Cayó de espaldas. Vio junto al suyo el pequeño rostro ferozmente maquillado, ojos de huevo duro con un halo azul, boquita púrpura en forma de corazón, y la enorme peluca de color lacre. La boquita seguía moviendo los labios, seguía susurrando sin sonidos. Alcanzó a dar un puñetazo y la peluca se desprendió como una cáscara seca, dejó al descubierto un cráneo rasurado de bonzo. Los otros lo mordían, una mano quería arrancarle los testículos, dentelladas salivosas se incrustaban en su cuello. Estaban devorándolo como a Mister Universo junior en el Adonis, como las ratas a Wendell O'Elaherty. Suddenly last summer.
Lo tenían inmovilizado mientras lo devoraban. Quería zafarse y no podía. Un monstruoso animal hambriento se había arrojado sobre él y le clavaba los colmillos, las pezuñas, lo poseía. Vio, por entre las convulsiones epilépticas de la bestia, un trozo de muro, la leyenda borrosa, somos la rabia de Perón. Después un fogonazo color cobalto lo encegueció.
Es probable que haya sido arrojado al basural, donde los roedores y oportunas fogatas perfeccionaron el rito antropófago. La suerte de las dos valijas es previsible. Dentro de una de ellas estaba el ejemplar de «Manuel de Historia». Qué habrán hecho con él no se sabe: quizá fue quemado, quizá sus páginas yacen desperdigadas entre los montones de detritus, desvanecidas por tantos soles y tantas lluvias. Dudo de que alguna de las máscaras, algún habitante de la villa miseria lo conserve.
Un par de meses atrás recibí por correo una encomienda. No tenía señas del remitente, omisión que me alarmó. Cierto, hace años que nadie me recuerda y que no salgo prácticamente de mi casa. Mis amigos han muerto o me han abandonado y mis libros han desaparecido de las librerías. No publico una línea desde 1980, por añadidura soy pobre e inofensivo. Pero no hay que descartar la posibilidad de que todavía exista alguien que me guarde rencor.
Por el peso, el envoltorio no parecía contener un artefacto mortífero. Sin embargo las técnicas terroristas se han perfeccionado y sé que una simple carta, al ser abierta, estalla como un bomba. No me atreví, pues, a averiguar qué contenía la encomienda.
Hasta que, después de un tiempo, mi curiosidad se sobrepuso a mi temor y me decidí a abrirla. En su interior encontré materiales heterogéneos aunque de algún modo vinculados entre sí, que iré enumerando y analizando.
Uno es el relato titulado o fechado «1996». Está escrito a máquina, con abundantes correcciones manuscritas de puño y letra (supongo) del autor. La acción transcurre en una República Argentina bajo el mandato de las Naciones Unidas. Recoge, creo, un aciago pronóstico del filósofo español Julián Marías.
Un segundo relato, manuscrito, cuya caligrafía no coincide con la de las enmiendas del anterior, es la narración en primera persona de un hombre de nombre apócrifo, Sebastián Hondio, quien cuenta hechos acaecidos entre 1968 y 1980.
Los personajes de ambos relatos son los mismos, con una sola modificación onomástica (Sebastián Hondio pasa a llamarse Ramón Civedé) y el añadido en «1996» de Sidney Gallagher, Wendell O'Flaherty, Zoy Bronowski, los advisers y la muchacha llamada Crist.
Varios de esos personajes –Deledda Condestábile, su hijo Gtiillermo, el doctor Castelbruno– según el relato de Sebastián Hondio mueren en 1976 o (Castelbruno) antes de 1976. Resucitan en °`1996", cuando es poco probable que sobreviva el propio Ramón Civedé.
Junto con los originales de las dos narraciones, la encomienda incluía un casete y un recorte periodístico.
En el casete, dos hombres dialogan. Uno de ellos tiene una voz que merece los adjetivos que los relatos prodigan a la voz de Ramón Civedé (o de su alter ego Sebastián Hondio): armoniosa, bien timbrada, pedante, profesoral, insufrible, irónica. El otro interlocutor habla con fonética castiza y acento ligeramente extranjero. Parece joven y norteamericano. Lo presumo becario de alguna universidad de los Estados Unidos.
El sujeto del diálogo es la ejecución de un libro. Al modo de las muñecas rusas, el libro contendría una novela dentro de otra. A una la llaman «la novela del futuro». La otra sería la biografía de un tal Manuel, quien a lo largo de no más de cincuenta años viviría las edades históricas de la República Argentina desde la época de la Conquista hasta el colapso de la denominada «guerra de las Malvinas».
El recorte periodístico, del 17 de diciembre de 1984, bajo el título de «Reaparecieron los vándalos», da cuenta de un hecho policial. A las dos de la tarde del día anterior, la calle Florida había sido invadida por una horda de muchachones mal entrazados, ayunos, descalzos o con el torso desnudo. Vociferantes, vertiginosos, temibles, se abrieron paso a la carrera precedidos por sus propios alaridos. Los que venían detrás enarbolaban cadenas y cachiporras. La retaguardia estaba armada de revólveres. La invasión duró apenas unos minutos. Después se dispersaron, se volatilizaron.
