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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (21 page)

BOOK: Marte Verde
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Una noche Coyote asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Peter.

—¿Sabías que Peter también es un rojo?

—¿Qué?

—Es un rojo. Pero trabaja por su cuenta, en el espacio sobre todo. Creo que después del viajecito en el ascensor le tomó el gusto.

—Por Dios —dijo ella con reprobación.

Aquello era otro accidente fortuito; Peter tenía que haber muerto cuando el ascensor cayó. ¿Qué posibilidades había de que una nave espacial pasara por allí y lo avistara, solo, en órbita areosincrónica? No, era ridículo. Nada existía salvo la casualidad.

Pero aun así seguía enfadada.

Se fue a la cama alterada por esos pensamientos, y en su duermevela intranquilo soñó que ella y Simón caminaban por la parte más espectacular de Candor Chasma, en aquel primer viaje juntos, cuando todo estaba inmaculado y nada había cambiado en mil millones de años; eran los primeros humanos que hollaban aquella vasta garganta de suelo estratificado y paredes inmensas. A Simón le había gustado tanto como a ella, y había permanecido silencioso y absorto en la realidad de la roca y el hielo; no había mejor compañero para un espectáculo tan glorioso. Pero en el sueño, una de las paredes gigantescas del cañón empezaba a derrumbarse, y Simón decía «Deslizamiento largo», y ella se despertó al instante, sudando.

Se vistió y salió de la habitación a dar un paseo por el pequeño mesocosmos bajo la cúpula, con su lago blanco y el
krummholz
que cubría las dunas bajas. Hiroko era un genio extraño: había concebido aquel lugar y luego había convencido a otros para unirse a ella y vivir allí. Había concebido tantos niños sin el permiso de los padres, sin control sobre la manipulación genética... Era una forma de locura, en verdad, fuese o no divina.

Por la playa helada del pequeño lago se acercaban algunos miembros de la prole de Hiroko. Ya no se podía llamarlos niños; los más jóvenes tenían quince o dieciséis años terrarios, y los mayores... Bien, los mayores estaban fuera, desparramados por el mundo. Kasei debía de tener ya cerca de cincuenta, y su hija Jackie casi veinticinco, una graduada por la nueva universidad de Sabishii, activa en la política del demimonde. Ese grupo de ectógenos estaba en Gameto de visita, como Ann. Paseaban por la playa, y Jackie encabezaba el grupo, una joven alta y esbelta de cabellos negros, bella e imperiosa, líder de su generación, sin duda. O quizá lo era el alegre Nirgal, o el reflexivo Harmakhis. Pero Jackie los conducía: Harmakhis la seguía con una lealtad perruna, e incluso Nirgal no le quitaba el ojo de encima. Simón quería mucho a Nirgal, y Peter también, y Ann comprendía por qué: era el único en toda la banda de ectógenos de Hiroko que no la asqueaba. Los demás disfrutaban con su egocentrismo, reyes y reinas de su pequeño mundo, pero Nirgal había abandonado Zigoto poco después de la muerte de Simón, y regresaba en raras ocasiones. Había estudiado en Sabishii, iniciativa que había imitado Jackie. Y ahora pasaba la mayor parte del tiempo en Sabishii, o de viaje con Coyote o Peter, o visitando las ciudades del norte. ¿Era también un rojo? Pero le interesaban todas las cosas, era consciente de todo, corría por todas partes; era una especie de versión joven y masculina de Hiroko, si tal criatura era posible, pero menos extraño que Hiroko, más accesible, más humano. Ann nunca había sido capaz de mantener una conversación normal con Hiroko, que parecía una conciencia alienígena que daba significados enteramente diferentes a todas las palabras del lenguaje, y que a pesar de ser genial diseñando ecosistemas, no era un científico, sino más bien una especie de profeta. Por otro lado, Nirgal parecía descubrir intuitivamente lo que era de veras importante para su interlocutor, y se concentraba en eso, y preguntaba sin descanso, curioso, comprensivo, compasivo. Mientras lo veía seguir a Jackie por la playa, correteando de aquí para allá, Ann recordó la lentitud y el cuidado que ponía al caminar junto a Simón. Recordó lo asustado que había parecido aquella última noche, cuando Hiroko, de acuerdo con sus ideas tan peculiares, lo había llevado a despedirse de Simón. Había sido muy cruel hacer pasar a un niño por todo aquello, pero Ann no había hecho objeciones entonces; estaba desesperada y dispuesta a probar lo que fuera. Otro error que nunca podría reparar.

