Manuel de historia (18 page)

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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

BOOK: Manuel de historia
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Al despedirlo el día en que visitó por primera vez el departamento de French St. Deledda le había dicho:

—Véngase a comer con nosotros. Lo esperamos a las nueve. O más tarde, en fin, a la hora que usted quiera. Aquí se come cuando llega el último invitado. Pero el viernes no habrá otro invitado que usted.

Llegó a las nueve en punto, Verena lo recibió en uniforme de gala y con la cordialidad un poco confianzuda de la primera vez. No era el único invitado. En el salón ya había cinco personajes que lo miraban.

Deledda vino a su encuentro tendiéndole los brazos. Vestía una túnica blanca y flores en la cabeza.

—Sidney, por qué tan tarde. Ya estábamos pensando que no vendría.

Le ofreció la mejilla inflamada por los golpes y aprovechando el beso que él le daba le siseó al oído:

—Cayeron de sopetón, no podía echarlos. Espero que se sienta cómodo, Sidney. Ya va a ver, es una gente maravillosa.

Lo tomó de una mano, lo condujo hasta una señora diminuta, flaquita, en paños menores, le pareció.

—Letizia Balzán, marquesa del Piomho.

Las piernas cruzadas, las pantorrillas soldadas en una sola, los cortos muslos apretados y el cuerpo en una curva de ánfora, daba la impresión de ser, toda ella, el cofre donde guardaba el tesoro del sexo y lo ponía a salvo de cualquier tentativa de manoseárselo. Permitió que Sidney le estrujara con su manaza la frágil mano de mimbre cuajada de anillos y de motas ocres, pero no abrió la boca. Lo estudiaba, sí, con la mirada de quien le recuerda a su interlocutor una promesa, algún compromiso previo. El rostro restaurado por la cirugía ya no conservaba ninguna expresión facial, pero debajo de los ojos unas bolsas que ningún bisturí conseguía extirpar dotaba a aquella mirada de una especie de cargazón neurótica.

—Monseñor Arduino Carasatorre.

En una enorme cara de luna llena, mofletuda y sanguínea, se incrustaban rasgos miniaturescos. La papada oscilaba como una sopa deinasiado espesa. Parecía un hombre bonachón sin otro pecado que la glotonería. Sus manos gordas y calientes como buñuelos se apoderaron de la mano de Sidney en un gesto paternal.

—Conque éste es el joven y brillante consiliarius del Mandato.

Se volvió hacia Deledda:

—Hija mía ¿me permite que sin ningún introito le someta a nuestro nuevo amigo una petitio a Caesare tribunatum? Espero que los consejos de mister Gallagher convenzan al Excelentísimo Alto Comisionado para que disponga la creación de una Secretaría de Asuntos Eclesiásticos. Dígale que puede contar con mi asesoramiento ad honorem.

La voz, cremosa y asmática, salía de un confesionario.

Deledda rescató a Sidney de la confesión y lo llevó hasta la extremaunción.

—El embajador Crisólogo Maluganis.

Éste no sería clérigo pero tenía un aire de dignatario pontificio. Alto, casi tan alto como Sidney, con el cuerpo un poco curvado hacia la derecha, vestido de unánime luto, se dobló en dos y mostró, en la coronilla del cráneo ovoide y barnizado de laca negra, la tonsura tradicional. Hablaba sin mover los labios, como un ventrílocuo. Los mantenía ligeramente despegados, y por esa delgada ranura se le escurría el murmullo con que administraba el santo viático.

—Y este es mi marido. Ramón, aquí lo tienes a Sidney, tú que te morías de ganas de conocerlo.

