Marte Verde (48 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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Otro grupo de estatuas era el público de un malabarista, que levantaba la vista hacia unas pelotas invisibles. Varios leones observaban atentamente esta exhibición, como preparados para saltar si el malabarista se acercaba demasiado. Las caras de las estatuas, felinas o humanas, eran redondas y casi sin facciones, pero de algún modo expresaban una actitud.

—Miren la disposición circular de los edificios —dijo Spencer por el intercom—. Es arquitectura bogdanovista, o algo parecido.

—Ningún bogdanovista me habló nunca de esto —dijo Coyote—. Ni siquiera creo que hayan estado en la región. Al menos no conozco a ninguno que lo haya hecho. Es una región remota. —Miró alrededor con una sonrisa en los labios.— ¡Alguien se entretuvo un rato con esto!

—Es extraño lo que la gente llega a hacer —dijo Spencer.

Nirgal vagó por los límites del conjunto, ignorando la charla del intercom, mirando una cara tras otra, asomándose a umbrales y ventanas de piedra blanca, el pulso agitado. Era como si el escultor hubiese creado aquel lugar para comunicarse con él. El mundo blanco de su infancia, clavado en el corazón del verde... o, allí fuera, en el rojo...

Reinaba una extraña sensación de paz en el lugar. No era sólo silencio, sino la maravillosa relajación de las figuras, la calma fluida de sus posturas. Marte podía ser así. No más ocultamiento, o más contiendas, los niños correteando por el mercado, los leones paseando entre ellos como gatos...

Después de una extensa visita a la ciudad de alabastro regresaron al coche y reemprendieron la marcha. Unos quince minutos más tarde, Nirgal avistó otra estatua, el bajorrelieve blanco de una cara que emergía de la pared del acantilado opuesta a la ciudad.

—Medusa en persona —dijo Spencer, mientras apartaba de su boca el vaso de bebida de cada noche.

La mirada de basilisco de la gorgona se dirigía a la ciudad, y las serpientes de piedra de su pelo se retorcían hacia el acantilado, como si la roca hubiese asido su cabellera para impedirle emerger por completo del planeta.

—Hermosa —dijo Coyote—. Recuerden esa cara; si no me equivoco, es el autorretrato del escultor.

Siguió conduciendo y Nirgal estudió la cara de piedra con curiosidad. Parecía asiática, aunque quizá sólo se debiera al tirante pelo serpentino. Trató de memorizar las facciones, sintiendo que era alguien a quien ya conocía.

Salieron del cañón de la Medusa antes del alba, y se detuvieron para el descanso del día y el trazado de la nueva ruta. Más allá del Cráter Burlón, que tenían delante, las Memnonia Fossae atravesaban el terreno de este a oeste durante centenares de kilómetros, bloqueándoles el paso hacia el sur. Tenían que ir hacia el oeste, hacia los cráteres Williams y Ejriksson, y luego al sur otra vez, hacia el Cráter Columbus, y después zigzaguear a través de un estrecho desfiladero en las Sirenum Fossae, más hacia el sur. Una danza continua alrededor de cráteres, grietas, escarpes y hondonadas. Las tierras altas del sur eran extremadamente accidentadas comparadas con los extensos paisajes llanos del norte. Art hizo un comentario a propósito de las diferencias y Coyote dijo con irritación:

—Estamos en un planeta, hombre. Hay paisajes de todo tipo.

El despertador sonaba cada día una hora antes de la puesta de sol y con las últimas luces del día desayunaban frugalmente mientras contemplaban los colores incandescentes y las sombras que se extendían sobre el paisaje desigual. Luego emprendían la marcha, sin poder recurrir al piloto automático, franqueando el terreno fracturado. Nirgal y Art se hacían cargo de ese turno sepulcral casi todas las noches, y continuaban sus largas conversaciones. Cuando las estrellas palidecían y la intensa luz violeta del alba teñía el cielo oriental, buscaban un lugar donde el rover- roca pasara desapercibido —en esas latitudes era un trabajo sencillo: bastaba con detener el coche, como decía Art—, y cenaban sin prisas, contemplando el brusco resplandor del amanecer y los repentinos campos de sombras que creaba. Un par de horas más tarde, luego de una sesión de planificación y de algún ocasional paseo por el exterior, oscurecían las ventanas y pasaban el día durmiendo.

Al final de otra larga noche de conversación sobre sus respectivas infancias, Nirgal dijo:

—Supongo que sólo cuando fui a Sabishii me di cuenta de que Zigoto era...