Clavó la vista en la arena dorada hasta que los ectógenos hubieron pasado. Era una vergüenza que Nirgal estuviera tan colgado de Jackie, pues era evidente que a ella él le traía sin cuidado. Jackie era una mujer notable a su manera, pero demasiado parecida a Maya: caprichosa y manipuladora, no se sentía vinculada a ningún hombre, excepto a Peter, quizás. Pero, afortunadamente (aunque no lo había parecido entonces), él había tenido un romance con la madre de Jackie, y no tenía el menor interés en ella. Un asunto turbio: Peter y Kasei seguían enemistados, y Esther se había ido para no volver. No era la mejor hora de Peter. Y sus efectos en Jackie... Oh, sí, habría efectos (allí, cuidado, una laguna negra en su propio pasado remoto), sí, durante toda la duración de sus mezquinas y sórdidas vidas, repitiendo sus círculos sin sentido...

Trató de concentrarse en la composición de los granos de la arena. El dorado no era un color habitual en la arena de Marte. Se trataba de un material granítico muy raro. Se preguntó si Hiroko lo había buscado o simplemente había tenido suerte.

Los ectógenos se habían alejado rumbo a la orilla opuesta del lago. Estaba sola en la playa, Simón en algún lugar bajo sus pies. Era difícil no conectar con nada de todo aquello.

Un hombre bajo venía caminando por las dunas hacia ella. Al principio pensó que era Sax, y luego Coyote; pero no era ninguno de los dos. El hombre pareció vacilar al verla, y en ese movimiento ella reconoció a Sax, pero un Sax con un físico muy cambiado. Vlad y Ursula le habían hecho algo de cirugía estética en la cara, suficiente para que no se pareciese al Sax de antes. Iba a trasladarse a Burroughs y a infiltrarse en una compañía biotécnica utilizando un pasaporte suizo y una de las identidades virales de Coyote. Se reincorporaba a la terraformación. Ann apartó la vista y miró el agua. Él se detuvo junto a ella y trató de hablarle: una conducta muy impropia de Sax, más guapo ahora, un viejo memo atractivo. Pero seguía siendo el mismo, y ella estaba tan furiosa que apenas podía pensar, apenas podía recordar de qué hablaban un segundo antes.

—Tienes un aspecto muy diferente —fue todo lo que ella pudo recordar.

Necedades. Mirándolo, pensó «No cambiará nunca». Pero había algo que asustaba en aquella mirada afligida de su nueva cara, algo mortal que ella se negaba a evocar; y por eso Ann discutió hasta que él hizo una última mueca y se marchó.

Ella permaneció allí sentada largo tiempo, cada vez más aterida y turbada. Al fin apoyó la cabeza en las rodillas y cayó en una especie de sueño.

Los Primeros Cien la rodeaban, los vivos y los muertos, Sax en el centro, con la cara de antes y la peligrosa nueva mirada de desolación.

Sax dijo: —La red gana en complejidad.

Vlad y Ursula dijeron: —La red gana en salud. Hiroko dijo: —La red gana en belleza.

Nadia dijo: —La red gana en bondad.

Maya dijo: —La red gana en intensidad emocional —y detrás de ella John y Frank pusieron los ojos en blanco. Arkadi dijo: —La red gana en libertad.