Sidney vio a un hombre de estatura mediana pero que parecía muy bajo. Después iba a descubrir por qué: el cuerpo, ancho, largoo y macizo de hombre alto, calzaba sobre piernas tan cortas que era imposible no pensar en Toulouse Lautrec. El rostro era una fotografía de William Faulkner en la que, por un truco, las dos mitades de la cara estaban a distinta altura y una más cerca que la otra. El pelo negro y abundante lo hacía joven. La voz, melodiosa y pedante, era joven. Le extendió una mano vigorosa pero los ojos esquivos lo rehuyeron.

Verena presenciaba las presentaciones con el rostro risueño de asistir a una payasada. Cuando Sidney se sentó en el mismo sofá donde Letizia del Piombo se defendía del estupro le preguntó:

—¿Qué le sirvo, señor Sidney?

—Nada, gracias.

—Pero cómo. ¿No va a tomar nada? Deledda la alejó con un aleteo de mano.

—No lo cargosees al señor Gallagher. Ve, ve a ver si la comida está lista.

De reojo, Letizia del Piombo vigilaba las largas piernas de Sidney. Wendell O'Flaherty solía decirle: «Santo cielo, recoja esas piernas, son absolutamente inmorales».

Uno tras otro llegaron Pepe Sorbello y el doctor Castelbruno. Sorbello saludaba con el servilismo de un pordiosero en el momento de recibir la limosna. Sonrisa mojada, trémulos parpadeos sobre los ojos redondos de pájaro, la mano invertebrada que ofrecía con miedo de que no se la devolviesen, todo dejaba traslucir un carácter pusilánime, mojigato y quizás hipócrita.

—Pepe —le dijo Deledda— ¿Te acordaste de traerle el libro a Sidney?

Se había acordado y ya se lo ofrendaba con la unción de quien entrega su testamento. Sidney leyó una dedicatoria manuscrita, erizada de volutas y espirales: «Al señor Sidney Gallagher, con la ferviente amistad y el eterno reconocimiento del Autor». Debajo se deflagraba un terrible arabesco.

El doctor Castelbruno, hirsuto, todavía joven, bien parecido con grandes mostachos y la piel terrosa, ojos violentos, voz violenta, ademanes violentos, algo de napolitano y de gitano, o de musulmán. Cuando Deledda le presentó a Sidney, se le irisó en la mirada un verde mosca veteado de oro.

—Así que usted es Sidney Gallagher. Cuídese de nosotros, trataremos de pervertirlo.

Los demás se reían no para desmentir esas palabras sino para confirmarlas.

—Eso espero —dijo Sidney, y todos aplaudieron.

Comentario de Deledda a Sidney, en voz baja, un rato después:

—Se le da por querer curar todas las enfermedades con cataplasmas de barro, dice que la farmacología es puro veneno y que hay que volver al barro de Adán, pero ya verás, fuera de eso es un sol, un hombre fascinante, lo adoro.

Castelbruno apuntó a Sorbello con la mano que ya sostenía una copa de vino.

—Te traigo un argentinismo.

Sorbello palmeó como un niño ante un juguete.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Lo encontré en una vieja novela de Sábato. Teleatro, por teleteatro.

—¿No será una errata?

—Y a vos qué te importa. Desde cuando tenés esos escrúpulos, farsante. ¿No metiste en tu repertorio el manuelisma?

—¿No es un argentinismo? —preguntó Sidney, asombrado.

—¿Manuelisma? Pero qué va a ser. Es un invento de Ramón.

—Pero tan hermoso que merece serlo —Pepe ahora exhibía, en su cara beata, una expresión ofendida.

Sidney miró al inventor del manuelisma: hacía tamborilear los dedos sobre el brazo del sillón y sonreía con suficiencia, los ojos fijos en el vacío.

—Ahora ando en otro proyecto —prosiguió Sorbello siempre mortificado. Un diccionario donde las palabras signifiquen lo que tendrían que significar según la fonética y no según la semántica.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo asclepiadeo.

—¿Qué va a querer decir, en tu diccionario?

