Manuel de historia (5 page)

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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

BOOK: Manuel de historia
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A menudo una muchacha o un jovencito tomaba a Sidney del brazo, le preguntaba ¿andás alóun? Y le ofrecía compañía. Él se zafaba con el pretexto de una cita urgente. Por las dudas caminaba a paso redoblado, sin mirar a nadie, y durante la noche se abstenía de entrar en pubs y discotecas. Pero no podía impedir que se le colgasen de un brazo, o de los dos, y le susurrasen el andás alóun que era un saludo en clave, un santo y seña. A veces se ponían tan cargosos que debía apelar a la violencia. En un cine de Lavalle St., una muchacha a la izquierda y un muchacho a la derecha se disputaron rabiosamente su entrepierna. Cuando se convencieron de que su entrepierna se mantenía indiferente, lo insultaron en voz baja.

Pero esa noche le tocó el turno a Crist, y de Crist no pudo o no quiso librarse.

Estaba vestida de rojo fuego de la cabeza a los pies, hasta las botas eran rojas, y tenía el pelo cortado al rape, según la moda impuesta por los cantantes del wolfish rock. Los muslos y las pantorrillas, flaquísimos, parecían los de un chico en la edad del crecimiento. En el pecho, bajo la tela de belgron, no se le notaba la menor protuberancia.

La razón por la que no se deshizo de ella fue la piedad que le inspiró desde el primer momento. El abordaje respetó la rutina: se le colgó del brazo, le preguntó si andaba alóun y se puso a caminar a la par de él. Pero iba mirando el suelo y Sidney, que la espió de reojo, la vio tan triste, tan desamparada que no tuvo valor para espantársela de encima.

Caminaron un rato en silencio, como una pareja que ya no tiene nada que decirse. Cada tanto él la miraba y entonces Crist alzaba la cabeza y le sonreía con una sonrisa total, tímida o avergonzada, que le estiraba los labios y le descubría la dentadura íntegra, fuerte y caballuna. No era linda. En seguida volvía a doblar el cuello, como si la agobiase alguna terrible preocupación. Sidney intuyó que lo había buscado con otras intenciones que las habituales. Pero ¿con qué intenciones?

Lo siguió dócilmente hasta una mesa en el fondo de una larga cafetería ruidosa. No quiso tornar nada. Apoyó los antebrazos sobre la mesa y se miró las largas manos huesudas, de hombre. Ni una vez echó siquiera una ojeada a su alrededor, como si el espectáculo de la cafetería repleta de gente no le llamase la atención o se lo conociese de memoria. Pero cuando él le hablaba lo miraba con ojos de perro apaleado y sacaba a relucir la sonrisa de oreja a oreja, como si buscase quitarle importancia a su ensimismamiento. Y apenas él se mantenía callado, recuperaba aquel aire de total desolación.

Primero se dijeron trivialidades.

Sidney no era conversador y era introvertido. Frente a las mujeres se sentía en falta y delante de los args se sentía vagamente culpable. No supo qué hablar con Crist y recurrió a un diálogo idiota.

—¿Cómo te llamas?

—Crist. ¿Y vos?

—Sidney.

—Ah.

—¿Cuántos años tienes?

—Muchos.

—No se te notan.

—¿Y vos?

—Muchos también. Pero a mí se me notan.

—No, para nada.

Fue ella la que encontró la forma de salir del pantano.

—¿Sos boso?

Boso significaba, en arginglés, integrante del gobierno internacional.

—Me lo imaginé apenas te vi.

—¿Por qué?

—Los bosos caminan de otra manera, miran de otra manera.

—¿Como qué?

—Como si fuesen invisibles.

Desovó la sonrisa sufrida para mitigar los efectos de esas palabras y convertirlas en una broma. Sidney se rió. Entonces ella, tranquilizada, le preguntó qué hacía en el Mand.

Mand era el apócope arginglés de Mandate.

—Soy adviser.

—¿Y eso qué es?

—Consejero.

—Ah.

—¿Y tú?

—¿Yo?

—¿A qué te dedicas?

Se encogió de hombros.

—A nada. A vivir.

El tono de voz, humilde o resignado, le quitaba petulancia a esa respuesta. Sidney no supo cómo prolongar la conversación y se dedicó a beber la gaseosa que había pedido. Hasta que Crist, sin dejar de mirarse las manos varoniles, dijo:

—¿No podrías conseguirme un job?

—¿Qué clase de job?

—Cualquiera.

—¿Qué sabés hacer?

—Un poco de todo.

—Qué, por ejemplo.

—De todo. Y por cualquier mony. Aunque sea gratis.

—¿Hablas inglés?

—Hablo cinco idiomas.

—Oh, fine.

—¿Vas a conseguirme el job?

—Trataré.

—¿En el Mand?

—Por supuesto.

Sidney pensó que para qué le prometía trabajo si Wendell O'Flaherty no admitía mujeres en la Secretaría.

Crist no tocó más el tema, como segura de que él cumpliría con su palabra. O quizá, por discreción, no quiso insistir. De todos modos los negros pensamientos no la abandonaron.