Michel dijo: —La red gana en comprensión.

Detrás, Frank dijo: —La red gana en poder —y John le dio un codazo y gritó—: ¡La red gana en felicidad!

Y entonces todos miraron a Ann. Y ella se levantó, temblando de rabia y miedo, comprendiendo que sólo ella no creía en la posibilidad de que la red ganase nada en absoluto, comprendiendo que era una especie de loca reaccionaria. Y sólo pudo señalarlos con un dedo trémulo y decir:


Marte. Marte. Marte.

Esa noche, después de la cena y la velada en la gran sala de reuniones, Ann llevó a Coyote aparte y le dijo:

—¿Cuándo sales otra vez?

—Dentro de unos días.

—¿Sigues queriendo presentarme a esa gente de la que me has hablado?

—Claro, naturalmente. —La miró con la cabeza ladeada.— Es el lugar que te corresponde.

Ella se limitó a asentir. Recorrió la sala de descanso con la mirada, pensando: Adiós, adiós. Mudamos de aires.

Una semana después volaba con Coyote en un ultraligero. Viajaban de noche hacia el norte, adentrándose en la región ecuatorial. Luego siguieron hacia el Gran Acantilado y las Deuteronilus Mensae al norte de Xanthe: un terreno erosionado y salvaje, las mensae como un archipiélago de numerosas islas salpicando un mar de arena. Se convertirían en un archipiélago de verdad, pensó Ann mientras Coyote descendía entre dos de las islas, si el bombeo del norte continuaba.

Coyote aterrizó en una estrecha franja de arena polvorienta y rodó hasta un hangar excavado en el flanco de una mesa. Al salir del avión fueron recibidos por Steve e Ivana y unos pocos más. Un ascensor los llevó hasta la cima de la mesa. El extremo norte de aquella mesa acababa en una punta rocosa afilada, y allí habían excavado una gran sala de reuniones triangular. Cuando entró, Ann se detuvo sorprendida: estaba atestada de gente, varios centenares por lo menos, todos sentados ante largas mesas, a punto de empezar una comida, sirviéndose el agua unos a otros. Los ocupantes de una mesa advirtieron la presencia de Ann e interrumpieron sus movimientos, y luego ocurrió lo mismo en la mesa contigua. El efecto se propagó por la sala, hasta que todos quedaron inmóviles. Entonces uno se puso de pie, y luego otro, y en un movimiento desordenado todos se levantaron. Durante un momento todo pareció congelado. Luego empezaron a aplaudir con calor, las caras resplandecientes, y después a aclamarla.

Cuarta Parte
El científico como héroe

Tómala entre el pulgar y el dedo corazón. Palpa el borde redondeado, observa las curvas suaves del cristal. Una lupa, con la simplicidad, la elegancia y el peso de una herramienta paleolítica. Siéntate con ella en un día soleado, sostenla sobre una pila de ramitas secas. Muévela arriba y abajo, hasta que veas que aparece un punto brillante entre las ramitas.

¿Recuerdas esa luz? Era como si las ramitas hubiesen atrapado un sol diminuto.

El asteroide Amor que giraba suspendido del extremo del cable estaba compuesto principalmente de condrilas carbonosos y agua, y los dos Amor interceptados por grupos de desembarcadores robot en el año 2091, de silicatos y agua.

El material de Nuevo Clarke fue hilado en una única y larga hebra de carbono. El material de los dos asteroides de silicatos fue transformado en láminas de vela solar por los robots. Solidificaron el vapor de sílice entre rodillos de diez kilómetros de longitud, y lo estiraron para formar láminas revestidas con una delgada capa de aluminio, y unas naves espaciales tripuladas desplegaron estas vastas láminas de espejo en círculos concéntricos que mantenían la forma gracias a la gravedad y la luz solar.