Habían roto las vidrieras de varios comercios y las habían saqueado. La gente no atinó a nada, salvo a escapar por las calles laterales o a refugiarse dentro de los negocios que no habían tenido tiempo de cerrar las puertas. Quienes no alcanzaron a huir fueron despojados de sus relojes, de sus carteras, golpeados y algunos de ellos derribados y pisoteados. Había una víctima fatal.
Era un joven con toda la apariencia de un turista norteamericano. Según testigos presenciales, el joven se encontró en el centro del remolino de la turba, que lo hizo girar en redondo como a un pelele. Un vándalo le arrancó la cartera que llevaba colgada del hombro, y como quiso resistirse otros dos lo arrojaron contra el escaparate de una librería, cuyo cristal estalló. El filo de un vidrio le seccionó la carótida. Cuando treinta y cinco minutos después llegó la ambulancia, estaba muerto. La víctima no había sido identificada.
Todos estos materiales, que leí o que escuché varias veces, me permitieron deducir que: 1) quienes dialogan en el casete son el hombre que lleva el falso nombre de Ramón Civedé y el joven que se hace llamar Sidney Gallagher; 2) Sidney Gallagher escribió el relato titulado «1996» y Ramón Civedé, el que atribuye a Sebastián Hondio; 3) «Manuel de Historia» quedó inconcluso y, por lo que sé, inédito, porque el 16 de diciembre de 1984 Sidney Gallagher murió desangrado en la calle Florida.
Ahora alguien me enviaba esas piezas sueltas con el obvio propósito de que yo armase un libro y lo publicase. Mal o bien le he hecho. He hecho más: por mi cuenta y riesgo les añadí un texto que me pertenece, que inspirándome en George Orwell titulé «1984» y que creo necesario para la mejor comprensión de los demás trozos. Espero no haber introducido un mayor desorden en una obra de por sí fragmentaria y desvertebrada.
No se irrite el lector, no se apresure a reprocharme haber recurrido al viejo truco: el manuscrito hallado en una botella, etc. Es verdad, el repertorio de argentinismos de José Sorbello no existe, el hotel Mallory no existe, la casa de la calle French no la he encontrado y quizá tampoco haya existido nunca.
Pero en el casete dos hombres dialogan de viva voz y esos dos hombres no son una ficción literaria. Llama la atención que, deliberadamente o no, no descubran sus nombres. El que parece más joven, el de acento extranjero, le da al otro el trato de «señor», el otro le dice «mi querido muchacho». No se tutean. Son el falso Ramón Civedé y el falso Sidney Gallagher, estoy convencido.
Si viven y quieren dar la cara, les restituiré lo que es suyo. Mientras tanto entrego a la imprenta este libro donde no oculto que las bábushkas han sido confeccionadas por distintas manos, de modo que el lector pueda recordar qué hacen muchas manos en un plato.
Uno de los dos hombres que dialogan en el casete murió (creo) en 1984 y el otro no nos revelará jamás su identidad, permanecerá escondido detrás del seudónimo de Ramón Civedé. Y yo terminaré por ser el único y verdadero autor de «Manuel de Historia». ¿Acaso esta impostura no es común a todos los libros? Porque un hombre dice que escribió el Quijote o que escribió «A la busca del tiempo perdido». Pero esa jactancia olvida que otros hombres y que otros libros le proporcionaron los materiales que él combinó y reordenó, y que fuera de esa combinación y de ese reordenamiento nada más ha hecho.
En algún lugar de Buenos Aires, pues, vive alguien encerrado en una torre, sin otra compañía que la de su fiel muchacha a la que llamo Selene porque custodia a un monstruoso Endimión. Imagino que los dos lloraron la muerte del joven héroe venido de lejos. Después el mundo los rodeó de soledad y de indiferencia, los volvió fantasmales, sombras mudas que vagan por el tétrico almacén clausurado. Del tocadiscos surge la música luctuosa de los Kindertotenlieder. En el grabador gira el casete y las dos voces entablan el repetido, el ya infinito diálogo.
Quizás el anciano Endimión de rostro deforme quiera reanudar el sueño que alguna vez durmió en el país de los muertos. Pero antes le entrega a su guardiana un envoltorio dirigido a mí, que Selene deposita en el correo, y ahora aguarda que yo cumpla con lo que él sin palabras me pide. Por eso me apresuro a publicar este libro al que la prisa, lo sé, ha perjudicado.
Si uno relee los últimos tramos y la cita final del relato de Sebastián Hondio llega a la conclusión de que Ramón Civedé, en abril o mayo de 1976, delató a Guillermo, quizá sin prever las atroces consecuencias: que lo condenaba a muerte. Sidney Gallagher debe de haber sospechado lo mismo y, para paliar la culpa del delator, en «1996» se encarnizó con el efebo heráldico.
