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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (31 page)

BOOK: Marte Verde
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Phyllis no respondió.

Sax se guardó sus reflexiones mientras seguía buscando en los catálogos. Todavía estaba en ello cuando oyeron unos chillidos chirriantes y unos siseos por la radio. Phyllis empezó a gritar por la frecuencia común. Muy pronto escucharon voces en el intercom, y no mucho después un casco redondo se inscribió en el agujero.

—¡Estamos aquí! —gritó Phyllis.

—Esperen un segundo —dijo Berkina—, dejaremos caer una escala de cuerda.

Y después de una oscilante y torpe escalada estuvieron de nuevo en la superficie del glaciar, parpadeando en la luz fluctuante y polvorienta y agachándose para resistir el viento racheado, todavía muy fuerte. Phyllis reía y explicaba lo que había ocurrido con su estilo habitual.

—¡Estábamos tomaditos de la mano, para no perdernos, y bum, abajo!

Y los rescatadores estimaban la fuerza bruta de las ráfagas más fuertes. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Pero cuando entraron en la estación y se quitaron los cascos, Phyllis le echó una breve mirada, una mirada muy curiosa en verdad, como si le hubiese revelado algo que la había puesto en guardia, como si él le hubiese recordado algo allí, en el fondo de la grieta. Como si su comportamiento lo hubiera delatado, sin error posible, como su viejo camarada Saxifrage Russell.

Trabajaron en el glaciar durante todo el otoño septentrional. Los días se hicieron más cortos y los vientos más fríos. Unas grandes e intrincadas flores de hielo crecían en el glaciar cada noche, y sólo se derretían un poco en las márgenes a media tarde; después se endurecían de nuevo y servían como base para los pétalos aún más complejos que aparecían a la mañana siguiente, los pequeños y afilados copos cristalinos brotando en todas direcciones a partir de las aletas y dientes más grandes bajo ellos. No podían evitar aplastar mundos fractales enteros a cada paso mientras avanzaban sobre el hielo en busca de las plantas, ahora cubiertas de escarcha, para ver cómo les iba tras la llegada del frío. Contemplando aquel yermo blanco, con el viento cortante calándolo a pesar del traje aislante, Sax pensó que era inevitable que las heladas invernales causaran estragos.

Pero las apariencias engañaban. Claro que habría heladas mortíferas, pero las plantas se estaban endureciendo, como decían los jardineros, se estaban aclimatando a las arremetidas del viento. Se trataba de un proceso en tres estadios, recordó Sax mientras cavaba en la nieve fina y compacta para encontrar las señales. Primero, unos sensores fitocromos en las hojas captaban el acortamiento de los días (y ahora se estaban acortando muy deprisa; más o menos con una frecuencia semanal pasaban unos frentes oscuros que dejaban caer nieve sucia de los vientres negros y bajos de los cumulonimbos). En el segundo estadio, el crecimiento se detenía, los carbohidratos se trasladaban a las raíces y la concentración de ácido abscísico en algunas hojas aumentaba hasta que éstas caían. Sax encontró muchas hojas así, amarillentas o pardas y todavía colgando de los tallos, apretándose contra el suelo y proporcionando un poco más de aislamiento a la planta aún viva. Durante esta etapa el agua salía de las células y formaba cristales de hielo intercelulares, y las membranas celulares se endurecían, mientras que las moléculas de los azúcares reemplazaban a las moléculas de agua en algunas proteínas. En el tercer y más frío estadio, un hielo fino recubría las células sin romperlas, en un proceso llamado vitrificación.

En este punto las plantas podían tolerar temperaturas inferiores a los 220°K, la media en Marte antes de su llegada, pero que ahora era la más baja que se alcanzaba en el planeta. Y la nieve que caía en las cada vez más frecuentes tormentas servía como aislante para las plantas, ya que mantenía las superficies que cubría más calientes que las superficies expuestas al viento. Mientras excavaba en la nieve con dedos entumecidos, los entornos subníveos le parecían a Sax un lugar fascinante, sobre todo las adaptaciones al espectro de luz azul seleccionado que se difundía a través de más de tres metros de nieve, otro ejemplo de la dispersión de Rayleigh. Le hubiera gustado estudiar el mundo invernal in situ durante los seis meses de la estación: descubrió que le gustaba estar bajo las oscuras olas bajas de las nubes, en la superficie blanca del glaciar nevado, encorvándose contra el viento y pisando sobre montones de nieve. Pero Claire quería que regresara a Burroughs para trabajar en un tamarisco de la tundra que estaba sobreviviendo con éxito en las tinajas de Marte. Y Phyllis y el resto de los visitantes de Armscor y la Autoridad Transitoria iban a regresar también. Así que un día dejaron la estación en manos de un pequeño equipo de investigadores-jardineros, y, en una caravana de vehículos, viajaron de vuelta al sur.