Desde uno de los asteroides, bautizado Abedul, estiraron las láminas de espejo y formaron un anillo de diez mil kilómetros de diámetro. Este espejo anular giraba en torno a Marte en órbita polar, la cara espejada orientada hacia el sol en un ángulo que permitía a la luz reflejada confluir en un punto en el interior de la órbita marciana, cerca del punto Lagrange Uno.

El segundo asteroide de silicatos, llamado Solettaville, había sido estacionado cerca del punto Lagrange. Allí, las fábricas de vela solar hilaron las laminas de espejo en una compleja red de tablillas superpuestas, conectadas entre sí y dispuestas en ángulo, de modo que parecía una lente hecha de persianas venecianas circulares que giraban alrededor de un cono plateado cuya boca ancha daba a Marte. Llamaron soletta a este objeto inmenso y delicado, de diez mil kilómetros de diámetro, que giraba brillante y majestuoso entre Marte y el sol.

La luz solar que incidía directamente en la soletta rebotaba a través de las persianas, golpeando la cara solar de una, luego la cara marciana de la siguiente hacia el exterior y luego hacia Marte en un juego de reflexiones. La luz que incidía en el espejo anular en órbita polar era reflejada hacia el exterior, hacia el cono interior de la soletta, y luego reflejada de nuevo, sobre Marte. De ese modo, la luz incidía en las dos caras de la soletta, y esas presiones contrapuestas la mantenían en movimiento y en posición, a unos cien mil kilómetros de Marte, más cercana en el perihelio, más alejada del afelio. Los ángulos de los espejos eran constantemente ajustados por la IA de la soletta, para que mantuviesen la órbita y el enfoque.

Durante toda esa década, mientras proseguía la construcción de las dos girándulas a partir de los asteroides, como telas silíceas tejidas por arañas de roca, los observadores en Marte casi no vieron nada. De cuando en cuando alguien veía en el cielo una línea blanca arqueada, o fugaces centelleos de día o de noche, como si el fulgor de un universo mucho más vasto brillase a través de alguna costura abierta en el tejido de nuestra esfera.

Cuando los dos espejos se hubieron completado, la luz reflejada por el espejo anular fue dirigida al cono de la soletta. Las tablillas circulares se ajustaron y la soletta se trasladó a una órbita ligeramente distinta.

Y un día, aquellos que vivían en el lado de Tharsis levantaron la vista, porque el cielo se había oscurecido, y contemplaron un eclipse solar nunca visto en Marte: el sol fue engullido, como si allá arriba hubiese un satélite del tamaño de la Luna que bloqueaba sus rayos. El eclipse se desarrolló como en la Tierra: la medialuna de oscuridad fue devorando el resplandor circular a medida que la soletta se interponía entre Marte y el sol, aunque los espejos aún no estaban en la posición adecuada para recibir la luz. El sol se tornó violeta oscuro, la oscuridad se adueñó de la mayor parte del disco y dejó sólo una medialuna creciente que al fin desapareció también, y el sol fue un círculo negro en el cielo, orlado por el fantasma de una corona... Y entonces desapareció por completo. Eclipse total de sol.

Un tenue encaje de muaré luminoso apareció en el disco oscuro, algo insólito en un eclipse natural de sol. Todos los que estaban en la cara iluminada de Marte se quedaron sin aliento y miraron al cielo con ojos entrecerrados. Y de repente, como cuando uno abre de golpe unas ventanas venecianas, el sol reapareció.

¡Una luz cegadora!

Y más cegadora que nunca, pues el sol era mucho más brillante que antes de aquel extraño eclipse. Ahora caminaban bajo un sol aumentado: el disco tenía casi el mismo tamaño que visto desde la Tierra, la luz había aumentado en un veinte por ciento —y era más intensa, se notaba el calor en la nuca— y la roja extensión de las llanuras resplandecía. Como si hubiesen encendido unos focos de repente y todos anduvieran sobre un escenario inmenso.

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