—Onomatopeya del sonido de la castañuela. Heliogábalo: piedra preciosa de color amarillo jaspeado. Dingolondango: repique de campanas en los maitines. Astrágalo: sujeto muy voraz.

—Mejor que inventar significados, un diccionario paralelo, es inventar palabras, un nuevo diccionario, como hizo Fontecha —la voz de Ramón Civedé era profesoral, insufrible.

—Sí, pero las palabras que inventó Fontecha no me gustan. Asnee, atroos, amuridus, dalzum. Qué horror —Sorbello hacía muecas pudibundas de asco.

—Y todavía mejor que inventar palabras es recrear sus enlaces. Siempre soñé con escribir un libro donde los matrimonios de las palabras fuesen siempre novedosos. Digamos: se le recalcó el orgullo. Fulano andaba con todas las ilusiones en carena. Se me constiparon las ganas de hablar. Cosas así. Leer ese libro sería una fiesta, una luna de miel con el idioma.

—Borges lo supo hacer —dijo Sidney con alguna timidez, pero todos los otros miraban a Ramón Civedé, que parecía melancólico.

De golpe Sidney tuvo un sobresalto.

—Che Pepe, poné en tu diccionario que Letizia quiere decir hambre.

La frágil geisha en paños menores, cargada de rocalla, tenía una voz machorra y cavernosa como si hablase ahuecándose la mejilla con un dedo.

Todos se reían y en seguida pasaron al comedor. Era una habitación enorme, decorada y amueblada en estilo Primer Imperio tirando más a Egipto que a Pompeya. Por únicas luces, dos candelabros. En la penumbra la larga mesa resplandecía de platería, de cristalería, de porcelanas y de encajes. Entre los candelabros, un anillo de orquídeas semejaba una corona mortuoria.

Deledda, desde la cabecera, le señaló a cada invitado el sitio que le correspondía según un orden de precedencias que a Sidney le resulto misterioso: él debió sentarse a la izquierda de la dueña de casa. Ramón Civedé, a la derecha. Monseñor Carasatorre y el ex–embajador Maluganis fueron enviados lejos. La otra cabecera aún no tenía destinatario. Cuando Sidney vio una copa de cristal de Murano que le había sido reservada sólo a él, la alzó, la examinó al trasluz, dijo:

—Beautiful.

Deledda le oprimió el antebrazo:

—Sidney, eres uno de los nuestros.

Los demás, salvo Ramón Civedé, lo miraban, le sonreían. Autorizados por Deledda, lo tutearon.

—En este mismo momento te incorporamos a nuestra logia secreta.

—No te alarmes. No tenemos ritos de iniciación como los masones.

—Ni menos todavía como los Templarios.

—Tampoco deberás saltar un foso como los catecúmenos del dios Mitra.

—Un brindis es toda nuestra ceremonia.

Sidney improvisó un tono mitad jocoso, mitad intrigado:

—Pero algún requisito, alguna condición será necesaria.

Letizia del Piombo, sentada a su izquierda, le tomó una mano.

—No te preocupes. La condición la tienes de sobra.

—¿Y cuál es?

Ahora se miraban entre ellos y se sonreían entre ellos como para ponerse de acuerdo en alguna tramoya. ¿O se burlaban de él, de ese neófito tan ingenuo que hasta ignoraba, como Buda en su juventud, dónde escondía las virtudes?

La aparición de Guillermo, recibida con alborozo, lo relegó momentáneamente a un rincón y le impidió despejarse la incógnita.

Un coro de grititos idénticos a los que, en el Adonis, celebraban las rotaciones y las posturas homicidas de los bodybuilders había festejado la entrada de Guillermo y se prolongó durante los minutos en que el muchacho, inclinándose, intercambió con cada invitado un abrazo y un beso rituales. Sidney fue el único que se puso de pie. Se dieron la mano, se miraron en los ojos. El hijo de Deledda era muy guapo. No se le borraba de la boca la sonrisa que a Sidney se le antojó perversa. Fue a ocupar la otra cabecera y desde allí volvió a mirar al adviser y a sonreírle con aquella sonrisa que quería ser seductora y era malvada.