—¿What are you thinking, now? —le preguntó Sidney. Bruscamente ella puso una expresión dolorida, mortificada, que superpuesta a la sonrisa servil y a los ojos de perro apaleado llenó a Sidney de remordimientos.

—Me estás tomando examen.

—Oh, no. ¿Examen de qué?

—De inglés.

—Not at all, Crist. Es que el inglés me resulta más cómodo que el castellano.

—Ah.

Ya no hubo manera de arrancarla de sus cavilaciones. Salieron de la cafetería, en la calle Crist volvió a tomarlo del brazo y a caminar hacia el Beverly, el hotel requisado para servir de alojamiento a los funcionarios solteros del Mand. Le reveló a Crist dónde vivía y ahora ella querría entrar, acompañarlo hasta su habitación y ahí le pediría que hiciesen el amor. Pero Crist se detuvo en la puerta.

—¿Puedo llamarte por teléfono?

—Sí.

—¿Cuándo?

—El jueves próximo, después de las siete p.m.

—¿Por quién pregunto? ¿Por Sidney?

—Por Sidney Gallagher.

—Ah.

Lo besó en la mejilla y se alejó a la disparada, como quien se despide de un incordio para acudir a una cita donde llegará con retraso. Caminaba de un modo peculiar: las rodillas juntas y los muslos en ángulo agudo.

A la noche siguiente, cuando salía del Beverly rumbo a la casa de French St., en el lobby estaba esperándolo la muchacha vestida de rojo fuego. La distinguió desde lejos, a través de cristales y plantas. Crist, sentada en un sillón, abstraída en sus tristes meditaciones, no lo vio. Después Sidney iba a saber que estaba ahí desde las siete de la tarde, que había preguntado al conserje si el señor Gallagher se encontraba en su habitación pero que no había querido que le avisasen por el conmutador.

Sidney pasó de largo frente a la conserjería. Sin detenerse le arrojó al recepcionista la llave de su cuarto y le hizo un gesto de guardar silencio al muchacho que ya empezaba a decirle que una señorita lo esperaba en el lobby. Tomó un taxi. Si Aníbal Benítez era soplón, esta vez no reportaría ningún informe al protector de Mister Universo jr.

Cuando Sidney regresó con su dolor de cabeza, último efecto de la primera borrachera que se había pillado en su vida, Crist dormía en el sillón, los brazos caídos entre las piernas y la cabeza volcada sobre el pecho liso como una tabla. Sidney no tuvo valor para dejarla ahí como una huérfana que no sabe a dónde ir y se refugia en la sala de espera de alguna estación de ómnibus. Se le acercó y le revolvió la pelusa alámbrica del cráneo. Como si hubiese estado fingiendo que dormía, ella alzó el rostro ya con la sonrisa puesta.

—Vete a dormir —le dijo Sidney. Mañana hablaremos.

—¿Qué hora es?

—Tardísimo. Las tres de la mañana.

Consultó su propio reloj como si dudase. Y en su reloj no era tarde.

—Vení, acompáñame.

—¿A dónde?

—Caminemos un rato. Vayamos a algún pub.

—Mañana.

—Por favor, Sidney. Ahora.

Le pareció tan desesperada que no pudo decirle que no. Salieron del Beverly seguidos por la mirada intrigada del conserje de noche. Crist aferraba con sus dos brazos el brazo izquierdo de Sidney, como para impedirle que se escapase, y al mismo tiempo le apoyaba la cabeza en el hombro, a la vez desamparada y posesiva. En seguida sacó a relucir su estribillo.

—¿Vas a conseguirme el job?

—Te dije que trataré.

—¿En el Mand?

—Pero sí.

—No me importa qué clase de job sea. Fregar pisos, limpiar windonas, cocinar. Cocino oká. Pero ¿sabés lo que me gustaría? Ser tu secretaria privada. Atender el teléfono, ordenarte los papeles, los compromisos. Ocuparme de vos todo el día. Sería capaz de hacerlo fri.

—¿No te interesa el dinero?

—Lo único que nídeo es trabajar. Soy una guerla muy asídua. —¿Puedo pedirte un favor? No hables en arginglés. No lo soporto.

—Sory.

Pasaban delante de un pool. Él quiso detenerse pero Crist lo obligó a seguir caminando. Lo arrastraba, lo guiaba. Cuando llegaron a Reconquista St. ella dijo:

—Vivo aquí.

—¿Con quién?

—Alóun.

Sidney comprendió: lo llevaba a la cama. Cosa increíble, no se resistió, ni siquiera lo inquietó la posibilidad de tener que confesarle que era asexuado. El dolor de cabeza lo ponía cruel, Crist lo hacía sentirse omnipotente.

El departamento, una sola habitación cuadrada y amplia con la quitchineta a la vista, tenía las paredes pintadas de rojo, el piso cubierto por una alfombra de seda china en la que predominaban los rojos, el techo oculto por una tela azul negro, de seda, que colgaba formando una comba, una bóveda invertida poblada de constelaciones doradas y de dragones alados y pájaros fantásticos. No se veían muebles, salvo un enorme biombo de laca negra, y una cantidad de cojines, todos en la tonalidad del rojo, espejos por todas partes y faroles chinos de papel. No parecía un sitio para vivir sino un fumadero, el salón de un prostíbulo de lujo en Singapur. Sidney lo llamaría «sueño del aposento rojo».

