No era el único en pavonearse así. Sidney ignoraba cuánta verdad y cuánta fábula había en esos alardes sexuales, pero una cosa tenía por cierta: los args, hombres y mujeres, sufrían bajo el Mandato una exacerbación de la líbido comparable a la de los norteamericanos cuando viajan a un país donde no se habla inglés. Sólo que la libidinosidad de los args parecía provenir de un rabioso afán de desquite contra el sexo opuesto. Únicamente los homosexuales daban la impresión de amar sin ningún encono aunque fuesen desdichados. En cambio la sexualidad de los heterosexuales estaba como irritada por el deseo de ajustar antiguas cuentas pendientes. Para ellos el amor o lo que llamaban amor era la vieja guerra de los sexos ahora entablada sin tapujos pero con el mismo odio elemental.
Hasta que, harto de las priapadas del hombre que hacía gritar a las mujeres en la cama, Sidney lo sondeaba respecto de la internacionalización.
—Tell me. Dígame, Aníbal: ¿qué dice la gente?
—Qué van a decir, jefe. Están contentos.
—Cómo, contentos. ¿Sí?
—Bailan en una pata. Antes decíamos: aquí tendrían que venir los japoneses para arreglar este quilombo. Y bueno, no vinieron los japoneses pero vinieron ustedes.
—Y nosotros ¿lo estamos arreglando?
—La verdad que sí. ¿Usted sabe lo que era esto, antes? Un país de joda. Los de arriba, todos chorros. Los de abajo, todos vagos. Y la Argentina que fuera a cantarle a Gardel. Hicieron muy bien en mandar la internacionalización, tan siquiera para que tanto trigo y tanta carne que hay aquí sirvan para matarles el hambre a los negros de África. Aunque dicen, yo qué sé, que todo va a parar a Rusia y a Norte América. ¿Será cierto, jefe? Y bueno, a mí qué corno me importa.
—¿No le importa que su país haya perdido la independencia?
—Pero de qué independencia me está hablando, jefe. Si nunca fuimos independientes. Lo único que cambió es que los que antes nos mandaban desde afuera ahora nos mandan desde adentro. Y como ahora están adentro, cuidan mejor el negocio y no nos hacen faltar nada.
—¿De veras no le falta nada, Aníbal?
—¿A mí? ¿Qué le parece? Hasta tengo dólares.
—¿Sólo eso le interesa? ¿Tener dólares?
—Mire, jefecito. A ver si nos entendemos. Cuando yo era más joven podían hacerme el verso de la patria. Hasta que me avivé de que la patria quería decir que yo laburase como loco y los que no laburan se llevasen la guita. Iba a morir en ese curro. Pero vinieron ustedes y ahora también yo tengo guita. Así que se acabó la sanata de la patria. La patria está donde si trabajo morfo y si no trabajo no morfo.
Sidney lo observaba. ¿Sería sincero ese cinismo o Benítez querría congraciarse con él mientras lo insultaba mentalmente? Con los args nunca se estaba seguro. Todos eran solapados, duales. Hablaban de una manera, pensaban de otra. ¿Por qué habían llegado a esa falsificación del lenguaje o más bien a esa continua disidencia entre lo que decían y lo que sentían o pensaban? Quizá la clave estaba en el manuelisma. Quizá en «Manuel de Historia» podría encontrar la explicación del fenómeno.
Mientras tanto iba tomando nota de los vocablos pintorescos que usaba Aníbal Benítez. Quedaban pocos args que todavía empleasen términos del lunfardo, de ese slang de Baires condenado a desaparecer pronto. Los niños y los jóvenes ya habían adoptado el arginglés, una jerigonza tan bastarda como el chicano de años atrás. Sidney oía hibridismos que le hacían erizar la piel: windona, desguisarse, lovear, overcoto, esnifar, oká, y entonces la internacionalización le parecía una infamia. Pero un minuto después, cuando en los boletines del Mandato leía estadísticas aterradoras sobre desnutrición, analfabetismo, morbilidad y mortalidad infantiles, cambiaba de opinión.
Le preguntó a Benítez si conocía el significado de la palabra manuelisma. La anguila entrecerró los ojos taimados, una mueca desdeñosa le crispó la carita chupada:
—Sí, es una porquería que las mujeres se hacen entre ellas.
Sidney sofocó las ganas de reír.
El edificio de 2711 French St., en el VII° District, era una construcción sólida que habría sido suntuosa pero que se venía abajo de vejez. Carecía de portero eléctrico. La puerta de calle, enorme, de hierro forjado con alguna rajadura en los cristales, ocupaba toda la ochava y estaba a medio entornar. Sidney caminó no menos de veinte metros por un corredor ancho y lóbrego que desembocaba en un vestíbulo de teatro o de santuario. A través de un ventanal se divisaba un jardincito raquítico que languidecía de tristeza. En un rincón del vestíbulo, el arranque de una soberbia escalera de mármol parecía el trozo de una ruina romana.
