—Peor para ellos. Me devolverán insulto por insulto, pero no por eso dejaré de cantarles mis verdades. Quizá seamos buenos e inteligentes en la vida privada, pero la vida privada no hace la Historia. Himmler adoraba a su canario y Stalin se emocionaba con la música de Tchaikovski. Sin embargo hubo campos de concentración y el Gulag. La Historia no pasa por la intimidad de los hogares sino por los foros y las ágoras. La maldad y la estupidez argentinas no han proliferado en la vida íntima sino en la vida pública. Pero como por desgracia desde la vida pública, desde el gobierno, desde el Estado, el Poder domina cada día más la vida privada, también en la vida privada se infiltran cada día más la maldad y la estupidez. Lord Acton creía que el Poder corrompe a quienes lo ejercen, y no se equivocaba. Ahora corrompe incluso a quienes lo soportan.
Sidney no supo qué contestar.
—¿Es soltero, señor Gallagher?
Le hacía preguntas como para impedir que Sidney aprovechase una pausa en el diálogo y se fuera.
—Sí, señor.
—Platón les negaba a los solteros aptitud para manejar los negocios de la república, porque pensaba que el célibe se conservaba joven y sólo los viejos están en condiciones de gobernar a los hombres. En cambio la Iglesia Católica no confía su gobierno más que a los solteros con la condición de que sean viejos siquiera por la edad, de que sean presbíteros. Ni Platón ni la Iglesia se equivocan. El matrimonio vuelve realistas a los hombres lo cual es bueno para los gobernantes y malo para los sacerdotes.
—I beg your pardon. No entiendo.
—La naturaleza es femenina, Gallagher. Sólo gracias a un esfuerzo adicional consigue hacerse masculina. Al revés de lo que dice el Génesis cuyas metáforas nada sabían de genética, primero fue creada la mujer, después el hombre. Eva precede a Adán y la palabra varón es un apócope de varona. Los tejidos del feto tienden a plegarse del modo más fácil, más directo y sencillo: la forma del ovario. Una energía suplementaria puede intervenir y entonces el plegamiento cambia de dirección y toma la contraria: la de los testículos. De esa conducta de las células derivan todas las características de cada sexo. En todo el hombre va más lejos que la mujer y en todo la mujer permanece más cerca de la realidad que el hombre. La convivencia sexual con la mujer, el matrimonio, es para el hombre una escuela de realismo. Le impedirá volar alto, pero lo salvará de perderse en el vacío de las abstracciones.
Sidney se preguntaba si estas teorías tendrían algún valor científico o si eran pura divagación.
—La forma femenina —prosiguió el hombre oculto en la penumbra— no exige que la naturaleza se esfuerce. La masculinidad requiere un mayor gasto de energía vital y por eso el hombre es más débil que la mujer, más vulnerable a las enfermedades, a los trastornos mentales, a la zozobra y a la disipación, y por eso desde la Antigüedad se hizo gimnasta. Los hombres llamados salvajes por nosotros se pintan y se adornan para cargarse de fuerzas que no encuentran dentro de sí mismos y por igual razón crean sociedades secretas masculinas. Sus mujeres pueden ir desnudas. Pero volvamos a lo que le decía. Los porteños, cualesquiera que sean sus años, mantienen una mentalidad de muchachos. A modo de símbolo, Manuel morirá soltero.
—Señor Civedé, debería escribir esa novela.
—Empezaré a escribirla muy pronto. Me entusiasma la idea de enfocar nuestra historia a través de la sexología y de la psicología, exclusivamente. Será una visión parcial, lo admito, pero complementaria de la perspectiva de los historiadores.
De golpe la voz un poco pedante o profesoral, de modulaciones estudiadas, dejó paso a otra voz, áspera y enronquecida por la fatiga o por una amarga congoja.
—No, no. Estoy engañándolo, señor Gallagher. Nunca escribiré «Manuel de Historia». Nunca. Tengo pensada la novela de la primera a la última página, en todos sus detalles. Pero no es más que un sueño, un sueño irrealizable, una fantasía mía.
Algo, no supo qué, le hizo adivinar a Sidney que la conversación había empezado a tomar un sesgo peligroso.
—Vivo solo —continuó la voz envejecida, debilitada—, sin otra compañía que la de mi mujer. No recibo visitas. La suya, señor Gallagher, es una especie de milagro que le debo al libro de José Brelloso. Hace años que no salgo de esta casa. Las noticias de afuera me vienen a través de los diarios y de la televisión. Mi enfermedad es incurable, nunca recuperaré el uso de la mano derecha. En condiciones así, lo único que me está permitido es imaginar una novela que jamás escribiré.
Sidney sentía que el peligro venía reptando hacia él, desde la oscuridad, como un invisible vaho deletéreo.
—Salvo que pudiera dictársela a alguien.
El último párrafo de «Other voices, other rooms»: la imagen fuera de foco que por fin se hace nítida.
—Por supuesto, esa persona no trabajaría gratis. Recibiría un adelanto de cinco mil dólares y, una vez que la novela estuviese terminada, otros cinco mil dólares.