Curiosamente, el supuesto adviser de la Secretaría para la Culturización es asexuado, presumo que para poder vincularlo con la imaginaria secta de los chasteners e insinuar una próxima revuelta del siglo XXI contra la sexualidad. Al becario de la universidad de East Lansing no lo privo de las fiestas y de los duelos del amor sexual. Todavía hoy, un eunuco es un personaje que arriesga el ridículo, aunque tal vez en los siglos venideros los eunucos gobiernen el mundo.
Sí, yo satisfago la tácita petición de quien me remitió la encomienda. Pero que no espere de mí que escriba la biografía de Manuel. Es una hazaña de la que no me siento capaz. Los datos, extraídos de «1996» y del casete, son harto insuficientes. Digo yo: Civedé pudo grabar, aún después de la desaparición de Sidney Gallagher, en otras cintas, siquiera una síntesis de aquella biografía, aplicarle el método que Borges le infligió a «The approach to Al–Mu'tasim». No lo hizo, ignoro por qué. Para ese misterioso hiato no encuentro otra explicación que la ley que quiere que, en la República Argentina, la historia sea una pura aspiración. «Manuel de Historia» no ha podido escapar de esa fatalidad.
Escribo estas líneas en el último mes de 1988. Los periódicos están entregados a las catástrofes. Los noticiarios de la televisión abundan en escenas calamitosas. Parecería que los argentinos nos hemos propuesto que se cumplan las profecías agoreras de Sidney Gallagher en «1996». ¿Nos encaminamos hacia el mandato de las Naciones Unidas? ¿El mundo, en la próxima década, hostigado por el hambre, no permitirá que continuemos dilapidando tantas riquezas naturales y nos pondrá bajo la curatela de un gobierno internacional? Lo tendríamos merecido.
Acabo de leer en el diario que vastas cosechas de trigo y de maíz han sido incendiadas por agricultores enardecidos. Toneladas de frutas fueron arrojadas a los ríos. El vino corre por las acequias. Hubo destrucciones intencionales de bosques y envenenamientos de miles de cabezas de ganado. En el Chaco el algodón se pudre en los algodoneros y en la Patagonia se ha suspendido la esquila de ovejas.
El Poder Ejecutivo, para calmar la cólera de los campesinos, creó el Ministerio de Concertación de las Economías Regionales todavía en la etapa de diseñar organigramas, con lo que el número de ministerios ya se eleva a cincuenta y tres; el de secretarías, a trescientos ocho, y el de subsecretarías, a setecientos noventa y uno. Se dice que los empleados públicos son más de siete millones y que la cifra aumenta todos los días porque el Estado debe absorber la desocupación en las empresas privadas.
Las nueve facciones en que se dividió el peronismo y los restantes partidos opositores se alternan para boicotear las sesiones del Parlamento. Hace unos meses que no se consigue quórum en la Cámara de Diputados. Los debates del Senado se reducen a insultos y a bostezos, pero ninguna ley es dictada desde que los diputados no se reúnen.
Los jueces no dan abasto para atender el aluvión de pleitos, quiebras y denuncias. Los pasillos del Palacio de justicia están bloqueados por montañas de expedientes. Me aseguran que un solo juez tiene a su cargo cerca de seis mil sumarios criminales y que las sentencias son redactadas a mano porque el presupuesto no alcanza para reponer las máquinas inutilizadas por el largo uso.
El gobierno ha debido alquilar cientos de edificios ruinosos e insalubres para que sirvan de cárceles, ya que los destinados a ese fin no podían alojar a tantos delincuentes. Pero las condiciones de seguridad son tan precarias que todos los días se producen evasiones masivas. Hay detenidos que desde hace años esperan saber si son inocentes o culpables.
Las pocas fábricas que aún funcionan pagan a sus empleados y obreros por semana vencida, para que los vales y anticipos no reduzcan a cero las sumas que antes les abonaban por quincena. Por lo demás, cualquier sueldo quincenal representa una cantidad tal de billetes de banco que se necesitaría una maleta para transportarla. Sin embargo, se va toda en gastos de comida, de modo que nadie adquiere ropa y todos viajan a pie. La mayoría de los cinematógrafos ha cerrado sus puertas, lo mismo que los teatros y los restaurantes ahora alquilados como sedes de nuevos ministerios.
Cuando el dólar se cotizó a dos mil quinientos pesos argentinos, el gobierno creó una unidad monetaria, el sanmartín, que el pueblo llama burlonamente el cancharrayada, equivalente a mil pesos, pero ya se necesitan ochenta sanmartines para comprar un dólar.
A diario hay saqueos de comercios, y los vándalos que en 1984 mataron a Sidney Gallagher reaparecen con tanta frecuencia por las calles de Buenos Aires y de otras ciudades del interior del país que el periodismo, harto de ellos, los ignora. El Ministerio de Policía se declara impotente para frenar los desmanes.
Ejércitos de niños se desplazan por todas partes. Piden limosna, venden baratijas o se dedican al hurto, manejados por una tenebrosa organización. Antes se los veía en las estaciones terminales de ferrocarril, ahora han invadido la ciudad. El negro humor popular los apoda «la cruzada de los inocentes». Sólo falta, para que el símil sea perfecto, la migración de los perros y de los pájaros.