracho.

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