Sentado en el centro del círculo de luz, Sidney se ruborizó. Lo que él había creído un tufo deletéreo era una nube de oro.
—Señor Gallagher.
Sidney esperó, sin moverse, las palabras que estaba seguro iba a oír.
—Esa persona podría ser usted.
Como para aturdirlo y no darle tiempo a reaccionar, la voz tomó velocidad y un tono tajante y sumario.
—No me conteste ahora. Piénselo. Y cuando lo haya decidido, vuelva. Me encontrará aquí, esperándolo. Adiós, señor Gallagher. Sidney no necesitaba pensar nada, pero entendió que debía ponerse de pie, despedirse del hombre oculto en la sombra y salir de la biblioteca.
En el corredor, como al acecho, estaba la mujer. Lo acompañó hasta la puerta y ahí se detuvo para mirarlo en los ojos y sonreírle con coquetería. Sidney la observó más despaciosamente: aparentaba alrededor de veinticinco años y era bonita, tenía un aire de muchacha de pueblo enriquecida.
—¿Usted es la esposa del señor Civedé? Ella se rió como de una broma.
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada. Para saber, nada más.
—Nos casamos hace un año.
Bajó la voz, puso una expresión que quería ser dramática y resultaba cómica.
—¿Lo ayuda al señor?
Sidney, de buen humor, quiso divertirse un rato.
—¿Ayudarlo para qué?
—A escribir el libro. Pobre, usted vio, está paralítico de un brazo de una pierna. Y tiene tantas ilusiones con ese bendito libro.
—¿Y usted por qué no lo ayuda?
—¿Yo? ¿A qué, a escribirlo?
—Él se lo podía dictar.
La muchacha hacía gestos heridos, pudibundos, como si Sidney estuviese proponiéndole una indecencia.
—No, qué esperanza. En eso yo no me meto, faltaba más.
—Así que prefiere que su marido se muera sin escribir la novela.
Miró hacia el corredor, como para cerciorarse de que Civedé no rondaba por ahí. Después susurró:
—Una vez quisimos hacer la prueba. Pero yo no entendía lo que me dictaba. Y como tengo muchas faltas de ortografía, imagínese, fui hasta cuarto grado y gracias, se enojó y no quiso seguir. No, yo para esas cosas no sirvo.
Se acercó todavía más a Sidney, bajó un poco más la voz.
—Pero usted sea bueno, ayúdelo. ¿Lo va a ayudar?
—No sé. Tengo que pensarlo.
—Mire que mi marido tiene mucha plata. Oí que le ofreció diez mil dólares. Pero si usted necesita más, seguro que se los da. Es un pan de Dios.
Sidney cedió a una tentación inconcebible en el adviser de «1996» pero habitual en el joven becario de la universidad de East Lansig desde que vivía en Buenos Aires.
—Y usted ¿no me va a dar nada?
La mujer ensayó un rostro escandalizado.
—¿Yo? ¿Yo qué tengo que ver?
Pero no podía impedir que la picardía le estropeara esa falsa expresión melindrosa. Acaso para no delatarse aún más se ubicó en un terreno neutral que, sin alentar las insinuaciones de Sidney, tampoco las rechazaba.
—Prométame que va a volver y que lo va a ayudar a mi marido a escribir la novela.
—Depende de usted.
Ya le fue imposible aguantar la risa nerviosa, como de cosquillas, y abrió la puerta.
Ya sabe, lo espero. Hasta pronto.
En todo el caserón había un gran silencio. Cuando Sidney volvió al sol y a los ruidos de la calle se le figuró que volvía a la realidad. Esa noche estuvo en un departamento de la calle Reconquista donde vivía una empleada del consulado de los Estados Unidos que era su amante. Comieron, hicieron el amor y a medianoche Sidney se fue al Hotel Mallory, donde se alojaba.
Una hora después cinco hombres coparon el hotel en una operación de tipo comando y despojaron a sus sesenta huéspedes de dólares, pasaportes y alhajas. Sidney, al día siguiente, visitó a Ramón Civedé y le dijo que aceptaba su oferta con una ligera modificación: seis mil dólares ahora y otros seis mil dólares cuando «Manuel de Historia» estuviese terminado. El viejo no opuso reparo.
Parecía no haberse movido de su sitio, seguía envuelto en la misma ropa negra y en la misma penumbra. Sidney debió sentarse otra vez a cinco metros del escritorio, en la silla junto a la mesa, dentro del círculo de luz de la única lámpara encendida. ¿A que se debía esa misteriosa teatralidad?
Se sentía observado, estudiado como un ejemplar raro o como el sospechoso de un crimen. ¿Y por qué Ramón Civedé se mantenía oculto en la sombra? La primera vez lo había atribuido a una desconfianza enfermiza, ya anticipada durante el interrogatorio telefónico. Pero ahora se pasaba de la raya, era casi insultante.
No iba a dejarse intimidar, si eso era lo que el viejo buscaba. De modo que, en vista de la pérdida del dinero y del reloj corno consecuencia del asalto al Hotel Mallory, pidió los doce mil dólares.
