Marte Verde (25 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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Ella inclinó la cabeza, y después de una última mirada de curiosidad se volvió hacia la gente con la que estaba hablando. Sax trató de concentrarse en lo que Claire estaba diciendo a propósito de los chóferes. Por lo visto conducir un rover por terreno abierto se había convertido en un trabajo especializado.

El saludo había sido bastante frío, pensó. Y la frialdad era una característica de Sax. Probablemente tendría que haberle hablado con efusión, haberle dicho que la conocía de los viejos vídeos y que la admiraba desde hacía años, etcétera. Aunque no acertaba a imaginar cómo alguien podía admirar a Phyllis. Ella había salido de la guerra bastante comprometida: en el lado vencedor, y era la única de los Primeros Cien que lo había escogido. Una colaboracionista, ¿no lo llamaban así? Bueno, en realidad no había sido la única: Vasili había estado en Burroughs todo el tiempo, y George y Edvard estaban en Clarke con Phyllis cuando separaron el ascensor del cable y lo catapultaron fuera del plano de la eclíptica. Una verdadera hazaña sobrevivir a eso. Él nunca lo hubiese creído posible, pero ahí estaba ella, charlando con su hueste de admiradores. Menos mal que se había enterado de que había sobrevivido unos años antes, porque si no se habría muerto del susto.

Phyllis seguía aparentando unos sesenta años, aunque había nacido el mismo año que Sax, y por tanto tenía ahora ciento quince. El pelo plateado, los ojos azules, las joyas de oro y rubíes, la blusa confeccionada con un material que brillaba con todos los colores del espectro: en ese momento su espalda era de un azul vibrante, pero al volverse para mirarlo por encima del hombro, se transformó en verde esmeralda. Sax fingió no advertir su mirada.

Al fin llegaron los chóferes, y todos subieron a los rovers, grandes ingenios alimentados con hidrazina. Por suerte Phyllis viajaría en otro coche. Enfilaron hacia el norte siguiendo una carretera de hormigón, por lo que Sax no se explicaba la necesidad de chóferes especializados, a no ser por la velocidad: viajaban a unos ciento sesenta kilómetros por hora, y a Sax, acostumbrado a viajar a una cuarta parte de esa velocidad, le parecía rápido y suave. Los demás pasajeros se quejaron de los baches y de la lentitud de la marcha: ahora los trenes expresos flotaban sobre las pistas a seiscientos kilómetros por hora.

El Glaciar Arena estaba unos ochocientos kilómetros al noroeste de Burroughs. Se derramaba desde las norteñas tierras altas de Syrtis Mayor sobre Utopia Planitia, y corría por el interior de una de las Arena Fossae cerca de trescientos cincuenta kilómetros. Claire, Berkina y los otros ocupantes del coche le contaron a Sax la historia del glaciar, y él intentó demostrar un profundo interés. Pero en verdad era muy interesante, porque ellos sabían que Nadia había desviado el reventón del acuífero Arena. Algunos de los que acompañaban a Nadia habían acabado en Fossa Sur después de la guerra y habían contado la historia, que ahora era de dominio público.

Se creían muy informados sobre Nadia.

—Ella se oponía a la guerra —le explicó Claire con suficiencia—, e hizo cuanto estuvo en su mano para detenerla y reparar los estragos que causaba. La gente que la vio en Elysium dice que no dormía, que se mantenía en pie a base de estimulantes. Dicen que salvó diez mil vidas durante la semana en que actuó en la zona de Fossa Sur.

—¿Qué fue de ella? —preguntó Sax.

—Nadie lo sabe. Desapareció de Fossa Sur.

—Se dirigía a Punto Bajo —dijo Berkina—. Si llegó allí antes de la inundación es probable que haya muerto.

—Ah. —Sax meneó la cabeza con aire solemne.— Fueron malos tiempos.

—Muy malos —dijo Claire con vehemencia—. Tanta destrucción. Eso retrasó la terraformación varias décadas, estoy segura.

—Aunque los reventones de los acuíferos fueron provechosos —

musitó Sax.

—Sí, pero eso podía haberse hecho igualmente de manera controlada.

—Cierto.

Sax se encogió de hombros y dejó que la conversación continuara sin él. Luego del encuentro con Phyllis era un tanto arriesgado meterse en una discusión sobre el sesenta y uno.

Todavía no podía creer que ella no lo hubiese reconocido. El compartimiento de pasajeros que ocupaban tenía unos relucientes paneles de magnesio sobre las ventanas, y allí, entre los rostros de sus nuevos colegas, estaba la cara menuda de Stephen Lindholm. Un hombre mayor y calvo, con una nariz un poco ganchuda que le confería un aire de halcón. Labios pronunciados, mentón fuerte, barbilla... No, no se parecía en nada a él. No había razón para que ella lo reconociera.

Pero el aspecto no lo era todo.