El ascensor, amplio, de reja, con espejos y un asiento de madera adosado a una de las caras, subió lento, silencioso, ladino, y se detuvo como con disimulo en el Sth. Floor. Sidney vio otro vestíbulo, vio una puerta muy alta, de doble hoja, tallada, episcopal, con gruesos picaportes de bronce y un marco que remataba en una piña. Todo era tan viejo y estaba tan percudido que a Sidney le pareció que la puerta pertenecía a una casa abandonada. O que quizás ahí vivía alguien que había roto relaciones con el mundo y que jamás lo recibiría. Su tenacidad se sobrepuso a esa tétrica impresión. Oprimió un botón flojo y oxidado, pero no oyó el sonido del timbre. Transcurrió un rato.
Sin embargo no se desanimó. Iba a golpear la puerta con el puño cuando un torvo ruido de cadenas, de fallebas y de cerrojos, como el que rechina en los castillos de las novelas góticas, le avisó que los habitantes del departamento clausurado consentían en quebrar su encierro. Una de las hojas se abrió trabajosamente, como después de muchos años de no abrirse, y por el hueco la cabeza de una mujer se asomó en posición transversal al modo de quien se dobla en dos para espiar. Sidney no pudo distinguirle las facciones, diluidas por la penumbra, pero le pareció que era una mujer joven.
—¿Qué desea?
Sí, la voz era joven, y somnolienta como de alguien arrancado del sueño.
—¿El señor Ramón Civedé?
—¿Para qué es?
—Necesito hablar dos palabras con él.
—Sí, pero para qué.
—Por un asunto personal.
—¿No me puede decir qué asunto?
—El señor Civedé ¿está o no está en casa?
—Según.
—Cómo, según.
Otra voz femenina, grave e impaciente, se hizo oír un poco más lejos:
—¿Quién es?
La cabeza desapareció, volvió a aparecer, siempre en posición horizontal.
—Dice la señora que quién es usted.
Sidney mostró el carné de tapas verdes y letras doradas que, con su nombre y su foto, lo acreditaba como adviser de la Secretaría para la Culturización. Una mano se la arrebató y cabeza, mano y carné se volatilizaron en un truco de prestidigitación. La puerta se había cerrado. Sidney no supo si debía esperar o si lo habían hecho víctima de una broma o de un robo y tendría que aporrear la puerta para que le devolviesen el documento.
Pasaban los minutos y Sidney se sentía cada vez más perplejo. El ascensor no se había movido de su sitio. Imaginó, para distraerse, que la vetusta jaula era un artefacto a través del cual lo vigilaban. El silencio del edificio era artificial, era deliberado, su presencia lo provocaba. En todos los departamentos ya se sabía que un adviser del Mandato estaba allí y por medio del instrumento óptico lo espiaban.
Todavía no había podido acostumbrarse al manejo que los args hacían del tiempo. Lo desconcertaban sus pasmosas faltas de puntualidad, la manera de fijar una hora no como una precisión cronológica sino como una mera aproximación. Decían las ocho y querían decir entre las siete y las nueve. Pasaban de largas demoras malgastadas en nada a un apuro frenético, a una impaciencia que se llevaba todo por delante. ¿La clave de esas oscilaciones estaría, otra vez, en el manuelisma?
La hoja de la puerta volvió a abrirse, ahora por completo. Y en el vano surgió la muchacha sonriente y recién vestida. Lucía uniforme de mucama, negro, con delantal blanco, cofia blanca y guantes blancos, lista para servir a la mesa. Pero eran las cuatro de la tarde. Sidney entendió que se había anticipado en su honor. Detrás, en el departamento, había una gran iluminación de fiesta. La muchacha gorjeó:
—Pase, señor Sidney.
¿Ya lo llamaba por su nombre de pila? Sidney entró casi a la carrera, estaba en su derecho entrar así después de haber esperado una eternidad en el palier. Pero enseguida se detuvo, deslumbrado: una mujer bellísima venía a su encuentro desde los años veinte, desde el Negresco de Niza, desde el Excélsior de Venecia, desde una novela de Francis Scott Fitzgerald y desde otra novela de Paul Morand. La mujer le tendía los brazos, le ofrecía la mejilla, lo saludaba como a alguien a quien se ha estado aguardando durante años y que por fin se decidió a venir.
—Oh, mister Gallagher, qué placer tan grande. Venga, venga, tome asiento, póngase cómodo.
También ella se había engalanado en su honor, quizás a los apurones, mientras él esperaba afuera, pero todo vestigio de esa nerviosa prisa estaba borrado. Extravagante, anacrónica, espléndida, Deledda Condestábile se había puesto una túnica de gasa lila, largos collares de perlas, puños de perlas, flores sobre las sienes, la envolvía un perfume de muchas flores maceradas en ésteres antiguos, la turbiedad de un remoto verano en algún país soleado y arcaico junto al Mediterráneo.
Toda la casa celebraba la venida de Sidney Gallagher, todas las luces estaban encendidas y por todas partes había ramos de flores.
Deledda se sentó en un diván y se volvió hacia la muchacha, que entretanto examinaba a Sidney con una sonrisa de sentirse también ella feliz de que él se hubiese decidido por fin a visitarlas. De visitarlas a las dos, porque Sidney sospechó que no eran patrona y mucama sino que representaban un papel y que en cualquier momento podían encarnar otros.