—De acuerdo, señor Gallagher. De acuerdo.
La voz musical y pedante vibraba de contenido regocijo. Sidney entendió que podría sacar más provecho de esa alegría dispuesta a cualquier extorsión.
—Nos reuniremos un par de horas diarias.
—¿Todos los días? Imposible, señor Civedé. A lo sumo puedo venir dos veces por semana.
—De acuerdo.
—Digamos, martes y jueves. De cuatro a seis de la tarde.
—Magnífico.
—Voy a traer un grabador.
—Cómo, un grabador.
—No sé taquigrafía.
—Pero después tendrá que pasarlo a máquina.
—Obvious.
—De cualquier manera, será un texto provisorio.
—Of course. Nos servirá de borrador.
—Magnífico, señor Gallagher. Pero no pienso monologar frente al grabador, no, no pienso hacerlo. Dialogaremos entre los dos.
—¿Y qué podría decir yo?
—Me dará sus puntos de vista, sus observaciones. Se lo ruego, Sidney.
—Sé muy poco de historia argentina.
—No importa. No es la historia argentina lo que escribiremos sino la biografía de un hombre. Ayúdeme a explorar la psicología, la mentalidad de ese hombre. Imagine que le hablo de un hijo mío y que usted está interesado en saber cómo era, qué pensaba, qué sentía.
—Nadie mejor que usted para saberlo.
—Me puede engañar el amor. A usted no. Usted lo verá con una imparcialidad que yo no tengo, con una objetividad que a mí me falta. Por favor, Sidney.
—Trataré.
——Gracias. No pretendo abusar de su gentileza, Sidney. Si escribimos la novela y sale publicada, creo que sí porque si es necesario pondré dinero de mi bolsillo, su nombre va a figurar al lado del mío, sí, sí, con mayor derecho que el de Willy en las primeras novelas de Colette. O si prefiere inventemos un seudónimo, nuestro propio Bustos Domecq. No es la vanidad literaria la que me inspiró el deseo de escribir «Manuel de Historia». La fama me tiene sin cuidado. Si usted fuese el Diablo y yo fuese Enoch Soames, no firmaría el pacto. Querría que me leyesen mis contemporáneos, no los argentinos de un futuro remoto. La ilusión de Stendhal me parece absurda. Por lo demás no soy pobre y si llegase, supongamos, a ser famoso, de todos modos no me libraría de seguir viviendo en esta cárcel.
¿Por qué no se libraría? ¿Por la enfermedad o por alguna otra razón?
—En cambio a usted, Sidney, a usted este libro podrá servirle no digo de catapulta, no seré tan presuntuoso, pero de entrenamiento para las novelas que pronto escribirá y que serán magnificas, estoy seguro.
Sidney trataba de distinguir, en aquella silueta oscura e inmóvil, algo más que la aureola de pelo blanco. Imposible. En la mancha borrosa del rostro ningún rasgo alcanzaba a diseñarse.
—Señor Civedé. Si vamos a dialogar frente al grabador…
—Lo haremos, lo haremos. Un joven inteligente como usted no puede limitarse a transcribir lo que yo diga.
—Si vamos a grabar un diálogo entre los dos, señor Civedé, deberemos sentarnos juntos. De lo contrario una de las voces no quedará registrada.
Hubo un silencio. Sidney no apartaba la vista del sitio donde presumía que estaban los ojos del viejo. Después oyó, como la primera vez, aquella risita sofocada o aquel jadeo.
—Sí, más tarde o más temprano tendrá que saberlo. Es mejor que lo sepa ahora, cuando todavía está a tiempo para arrepentirse.
—¿Arrepentirme de qué?
—De haber aceptado ser mi colaborador.
Varias luces se encendieron simultáneamente. Desde el techo, una araña esparció por toda la biblioteca una luz cruda y escarchada como un granizo luminoso y una lámpara, sobre el escritorio, disipó la penumbra que escamoteaba las facciones de Ramón Civedé.
Entonces Sidney vio que ese hombre tenía una cara monstruosa. Tenía, inás bien, un rostro hecho de dos mitades asimétricas unidas longitudinalmente. La mitad de la izquierda era más ancha y más larga que la otra. El ojo izquierdo, más grande, parecía dilatado. La nariz, en la frontera, ondulaba, y las aletas quedaban a distinto nivel, lo mismo que las cejas, lo mismo que las orejas, una más desarrollada y más separada del cráneo que la otra. Los labios no encajaban entre sí. El arco de la frente tenía, en el extremo derecho, como una abolladura.
De la violenta irregularidad de las facciones no resultaba una sola expresión facial sino varias, contradictorias y mal combinadas. El ojo izquierdo, agrandado, parecía colérico; el derecho, contraído, era maligno. La ceja izquierda se alzaba, engreída y petulante; la otra fruncía el ceño pensativo. La boca excretaba una sonrisa perversa. El conjunto inspiraba risa o repugnancia, pero no compasión porque aparentaba provenir de la propia voluntad del viejo que, al modo de un payaso, deformaba adrede su rostro para provocar la hilaridad o el miedo.