Sax había gemido al oír que Phyllis y su grupo regresarían con ellos. Tenía la esperanza de que la separación física pondría fin a su relación con Phyllis y lo libraría de ese ojo inquisitivo. Pero en vista de que iban a regresar juntos, se imponía alguna acción. Tendría que romper la relación si es que quería ponerle fin, y ciertamente lo quería. Todo ese asunto de liarse con ella había sido un error desde el principio, ¡la tontería del impulso de lo inexplicable! Pero el impulso se había acabado, y lo había dejado en compañía de una persona que en el mejor de los casos era irritante, y en el peor, peligrosa. Y desde luego no lo consolaba pensar que él había actuado de mala fe todo el tiempo. Cada pequeño acontecimiento de aquella relación parecía poca cosa, pero el conjunto adquiría una dimensión monstruosa.

Por eso en la primera noche en Burroughs, cuando su consola de muñeca emitió un pitido y Phyllis apareció y le propuso que cenasen juntos, Sax accedió, cortó la llamada y se dijo con cierto malestar que sería una situación incómoda.

Fueron a cenar a un restaurante terraza que Phyllis conocía en el Monte Ellis, al oeste de Hunt Mesa. Ella se empeñó en que se sentaran en una esquina, desde la que se dominaba el distrito alto.... entre Ellis y la Montaña Mesa, donde los bosques de Princess Park estaban bordeados por nuevas mansiones. Al otro lado del parque, la Montaña Mesa estaba casi recubierta de cristal y parecía un hotel gigantesco, y las mesas más distantes no eran menos llamativas.

Los camareros y camareras les sirvieron una garrafa de vino y luego la cena, interrumpiendo la cháchara de Phyllis, que versaba principalmente sobre los nuevos proyectos de construcción en Tharsis. Pero parecía deseosa de hablar también con los camareros: les firmaba servilletas y les preguntaba de dónde eran, cuánto llevaban en Marte, y así por el estilo. Sax comió sin descanso; miraba a Phyllis y contemplaba Burroughs, esperando que la cena acabara de una vez. Se le hizo eterna.

Pero terminó al fin, y tomaron el ascensor para bajar al suelo del cañón. El ascensor le trajo recuerdos de la primera noche que pasaron juntos, y Sax sintió una profunda sensación de incomodidad. Quizá Phyllis se sentía igual, porque se instaló en el otro extremo, y el largo descenso transcurrió en silencio.

Y cuando estuvieron en el césped del bulevar, ella lo besó en la mejilla, le dio un breve y brusco abrazo y dijo:

—Ha sido una velada espléndida, Stephen, y hemos pasado unos días fantásticos en Arena. Nunca olvidaré nuestra pequeña aventura bajo el glaciar. Pero ahora tengo que regresar a Sheffield y ocuparme de todo lo que se ha ido amontonando en mi ausencia. Espero que vayas a visitarme si alguna vez pasas por la ciudad.

Sax se esforzó por controlar la expresión de su cara, tratando de imaginar cómo se hubiese sentido Stephen y qué hubiese dicho. Phyllis era una mujer vanidosa, y seguramente olvidaría todo el asunto más deprisa si pensaba que había herido a alguien al abandonarlo que si empezaba a preguntarse por qué ese alguien había parecido tan aliviado. Así que intentó convocar la pequeña vocecita en su interior que se sentía ofendida porque la trataban de esa manera, apretó los labios y bajó la mirada.

—Ah —dijo.

Phyllis rió como una niña, y le dio un abrazo afectuoso.

—Vamos, Stephen —le regañó—. Ha sido divertido, ¿no? Y volveremos a vernos cuando yo visite Burroughs o si alguna vez vas a Sheffield. Entre tanto, ¿qué otra cosa podemos hacer? No estés triste.

Sax se encogió de hombros. Eso era tan razonable que sólo el enamorado más herido pondría alguna objeción, y él nunca había pretendido serlo. Al fin y al cabo, los dos tenían más de cien años.

—Lo sé —dijo, y le dedicó una sonrisa nerviosa y triste—. Sólo siento que haya llegado la hora.

—Ya lo sé. —Ella lo besó de nuevo.— Yo también lo siento. Pero volveremos a encontrarnos, y entonces veremos.

Sax asintió, bajando la mirada otra vez, comprendiendo bien las dificultades a las que se enfrentaba el actor. ¿Qué hacer?

Pero con un brusco adiós, ella se alejó. Sax expresó su adiós con una mirada por encima del hombro y un fugaz movimiento de la mano.

Paseo por el bulevar del Gran Acantilado, en dirección a Hunt Mesa. Ya estaba. Había sido mucho más fácil de lo que imaginaba. En verdad, bastante conveniente. Sin embargo, una parte de él aún estaba irritada. Miró su reflejo en los escaparates de las tiendas en los pisos bajos de Hunt. Un viejo seductor, ¿atractivo, significase lo que significase eso? Atractivo para algunas mujeres, a veces. Escogido por una y utilizado como compañero de cama durante unas cuantas semanas, y luego arrojado a un lado cuando era hora de marcharse. Presumiblemente eso le había sucedido a muchos en el correr de los años, más a menudo a las mujeres que a los hombres, sin duda, dadas las desigualdades impuestas por la cultura y la reproducción. Pero ahora, con la reproducción excluida y la cultura hecha pedazos... En realidad ella era una mujer espantosa. Pero él no tenía derecho a quejarse: había accedido sin condiciones y le había mentido desde el principio, no sólo sobre su identidad, sino también sobre sus sentimientos. Y ahora estaba libre de eso y de todo lo que implicaba. Y de todo lo que amenazaba.

Sintiendo una especie de euforia nitrosa, subió la escalera del gran atrio de Hunt hasta su planta, y recorrió el corredor hasta su pequeño apartamento.

Avanzado el invierno, durante dos semanas a partir del 2 de febrero, se celebró en Burroughs el congreso anual sobre el proyecto de terraformación. Era el décimo, y los organizadores lo habían denominado «M-38: Nuevos resultados y nuevas direcciones». Asistirían científicos de todo Marte, unos tres mil en total. Las reuniones tendrían lugar en el gran salón de congresos de la Montaña Mesa, y los científicos visitantes se repartirían por los hoteles de toda la ciudad.

Todo el equipo de Biotique Burroughs asistiría a las conferencias, y si alguno tenía experimentos en curso, se escaparía de cuando en cuando a Hunt Mesa para vigilarlos. Sax estaba muy interesado en todos los temas del congreso, y en su primer día bajó temprano al Parque del Canal, se hizo con un café y una pasta, y se encaminó al salón. Fue casi el primero en la cola ante la mesa de registro. Tomó el paquete con el programa informativo, se sujetó la tarjeta con el nombre a la americana y vagabundeó por los vestíbulos sorbiendo el café, leyendo el programa de la mañana y echando una ojeada a los pósters.

Por primera vez en muchos años, Sax se sintió en su elemento. Los congresos científicos eran todos iguales, en todos los tiempos y lugares, incluso en la forma de vestir de los asistentes: los hombres con aire de profesores, con conservadoras chaquetas de profesor ligeramente desaliñadas, de colores tostados, marrones y rojos oscuros; las mujeres, quizás el treinta por ciento de los asistentes, con vestidos inusualmente severos y grises. Muchos seguían llevando lentes, a pesar de que era raro el problema visual que no pudiera corregirse con cirugía. La mayoría llevaba los programas en la mano y todos tenían la tarjeta de identificación prendida de la solapa izquierda. Algunas salas estaban a oscuras porque las conferencias ya habían empezado, y en eso todo era también como de costumbre: el orador de pie ante unas pantallas de vídeo que mostraban gráficos y tablas y estructuras moleculares, hablando con afectación al ritmo de las imágenes, utilizando un puntero para indicar las partes importantes de los sobrecargados diagramas. Los auditorios, compuestos por los treinta o cuarenta colegas interesados en el tema tratado, se sentaban con sus amigos en las filas de sillas, escuchaban con atención y preparaban preguntas para el final de la presentación.

Para aquellos que amaban ese mundo, era un visión grata. Sax asomó la cabeza por muchas salas, pero ninguna de las conferencias le interesó lo suficiente como para decidirse a entrar. Pronto se encontró en un vestíbulo plagado de pósters, y siguió fisgando.

«Solubilización de hidrocarbonos aromáticos policíclicos en soluciones surfactantes monoméricas y micelares», «Subsidencia post-bombeo en la zona meridional de Vastitas Borealis», «Resistencia epitelial al tercer estadio del tratamiento gerontológico», «Incidencia de los acuíferos de fractura radial en los bordes de las cuencas de impacto», «Electroporación de bajo voltaje de plásmidos de vector largo», «Vientos katabáticos en Echus Chasma», «Genoma base para un nuevo género de cactos»,

«Remodelación de las tierras altas marcianas en las regiones de Tyrrhena y Amenthes», «Disposición de los estratos de nitrato de sodio de Nilosyrtis», «Método de evaluación de la exposición profesional a los clorofenatos mediante el análisis de ropa de trabajo contaminada».

Como de costumbre, los carteles eran un delicioso batiburrillo. Eran carteles más que conferencias por muchas razones —a menudo eran trabajos de los graduados de la universidad de Sabishii, o relacionados con temas periféricos del congreso—, pero allí podía encontrarse de todo, y siempre era interesante fisgonear. Y en ese congreso no se había hecho un esfuerzo serio por organizar los carteles por temas. Así, «Distribución del
Rhisocarpon geographicum
en los Charitum Montes orientales», donde se detallaba la fortuna corrida por un liquen crustáceo que podía vivir más de cuatro mil años, estaba frente a «Orígenes de la nieve granizada en las partículas salinas encontradas en cirros, altoestratos y altocúmulos en vórtices ciclónicos en Tharsis norte», un estudio meteorológico de cierta importancia.

A Sax le interesaba todo, pero los carteles que lo retenían más tiempo eran aquellos que se referían a aspectos de la terraformación que el había iniciado, o en los que había intervenido. Uno de ellos,

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