Trató de olvidar el asunto mientras avanzaban zumbando hacia el norte por la carretera. Se concentró en el paisaje. El compartimiento tenía una claraboya en forma de cúpula, además de ventanas en los cuatro costados, así que tenía una buena vista. Estaban subiendo la pendiente oeste de Isidis, una sección del Gran Acantilado que parecía una gran berma pulida. Las colinas dentadas y oscuras de Syrtis Mayor se levantaban en el horizonte noroccidental como el filo de una sierra. El aire era más transparente que en tiempos pasados, a pesar de ser quince veces más denso. Pero había menos polvo flotando, pues las tormentas de nieve lo arrastraban hacia abajo y lo fijaban como una costra sobre la superficie. Los vientos fuertes quebraban a menudo esa costra y las partículas atrapadas volvían al aire. Pero esas brechas eran muy localizadas, y las tormentas que limpiaban el cielo iban ganando la partida poco a poco.

Y el cielo estaba cambiando de color. En lo alto era de un violeta subido, y blanquecino sobre las colinas occidentales, pero se degradaba hacia el lavanda y un color entre el lavanda y el violeta para el que Sax no tenía nombre. El ojo podía distinguir diferencias sólo en una estrecha banda de longitudes de onda, así que los pocos nombres para los colores entre el rojo y el azul eran totalmente inadecuados para describir los fenómenos. Pero tuviesen nombre o no, había colores del cielo muy distintos a los tostados y rosados de los primeros años. Aunque era cierto que una tormenta de polvo siempre devolvería el cielo temporalmente a ese tono ocre prístino, cuando la atmósfera se aclarase el color vendría determinado por la densidad y la composición química. Intrigado por lo que podrían ver en el futuro, Sax se sacó el atril del bolsillo para hacer algunos cálculos.

Miró la pequeña caja y advirtió de pronto que aquél era el atril de Sax Russell: si lo inspeccionaban, lo delataría. Era como llevar encima el pasaporte verdadero.

Pero nada podía hacer en ese momento. Se concentró en el color del cielo. Con aire transparente, el color del cielo se debía a la difusión de la luz preferente en las moléculas del aire. Así pues, la densidad de la atmósfera era crucial. La presión atmosférica cuando llegaron al planeta era de 10 milibares, y ahora la media era de unos 160. Pero como la presión atmosférica era producida por el peso del aire, alcanzar 160 milibares en Marte había requerido tres veces más aire sobre un punto del que se habría necesitado en la Tierra para conseguir la misma presión. Por tanto, los 160 milibares de Marte deberían dispersar la luz igual que 480 milibares en la Tierra; eso significaba que el cielo allá en lo alto tendría que mostrar un color parecido al azul oscuro que se veía en las fotografías tomadas en montañas de 4.000 metros de altura.

Pero el color que llenaba las ventanas y la claraboya del rover era mucho más rojizo, e incluso en las mañanas despejadas que seguían a las tormentas fuertes Sax nunca había visto un color azul que se acercase al del cielo terrano. Reflexionó. Otro efecto de la débil gravedad marciana era que la columna de aire subía mucho más arriba que en la Tierra. Era posible que las gravas más finas estuviesen en suspensión y hubiesen sido arrastradas por encima de las capas de nubes más elevadas, donde evitaban ser barridas por las tormentas. Recordó que se habían fotografiado estratos de bruma a alturas de cincuenta kilómetros, muy por encima de las nubes. Otro factor podía ser la composición de la atmósfera. Las moléculas de dióxido de carbono eran mejores difusoras de la luz que el oxígeno y el nitrógeno, y Marte, a pesar de todos los esfuerzos de Sax, seguía teniendo mucho más CO2 en la atmósfera que la Tierra. Los efectos de esta diferencia eran calculables. Tecleó la ecuación de la ley de difusión de la luz de Rayleigh, según la cual la energía luminosa dispersada por unidad de volumen de aire es inversamente proporcional a la cuarta parte de la longitud de onda de la radiación luminosa. Luego garabateó en la pantalla del atril, jugando con las variables, consultando libros o determinando las cantidades por conjetura.

Concluyó que si la atmósfera se espesaba hasta alcanzar un bar, el cielo probablemente se volvería blanco lechoso. Confirmó también que, en teoría el cielo actual de Marte tendría que ser mucho más azul de lo que era, siendo la luz azul dispersada unas dieciséis veces la intensidad de la roja. Esto sugería que la arena de las capas más altas de la atmósfera enrojecía el cielo. Si ésa era la explicación correcta, se podía inferir que el color y la opacidad del cielo marciano experimentarían amplias variaciones durante muchos años, que dependerían de las condiciones climatológicas y otros factores que afectasen la transparencia del aire...

Siguió trabajando, tratando de incorporar a los cálculos las intensidades de radiación de la luz cenital, la ecuación de Chandrasekhar de la transferencia de las radiaciones, escalas de cromadeidad, composición química de los aerosoles, los polinomios de Legendre para evaluar las intensidades de dispersión angular, las funciones de Riccati- Bessel para evaluar las secciones transversales de dispersión, y así sucesivamente. Todo eso le ocupó buena parte del trayecto al Glaciar Arena, con una concentración absoluta, imperturbable, ignorando el mundo que lo rodeaba y la situación en la que se encontraba.

A primera hora de la tarde llegaron a Bradbury, una pequeña ciudad que, bajo su tienda tipo Nicosia, parecía salida de Illinois: calles flanqueadas de árboles de copas negras, porches enrejados adornando el frente de casas de ladrillos de dos pisos con tejados de tablillas, una calle principal con tiendas y parquímetros, un parque central con un belvedere blanco bajo unos arces gigantes...

Avanzaron hacía el oeste por una carretera más pequeña que cruzaba la cima de Syrtis Mayor y era de arena negra procedente de las rocas y rociada con un fijador. Toda la región era muy oscura: Syrtis Mayor había sido el primer rasgo de superficie avistado por un telescopio terrestre, el de Christiaan Huygens, el 28 de noviembre de 1659, y era esa roca negra lo que le permitió distinguirlo. El suelo casi siempre negro a veces tenía el púrpura de la berenjena. Las colinas, fosas y escarpes a través de los cuales serpenteaba la carretera eran negros, así como las mesas fracturadas, las
thidleya
o pequeñas nervaduras, arista tras arista; en cambio, los gigantescos bloques erráticos eran color orín, y les recordaban inevitablemente el color del que habían escapado.

Entonces alcanzaron el lomo de una arista de roca madre negra y el glaciar se extendió ante ellos, cruzando el mundo de izquierda a derecha como un rayo incrustado en el paisaje. Del otro lado del glaciar una nervadura de roca madre corría paralela a aquella por la que circulaban, y las dos aristas juntas parecían antiguas morrenas laterales, aunque en verdad sólo eran dos cadenas paralelas que habían canalizado la inundación del acuífero reventado.

El glaciar tenía una anchura de dos kilómetros y tal vez no más de cinco o seis metros de grosor, pero había excavado un cañón, de modo que debía tener profundidades ocultas.

Algunas zonas del glaciar parecían regolito corriente, igual de rocosas y polvorientas, cubierto con una capa de grava que no dejaba adivinar el hielo subyacente. Otras tenían el aspecto del terreno caótico, salvo que todo era de hielo: unos grupos de seracs blancos que asomaban entre lo que parecían ser bloques de piedra. Algunos de esos seracs eran placas quebradas, agrupadas como las placas en el lomo de un estegosaurio, de un amarillo translúcido a causa del sol poniente detrás de ellos.

Todo estaba inmóvil, de horizonte a horizonte. Ni un solo movimiento en ninguna parte. Claro que no: el Glaciar Arena llevaba allí cuarenta años. Pero Sax no pudo evitar recordar la última vez que había visto algo parecido, y volvió la mirada involuntariamente hacia el sur, como si una nueva inundación fuese a aparecer en cualquier momento.

La estación de Biotique estaba unos pocos kilómetros corriente arriba, ocupando el borde y la falda de un pequeño cráter, de modo que disfrutaban de una excelente vista sobre el glaciar. Durante la fase final de la puesta de sol, mientras algunos de los residentes activaban la estación, Sax subió a una gran sala de observación en el piso alto en compañía de Claire y los visitantes de Armscor para contemplar la masa de hielo quebrado con la última luz del día.

Aun en una tarde relativamente clara como aquélla, los rayos horizontales del sol conferían al aire un rojo oscuro bruñido, y la superficie del glaciar centelleaba en mil lugares distintos; el hielo recién quebrado reflejaba la luz como un espejo. La mayoría de esos centelleos escarlata formaban una línea irregular, pero había otros allá donde las superficies reflectantes del hielo descansaban en ángulos extraños. Phyllis hizo notar lo grande que se veía el sol ahora que la soletta estaba en posición.

—Es extraordinario, ¿no les parece? Casi se pueden distinguir los espejos.

—Parece sangre.

—Tiene un aspecto decididamente
jurásico
.

A Sax le parecía una estrella del tipo G a una distancia de una unidad astronómica. Eso era significativo, sin duda, puesto que estaban a 1,5 unidades astronómicas del sol. En cuanto a la cháchara sobre rubíes y ojos de dinosaurio...

El sol se deslizo bajo el horizonte y todos los puntos de luz desaparecieron de golpe. Un gran abanico de rayos crepusculares se extendió por el cielo, haces rosados cortando un cielo púrpura oscuro. Phyllis prorrumpió en exclamaciones porque los colores eran desde luego muy puros.

—Me pregunto cuál es el origen de esos rayos magníficos —dijo ella. Automáticamente Sax abrió la boca para decir que las sombras de las colinas o las nubes sobre el horizonte, pero pensó:
a
, era muy probable que fuera una pregunta retórica, y
b
, dar una respuesta técnica sería muy propio de Sax Russell. Así que cerró la boca y consideró lo que Stephen Lindholm hubiera dicho en una situación así. Esa clase de autocontrol era nueva para él, y ciertamente incómoda, pero iba a tener que decir algo, al menos de vez en cuando, porque los silencios prolongados eran también muy característicos de Sax Russell y no del Lindholm que había venido representando hasta entonces. Así que hizo lo que pudo.

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