Entró Verena, seguida por otra Verena que parecía su doble. Sidney comió con apetito. No pudo negarse a beber, en el cáliz de cristal de Murano, el vino frío e incoloro con que brindaron en su honor.

—Por la incorporación de Sidney a la cofradía —dijo Deledda. Las copas en alto, todos repitieron en un unísono que debía de haber sido ensayado:

—Por la incorporación de Sidney.

También Guillermo. Pero después dijo:

—Te aclaro que yo no pertenezco a la logia.

Le respondió el coro, ahora de quejas zalameras.

—¿Cómo que no? Ingrato. Te guste o no te guste, eres nuestro efebo heráldico. Nuestro hieródulo.

Guillermo, sin perder la sonrisa, fingió escandalizarse.

—¿Hieródulo? ¿Qué es eso? Suena a oficio pecaminoso.

El ex–embajador Maluganis se pasó la servilleta por los labios, puso una expresión mediúmnica.

—Mi querido. Hay, en medio de la pululación y del ajetreo de la vida, algunas pocas criaturas que, a menudo sin ellas mismas saberlo, difunden mensajes propicios, conjuros benéficos. Son emisarios que llevan consigo la llave de San Tugen, que aparta a los perros rabiosos, a los lobos, al alacrán y a la víbora. Tú eres una de esas criaturas.

—Dios mío, Memé —gimió Deledda. Qué hermoso lo que has dicho.

Maluganis bajó los párpados con modestia, pero de reojo observaba los efectos que había causado en Guillermo. Sidney no entendió si el hieródulo lisonjeado o avergonzado o quizâ para disimular la hilaridad, ahora comía sin levantar la vista del plato. Los demás, muertos de celos, masticaron en silencio.

Verena, cualquiera de las dos Verenas, volvía a llenar la copa de Murano y Sidney bebía con avidez, como si luego de tantos años de ser abstemio acabase de descubrir el placer de no serlo y quisiese recuperar el tiempo perdido. La consecuencia fue que le sobrevino una visión doble, desde adentro y desde afuera de sí mismo. Recordó un cuento de Wells: un muchacho, en un restaurante, tornaba una copa de kummel y veía al viejo, Mr. Elveshanl que lo había invitado a comer y se veía a sí mismo comiendo y hablando y gesticulando. Lo mas probable es que Sidney haya estado sentado frente a una pared donde había un espejo. Pero a él le pareció que tenía dos miradas, una la de sus propios ojos, y otra que desde afuera de sus ojos lo veía comer, beber, hablar, hacer ademanes, reírse, la calva sudorosa, alrededor la aureola de pelo rubio. El rostro de héroe de historieta de ciencia–ficción, el grueso pescuezo con la manzana de Adán en relieve, los hombros cuadrados, la chaqueta entreabierta, el pecho velludo, rubio, y junto a él Letizia del Piombo que lo acariciaba o que le pellizcaba el mentón, las bolsas debajo de los ojos rellenas de tinta azul.

Después iba a olvidar los temas de conversación, aquella noche en el comedor. Lo último que recordaría antes de despertar: habían vuelto al salón, él estaba sentado en una butaca muy baja, casi a ras del piso. Alcanzó a ver, entre las rodillas separadas y levantadas a la altura de los ojos, a una Verena que le ofrecía un pocillo de café. Entonces se durmió.

Lo despertó el dolor de cabeza. En el salón no había nadie, pero se oían voces y risas en algún otro cuarto. Miró su reloj: quince para las dos. Se levantó y entonces descubrió a Ramón Civedé, sentado más lejos, que lo miraba con sus ojos desiguales.

—Oh, perdón. Me quedé dormido.

—Apenas unos minutos.

—Le presento mis excusas.

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