—¿Insólito? —dijo Coyote desde el catre, detrás de ellos—. ¿Único?

¿Extraño? ¿Como Hiroko?

A Nirgal no le sorprendió, pues Coyote dormía muy mal y a menudo musitaba con voz soñolienta un comentario a la narración de Art y Nirgal,

que ellos ignoraban, porque en realidad estaba dormido. Pero esta vez Nirgal dijo:

—Creo que Zigoto es un reflejo de Hiroko. Ella es muy introvertida.

—Ja —dijo Coyote—. No solía serlo.

—¿Y eso cuándo? —saltó Art, girando en la silla para incluir a Coyote en la tertulia.

—Oh, hace mucho tiempo, antes del principio —dijo Coyote—. En la prehistoria, allá en la Tierra.

—¿Fue entonces cuando la conociste? Coyote gruñó afirmativamente.

Cuando hablaba con Nirgal siempre se detenía en ese punto. Pero ahora, con Art allí, las únicas tres personas despiertas en el mundo, en un pequeño círculo iluminado por la pantalla de infrarrojos, el rostro enjuto y torvo de Coyote mostró una expresión distinta de la terca desaprobación de siempre, y Art se inclinó hacia él y preguntó con avidez:

—¿Y como fue que llegaste a Marte?

—Ay, Dios —exclamó Coyote y se tendió de costado, con la cabeza apoyada en una mano—. Es difícil recordar algo tan lejano. Es como si recitase un poema épico que aprendí hace mucho tiempo, y que apenas recuerdo.

Levantó la vista y los miró, y luego cerró los ojos, como si intentase recordar los primeros versos. Los dos hombres más jóvenes lo observaban esperando.

—Todo fue obra de Hiroko, por supuesto, ella y yo éramos amigos. Nos conocimos muy jóvenes, cuando estudiábamos en Cambridge. Los dos teníamos frío en Inglaterra y nos calentábamos mutuamente. Eso fue antes de que ella conociese a Iwao, y mucho antes de que se convirtiera en la gran diosa madre del mundo. Y en aquel entonces compartimos muchas cosas. Éramos forasteros en Cambridge y teníamos talento. Vivimos juntos dos años, y todo fue muy parecido a lo que Nirgal ha dicho a propósito de Sabishii, incluso lo de Jackie. Aunque Hiroko...

Volvió a cerrar los ojos, como tratando de evocarlo.

—¿Siguieron juntos? —preguntó Art.

—No. Ella regresó al Japón y yo la acompañé un tiempo, pero tuve que regresar a Tobago cuando mi padre murió. Las cosas cambiaron. Pero seguimos en contacto, y nos encontrábamos en las convenciones científicas, y cuando nos encontrábamos nos peleábamos, o nos prometíamos amor eterno. O las dos cosas. En realidad, no sabíamos lo que queríamos, o cómo conseguirlo si admitíamos lo que queríamos. Entonces empezó la selección de los Primeros Cien. Yo estaba en la cárcel, en Trinidad, por oponerme a la legislación sobre banderas acomodaticias. Pero si hubiese estado en libertad tampoco habría tenido ninguna posibilidad de que me seleccionasen. Ni siquiera estaba seguro de querer venir. Pero o bien Hiroko recordó nuestras promesas o bien pensó que podía serle útil, nunca lo supe. Así que se puso en contacto conmigo y me dijo que si yo quería ella me escondería en la granja del Ares y después en la colonia de Marte. Ella siempre ha pensado con audacia, eso se lo concedo.

—¿No te pareció un plan disparatado? —preguntó Art con los ojos muy abiertos.

—¡Pues claro! —Coyote rió.— Pero todos los planes buenos son disparatados. Y en aquellos momentos mis expectativas no eran muy brillantes. Y si no me hubiese decidido, no habría vuelto a ver a Hiroko nunca más. —Miró a Nirgal con una sonrisa torva.— Así que decidí intentarlo. Todavía estaba en la cárcel, pero Hiroko tenía unos amigos curiosos en Japón, y una noche me encontré con un trío de hombres enmascarados que me sacaron de la celda; todos los guardias de la prisión estaban narcotizados. Me llevaron en helicóptero hasta un buque cisterna, y en él viajé hasta Japón. Los japoneses construían la estación espacial que rusos y americanos estaban utilizando para montar el Ares; me metieron en uno de los nuevos aviones espaciales, que me llevó al Ares poco antes de que se completase la construcción. Me colaron dentro con parte del equipo de granja que Hiroko había encargado, y después fue cosa mía. ¡Tuve que apañármelas solo para sobrevivir, desde ese momento hasta ahora! Lo que significa que pasé bastante hambre hasta que el Ares inició el viaje. Después de eso, Hiroko se ocupó de mí. Dormía en un almacén detrás de los cerdos, y andaba por ahí furtivamente, lo cual fue mucho más fácil de lo que piensan, porque la nave era muy grande. Y cuando Hiroko tomó confianza con el equipo de la granja, me presentó a ellos y todo fue aún más fácil. Pero las cosas se pusieron feas durante las primeras semanas después del aterrizaje. Yo bajé en un desembarcador en el que sólo iban miembros del equipo de la granja, y ellos me instalaron en un armario dentro de uno de los remolques. Hiroko construyó los invernaderos tan deprisa sobre todo para sacarme de ese armario, o eso me dijo.

—¿Viviste en un armario?

—Durante un par de meses. Fue peor que la cárcel. Pero después me trasladé al invernadero, y empecé a reunir el material que necesitaríamos llevar cuando nos fuésemos de allí. Iwao había ocultado el contenido de dos naves de carga desde el principio. Y después de que construyésemos un rover con piezas de recambio, pasé mucho tiempo lejos de la Colina Subterránea, explorando el terreno caótico, buscando un buen lugar para nuestro refugio secreto, y luego trasladando material allí. Pasé más tiempo que nadie en la superficie, más que Ann incluso. Cuando el equipo de la granja finalmente se trasladó al refugio, yo ya me había acostumbrado a pasar mucho tiempo solo. Sólo yo y el Gran Hombre, recorriendo el planeta. Os diré una cosa, era como estar en el cielo. Bueno, no era el cielo, era Marte, puro Marte. Supongo que en cierto modo perdí la razón. Pero me gustaba tanto... No puedo explicar cómo me sentía.

—Debiste recibir un montón de radiación. Coyote rió.

—¡Oh, sí! Entre esos viajes y la tormenta solar en el Ares recibí más rems que nadie de los Primeros Cien, excepto quizá John. Tal vez por eso estoy chalado. Pero en fin —se encogió de hombros y miró a Art y Nirgal— , aquí estoy. El polizón.

—Asombroso —dijo Art.

Nirgal asintió; nunca había conseguido que su padre le revelase ni una décima parte de toda esa información acerca de su pasado. Miró a Art y luego a Coyote, y otra vez a Art, preguntándose cómo lo había conseguido. Y cómo lo había conseguido con él mismo también, porque Nirgal no sólo había intentado explicarle sus vivencias, sino también lo que éstas habían significado para el, lo que era mucho más complicado. Al parecer, Art tenía ese talento, aunque era difícil precisar en qué consistía: quizá sólo era la expresión de su cara, esa mirada intensa y concentrada, esas preguntas francas y atrevidas, que dejaban a un lado las minucias e iban al corazón de las cosas, dando por supuesto que toda persona desea hablar, definir el sentido de su vida, incluso ermitaños reservados y extraños como Coyote.

—Bien, no fue tan duro —decía Coyote en ese momento—. Ocultarse no es tan difícil como la gente cree, tienen que tener eso claro. Lo complicado es actuar mientras te escondes.

Al decir eso, frunció el ceño, y luego señaló con un dedo a Nirgal.

—Por eso al fin tendremos que revelar nuestra presencia y luchar abiertamente. Por eso te mandé a Sabishii.

—¿Qué...? ¡Pero si tú me dijiste que no debería ir! ¡Dijiste que sería mi ruina!

—Así es como conseguí que fueras.

Mantuvieron esa vida de conversación nocturna durante casi una semana, y al final de la semana se acercaron a una pequeña región habitada en torno al agujero de transición que habían abierto en medio de los cráteres Hiparco, Eudoxo, Tolomeo y Li Fan. Había varias minas de uranio en las faldas de esos cráteres, pero Coyote no propuso ninguna acción de sabotaje y condujeron sin pausa para dejar atrás el agujero tolemaico y salir de la región lo antes posible. Pronto llegaron a las Thaumasia Fossae, el quinto o sexto gran sistema de fallas que encontraban en el viaje. A Art le pareció curioso, pero Spencer le explicó que la protuberancia de Tharsis estaba rodeada de sistemas de fallas causadas por su levantamiento, y puesto que estaban circunnavegando la protuberancia, tropezaban con todas. