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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (30 page)

BOOK: Marte Verde
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También había considerado esa afirmación una figura retórica. Ahora, absorbiendo la transparencia alucinatoria del hielo, tenía que admitir que describía lo que sentía cuando hablaba con Ann. Sus conversaciones eran frustrantes para ambos, y cuando ella había gritado que él nunca había visto Marte, quizá sólo quería decir que él nunca había visto el Marte que ella veía, el Marte creado por el paradigma de Ann. Y eso era cierto sin lugar a dudas.

Sin embargo Sax veía ahora un Marte nuevo para él. Pero la transformación había ocurrido luego de semanas de concentración en esas partes del paisaje que Ann despreciaba, las nuevas formas de vida. Por eso dudaba de que el Marte que estaba viendo, con sus algas de la nieve y sus líquenes del hielo, y los encantadores y diminutos pedazos de alfombra persa que festoneaban el glaciar, fuese el Marte de Ann. Ni tampoco el de sus colegas de terraformación. Lo que Sax veía era aquello en lo que creía y deseaba, era
su Marte
, desplegándose ante sus propios ojos, siempre en proceso de transformarse en algo nuevo. Como una punzada en el corazón, sintió el deseo de poder agarrar a Ann del brazo en ese mismo momento y arrastrarla hasta la morrena occidental y gritar:

—¿Ves? ¿Ves?

En vez de eso tenía a Phyllis, quizá la persona menos filosófica que había conocido en su vida. La evitaba siempre que podía hacerlo sin que lo pareciera, y se pasaba los días en el hielo, al viento, bajo el vasto cielo septentrional, o en las morrenas, arrastrándose por el suelo para estudiar las plantas. Cuando regresaba a la estación, charlaba con Claire y Berkina y el resto, mientras cenaban, sobre lo que estaban descubriendo en el exterior y lo que significaba. Luego subían a la sala de observación y hablaban un rato más, o a veces bailaban, especialmente los viernes y sábados. Sonaba siempre el nuevo calipso, guitarras y percusión en rápidas melodías simultáneas, con unos ritmos complejos que Sax analizaba con dificultad. Por lo general eran compases de cinco por cuatro que alternaban o coexistían con los de cuatro por cuatro, una combinación que parecía concebida para hacerle perder el equilibrio. Por fortuna, el estilo que se llevaba era una especie de baile libre que guardaba poca relación con el ritmo, así que cuando no conseguía llevar el ritmo estaba seguro de que él era el único que lo notaba. En realidad era muy entretenido intentar seguir el compás, bailando a su aire, saltando en una pequeña jiga añadida al compás de cinco por cuatro. Cuando volvió a las mesas y Jessica le dijo «Bailas muy bien, Stephen», él se echó a reír, halagado aunque sabía que el comentario revelaba el poco criterio de ella para juzgar el baile, o que intentaba serle simpática. Aunque tal vez los paseos diarios sobre las rocas estuvieran mejorando su equilibrio y su ritmo. Cualquier actividad física, con la práctica y el estudio adecuados, podía ser realizada con un grado razonable de habilidad, sino de talento.

Él y Phyllis hablaban o bailaban juntos tanto como lo hacían con otros; sólo en la intimidad de sus habitaciones se abrazaban y besaban, hacían el amor. Mantenían la antigua tradición del romance secreto, y una mañana, alrededor de las cuatro, cuando volvía de la habitación de ella, un relámpago de miedo lo sacudió: de pronto se le ocurrió que su espontánea complicidad en esa actitud podía señalarlo a los ojos de Phyllis como sospechoso de ser uno de los Primeros Cien. ¿Quién más aceptaría ese extraño comportamiento tan prontamente, como si fuese lo más natural del mundo?

Pero después de considerarlo no le pareció que Phyllis prestase atención a esos detalles. Sax casi había renunciado a intentar comprender los pensamientos y motivaciones de ella, porque los datos eran contradictorios y, a pesar de que pasaban la noche juntos con regularidad, bastante escasos. Parecía interesada sobre todo en las maniobras intertransnacionales que sucedían en Sheffield y en la Tierra: cambios en el personal ejecutivo, en las subsidiarias, en los precios de mercado, cambios que eran efímeros y absurdos, pero que a ella la absorbían por completo. Como Stephen, Sax se mostraba muy interesado en todo esto, y le hacía preguntas para demostrárselo cuando ella sacaba el tema, pero cuando preguntaba qué significado tenían los cambios diarios en cualquier estrategia mayor, ella o no quería o no podía darle buenas respuestas. Por lo visto le interesaban más las fortunas personales de aquellos que conocía que la estrategia implícita en sus actos. Un ex ejecutivo de Consolidados que se había pasado a Subarashii había sido nombrado director del ascensor, un ejecutivo de Praxis había desaparecido en las regiones remotas, Armscor iba a hacer estallar docenas de bombas de hidrógeno en el megarregolito bajo el casquete polar norte, para estimular el crecimiento y el calentamiento del mar septentrional; y este último hecho no era para ella más interesante que los dos anteriores.

Quizá tenía sentido seguir de cerca las carreras individuales de la gente que dirigía las transnacionales más grandes, y la micropolítica de los tejemanejes por el poder entre ellos. Al fin y al cabo eran los actuales dirigentes del mundo. Así que Sax se tendía junto a Phyllis, la escuchaba y hacía comentarios propios de Stephen, tratando de recordar todos los nombres, preguntándose si el fundador de Praxis era de verdad un surfista senil, si Shellalco sería absorbida por Amexx, por qué los equipos directivos de las transnac mantenían una competencia tan feroz si en realidad ya gobernaban el mundo y tenían todo lo que podían desear en sus vidas privadas. Tal vez la sociobiología tenía la respuesta, y todo se reducía a la dinámica de dominación del primate, a aumentar el éxito reproductivo propio en el reino corporativo. Y quizá no fuera una mera analogía, si uno consideraba su compañía como su clan. Y en un mundo donde uno podía vivir indefinidamente, podía ser pura y simple auto protección. «La supervivencia del más apto», que Sax siempre había considerado una tautología inútil. Pero si los darwinistas sociales estaban tomando el poder, quizás entonces el concepto ganaba importancia, como dogma religioso del orden dominante...

Entonces Phyllis rodaba sobre él y lo besaba, y él entraba en los dominios del sexo, donde parecían existir unas reglas diferentes. Por ejemplo, aunque Phyllis le gustaba cada vez menos cuanto mejor la conocía, la atracción que ejercía sobre él no se correlacionaba con esto, sino que fluctuaba según unos misteriosos principios autónomos, sin duda inducidos por las feromonas y regidos por las hormonas. Así, unas veces tenía que forzarse a aceptar las caricias de Phyllis, mientras que en otras ocasiones se sentía vivo, con un deseo que parecía aún más intenso debido a la ausencia de afecto. O aun más absurdo, un deseo acrecentado por la repulsión. Esta última reacción era poco frecuente, sin embargo, y a medida que se prolongaba la estancia en Arena, y la novedad del romance se desvanecía, Sax se encontró cada vez más distante cuando hacían el amor: empezó a fantasear y se adentró en la personalidad de Stephen Lindholm, que solía imaginarse acariciando a mujeres de las que Sax sabía poco o nada, como Ingrid Bergman o Marilyn Monroe.

Un amanecer, luego de una de esas noches turbadoras, Sax se levantó con intención de salir al hielo. Phyllis se agitó en sueños y se despertó, y decidió acompañarlo.

Se pusieron los trajes y salieron al alba púrpura. Caminaron en silencio por la morrena contigua al costado del glaciar, y subieron por un sendero de escalones tallados en el hielo. Sax tomó el sendero de banderolas que cruzaba el glaciar más al sur, con intención de escalar la morrena lateral occidental tan lejos corriente arriba como pudiera llegar en una mañana.

Avanzaron entre almenas de hielo que les llegaban a las rodillas, el hielo agujereado como un queso suizo y manchado de rosa por las algas de la nieve. Phyllis estaba encantada como siempre por la fantástica mezcolanza e hizo comentarios a propósito de los seracs más singulares, comparando los que habían dejado atrás esa mañana con una jirafa, con la Torre Eiffel, la superficie de Europa, etcétera. Sax se detenía a menudo para inspeccionar pedazos de hielo jade invadidos por bacterias del hielo. En algunos sitios las algas volvían rosado el hielo jade expuesto en una solana. El efecto era extraño: una especie de vasto campo de helado de pistacho.

Por tanto progresaban con lentitud, y estaban aún sobre el glaciar cuando una secuencia de pequeños y apretados torbellinos salieron de la nada uno tras otro como del sombrero de un mago: demonios de polvo marrón, en los que centelleaban partículas de hielo, en una línea irregular que se abatía sobre ellos. Entonces los remolinos se colapsaron en alguna fluctuación, y con un estampido estridente una ráfaga los embistió con fuerza, silbando pendiente abajo con un empuje tan poderoso que tuvieron que agacharse para no perder el equilibrio.

—¡Menudo vendaval! —exclamó Phyllis en el oído de Sax.

—Son vientos katabáticos —explicó Sax, viendo cómo un grupo de seracs desaparecían en el polvo—. La visibilidad se está reduciendo. Deberíamos intentar llegar a la estación.

Echaron a andar por el sendero de banderolas, avanzando de un punto esmeralda al siguiente. Pero la visibilidad siguió decreciendo hasta que ya no pudieron ver el siguiente marcador.

—Ven, reguardé monos bajo uno de esos icebergs —le dijo Phyllis.

Se encaminó hacia una borrosa prominencia de hielo, y Sax la siguió presuroso, diciéndole: —Ten cuidado, muchos seracs tienen grietas en la base. —Trataba de tomarla de la mano cuando ella desapareció como si hubiese caído por una trampa. Él asió una muñeca alzada y el fuerte tirón lo derribó de rodillas sobre el hielo. Phyllis aun seguía cayendo, deslizándose por una rampa en el extremo de una grieta superficial. Sax tendría que haberla soltado, pero la mantuvo asida instintivamente y se precipitó de cabeza por la abertura. Ambos resbalaron sobre la nieve compacta del fondo de la grieta y la nieve cedió bajo su peso, y cayeron de nuevo, aterrizando sobre arena escarchada tras una breve pero aterradora caída libre.

Sax, que había aterrizado sobre Phyllis, se incorporó ileso. Por el intercomunicador le llegaron unos jadeos alarmantes de Phyllis, pero sólo se había quedado sin resuello. Cuando consiguió controlar la respiración, ella comprobó el estado de sus miembros con cautela y declaró que estaba bien. Sax se admiró de su dureza.

El traje de Sax tenía un desgarrón justo encima de la rodilla, pero por lo demás estaba perfectamente. Sacó un parche del bolsillo y tapó el desgarrón; la rodilla se doblaba sin dolor, así que se olvidó de ella y se puso de pie.

El agujero que habían abierto en la nieve estaba unos dos metros por encima de su brazo extendido. Se encontraban en una burbuja alargada, la mitad inferior de una grieta que tenía forma de reloj de arena. Hacia abajo el muro de la pequeña burbuja era de hielo, y arriba de roca recubierta de hielo. El tosco círculo de cielo visible tenía un color opaco de melocotón, y el muro de hielo azulado de la grieta centelleaba con los reflejos de la polvorienta luz del sol, lo que confería al escenario un aspecto opalescente y muy pintoresco. Pero estaban atrapados.

—Nuestra señal se interrumpirá y saldrán a buscarnos —le dijo Sax a Phyllis cuando ésta se puso en pie junto a él.

—Sí —dijo Phyllis—. ¿Pero nos encontrarán? Sax se encogió de hombros.

—El transmisor deja un registro de dirección.

—¡Pero el viento! ¡La visibilidad puede reducirse a cero!

—Esperemos que puedan apañárselas.

La grieta se extendía hacia el este como un estrecho corredor bajo. Sax se agachó, encendió la linterna de su casco e iluminó el espacio entre la roca y el hielo: se extendía hasta donde alcanzaba la vista, en dirección al sector oriental del glaciar, probablemente hasta alcanzar una de las muchas cavernas pequeñas del borde lateral, así que después de discutir el plan con Phyllis, salió a explorar la grieta, dejando a Phyllis en una posición que permitiera a quien encontrara el agujero verla en el fondo.

Fuera del deslumbrante cono de luz de su linterna, el hielo tenía un intenso azul cobalto, un efecto causado por la misma dispersión de Rayleigh que convertía en azul el cielo. Había mucha luz aun con la linterna apagada, lo que sugería que la capa de hielo sobre su cabeza no era muy gruesa. Debía de tener el grosor aproximado de la altura de su caída, ahora que lo pensaba.

La voz de Phyllis en su oído preguntó si estaba bien.

—Estoy bien —contestó él—. Me parece que este espacio puede haberse originado porque el glaciar ha salvado un escarpe transversal. Así que quizá recorre toda su extensión.

Pero no era así. Unos cien metros más allá, el hielo a la izquierda se cerraba y se unía al hielo que cubría la pared de roca a la derecha: un callejón sin salida.

De regreso caminó despacio, deteniéndose a inspeccionar fisuras en el hielo y pedazos de roca en el suelo que quizá habían sido arrancados del escarpe. En una fisura el cobalto del hielo se transformaba en azul verdoso, y al meter un dedo enguantado en ella, sacó una larga masa azul verdosa, helada en la superficie pero blanda en el interior. Era una masa dendrítica de algas azul verdosas.

—¡Caramba! —exclamó; arrancó unas pocas hebras congeladas y luego metió el resto en su resquebrajadura natal.

Había leído que las algas estaban penetrando en la roca y el hielo del planeta, y que las bacterias llegaban aún más abajo. Pero encontrar algunas enterradas allí, tan lejos del sol, era suficiente para maravillarse.

Apagó la linterna del casco y el azul cobalto de la luz glacial resplandeció alrededor, brumoso y profundo. Tan oscuro, tan frío, ¿cómo podía sobrevivir allí una criatura?

—¿Stephen?

—Ya voy. Mira —le dijo a Phyllis cuando se reunió con ella—. Son algas azul verdosas, hay un montón allá abajo.

Las levantó para que ella las viera, pero Phyllis apenas si echó un vistazo. Sax se sentó y sacó una bolsa de muestras del bolsillo y metió una pequeña hebra de algas dentro, y luego la miró con los veinte aumentos de la lupa. Eso no era suficiente para permitirle ver todo lo que él quería, pero sí le mostró los largos filamentos de verde dendrítico, que tenían un aspecto viscoso porque empezaban a descongelarse. Su atril tenía catálogos de fotos con ampliaciones similares, pero no encontró ninguna especie que se pareciese a aquélla en todos los detalles.

—Puede que no esté descrita —dijo—. Desde luego estas cosas le hacen preguntarse a uno si el índice de mutación no será más alto que los índices estándar. Tendríamos que preparar experimentos para determinarlo.

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