Crist corrió hacia la quitchineta.

—Te preparo un carócami.

—¿Qué es eso?

—Un invento mío.

—Si tiene alcohol, no, no gracias.

—Probalo. Después me decís.

—Lo que necesito es una aspirina y un vaso de agua. Me duele la cabeza.

—El carócami te pondrá como nuevo.

—Porque contiene alguna droga.

—Estás mad. Odio la droga.

—Pero la probaste.

—Nunca. Ni un solo trip. Ni siquiera tomo alcohol. Soy mormona.

—¿Qué dijiste?

—Que soy mormona.

—No bromees.

—No bromeo. Mormona de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días.

—No sabía que había mormones aquí.

—Mi abuelo era mormón.

(Tiempo después Sidney se informó sobre los mormones, le hizo a Crist algunas preguntas, pero ella puso cara de mártir y se negó a contestar aduciendo que no le gustaba que le tomasen examen).

En un bol puesto al fuego había volcado chorros de varios líquidos y ahora revolvía el mejunje con una espátula. El fumadero de Singapur empezaba a impregnarse de aromas exóticos. Sidney se sentó en el suelo, entre montañas de almohadones.

—¿En Argentina nadie vive en casas args?

—No entiendo.

—¿Todos viven en casas francesas, inglesas o, como tú, chinas?

—Este departamento lo decoré yo. ¿No te plisa?

Le sirvió el carócami en una copa de cognac. Espumoso, color miel, el brebaje olía a café, a canela, a vainilla, a ron, a menta, a naranja y humeaba. Sidney lo probó y todas esas fragancias se fundían en un solo sabor ardiente y anónimo. Pero Crist no había mentido: durante el resto de la noche se sintió lúcido y, contra su costumbre, locuaz.

—¿Crist? No eres pobre y no necesitas trabajar.

—Lo necesito.

—Pero no por dinero.

—No. Te lo dije.

—Y entonces ¿por qué?

—Quiero sentirme útil.

—Podrías casarte, tener hijos.

—¿No hay otra manera?

—Por supuesto que sí.

—Además, hasta ahora ningún hombre me propuso casamiento. Soy fea. Encima les pido trabajo y creen que ando tirada. Como esposa no le intereso a nadie.

—No eres fea. No permitiré que digas que eres fea. No señor. Eres una linda chica.

—Gracias, chan. Pero ¿sabés cómo me llamaban en el colegio?

—A mí me llamaban el buey Apis.

—Por qué, si sos brutalmente sexy y buen mozo.

—¿Pero no te imaginas por qué me llamaban el buey Apis?

—Hablás de tú como los españoles.

—Está bien. ¿No te imaginás por qué me llamaban el buey Apis? Buey. Buey. ¿La palabra no te dice nada?

—Te llamaban buey porque sos muy bueno y muy fuerte, la combinación ideal. Las guerlas deben volverse creisis por vos. Crist se había tendido en el suelo, boca abajo, y apoyaba un mejilla sobre las manos entrelazadas.

—Buey Apis. Así me llamaban.

Pero ella no lo escuchaba.

—Sidney, venite a vivir conmigo.

—¿Aquí?

—No voy a molestarte para nada. Podrás entrar y salir, hacer lo que se te antoje, traer amigos, mujeres. O chicos, si te gustan los chicos.

—No me gustan los chicos.

—¿Qué tendría de malo?

—Nada, pero no me gustan. Se volvió boca arriba, los brazos abiertos en cruz.

—Lo único que pido es un poco de ternura. Una ternura que no tenga nada que ver con el sexo. Pero cuando los hombres se ponen tiernos es porque están calientes.

—No hables así.

—Habló así porque los conozco. Hasta hace un año me acostaba cada noche con un hombre distinto. Les pagaba. Elegía tipos mal vestidos, con facha de hitos de lo último. Los traía aquí y encima les pagaba.

—¿Por qué lo hacías?

Se mantuvo unos segundos en silencio.

—¿No te vas a reír?

—No.

—Lo hacía para sentirme útil siquiera en la cama. Pero es horrible, chan. En la cama el que es útil es el hombre.

De golpe se sentó en posición de Buda.

—Apenas te vi en la calle me di cuenta de que podía confiar en vos.

—¿Confiar en qué sentido?

—No sé. Que te serviría para alguna cosa que no fuese acostarnos juntos.

—Sin embargo dijiste que te parezco sexy.

—¿Eso dije? Y es tru. Sos sexy y buen mozo. Pero me das la impresión de que el sexo no te interesa.

—¿Que soy frío?

—Para nada. Que si fucás con una guerla es porque la querés.

—¿Te bastó mirarme para saberlo?

Seguía sintiéndose despiadado y poderoso.

—Te equivocás. Nunca me enamoré.

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