—Verena ¿qué estás esperando para servirnos un jerez?
—¿Qué jerez, señora? Anoche monseñor Carasatorre se lo tomó todo.
Lo decía risueña, como si su propio personaje le causara gracia.
Deledda se dirigió a Sidney en un tono confidencial:
—Si monseñor oficiase misa más seguido, no se engolosinaría con mi jerez.
Y nuevamente a la muchacha:
—Entonces sírvenos dos whisquies.
—Tampoco tenemos, señora. ¿Ya se olvidó? Esta mañana la botella de whisky se me cayó al suelo y se rompió.
—Te dije, te dije que fueras a comprar otra.
Sidney se animó a intervenir en aquel diálogo que parecía ensayado.
—No se moleste, no tomo alcohol.
—¿Un té, un café?
—Tampoco. Gracias.
Entrelazó las manos, lo miró desolada.
—Señor Gallagher. Usted está a punto de ser la primera persona que me visita sin que yo pueda ofrecerle nada que le guste.
—Su presencia me basta.
—Oh, qué amable.
Despidió a Verena con un aleteo de mano, se puso de pie y sin dejar de hablar empezó una nerviosa busca por mesas y cajones. Habla muy bien nuestro idioma, mister Gallagher.
—Lo estudié en la universidad y después viví un año en Méjico y seis meses en España.
—Se le nota en el acento. Pero ¡dónde los habré metido! Nunca sé dónde guardo las cosas. Quería convidarlo con unos cigarrillos rusos que me regalaron, aunque yo no fumo. Viera qué exóticos, con el papel negro y fina virola dorada. Según Letizia despiden un olor espantoso, pero a mi me gusta. Es un perfume que me hace soñar con San Petersburgo, con palacios llenos de samovares y de iconos. Pero, por Dios, dónde, dónde los habré guardado.
—Por favor, no se moleste. Tampoco yo fumo.
Volvió al diván, estudió a Sidney con expresión preocupada, como si él terminase de revelarle que estaba muy enfermo.
—Mister Gallagher, sus vicios deben de ser secretos y terribles.
—Lamento defraudarla. No tengo vicios.
—No tiene vicios. ¿Usted es inglés?
—Norteamericano.
—Menos mal. En ese caso no me alarma que no tenga vicios. Si fuese inglés, temblaría.
—¿Por qué?
—Porque significaría que es un hombre cruel. Debí imaginarme que era norteamericano. Los ingleses son feos y no son atléticos. Así que vivió en España. Mi primer marido era español. ¿Quiere que le diga una cosa? Cuando vi su foto en el carné, pensé: cómo puede llamarse Sidney Gallagher un hombre con esta cara de condottiero del Renacimiento. Pero ahora que lo tengo delante, veo que no parece un condottiero sino el héroe de alguna historieta de ciencia ficción. A propósito. ¿Dónde dejé su carné?
Oprimió un timbre empotrado detrás del sofá.
—Mister Gallagher. ¿Para qué quería ver a mi marido?
—¿Es el autor de «Manuel de Historia»?
—¿Cómo sabe?
—Lo citan en un diccionario de argentinismos.
—Sí, el de Pepe Sorbello. No pierde oportunidad de hacerle propaganda a la novela.
—Oh, es una novela. Yo creí, oh, well. Me gustaría leerla, pero…
—Ramón se pondrá contento cuando se entere.
Verena reapareció con su sonrisa y las miradas a Sidney.
—¿Señora?
—Busca la credencial del señor Gallagher. Está en mi dormitorio, sobre el tocador o sobre la cama. Y si no está en el dormitorio búscala en el cuarto de baño. Mister Gallagher, explíqueme por qué le interesa la novela de Ramón.
—Estoy preparando un estudio sobre las causas de, well, del estado actual de Argentina.
—No me dore la píldora. Sobre la muerte de nuestro pobre país.
—Y pensé que «Manuel de Historia» podría servirme de ayuda.
—¿Lo pensó así nomás o por alguna razón?
—En el diccionario encontré una extraña palabra. Manuelisma.
—Ah, sí, una genialidad de mi marido.
—Pero ¿esa enfermedad existe, realmente?
—Él se lo dirá.
La reaparición de Verena en el escenario hizo girar la conversación de un modo violento.
—Por la foto creí que era un hombre maduro, pero es muy joven. Le diré una cosa, nunca acierto con la edad de nadie. Por empezar, no sé ni cuál es la mía. Según los papeles acabo de cumplir cuarenta años, qué disparate. Si los papeles no mintieran deberían decir que un día tengo veinte años, otro día, ochenta y otro día, doce. ¿Ahora qué esperas?
La muchacha le brindó a Sidney una risita pizpireta y se eclipsó.
—No se llama Verena. Pero yo a todas mis mucamas, que suelen tener unos nombres horribles, las llamo Verena, que es el nombre más hermoso del mundo. ¿Sabe de dónde lo saqué?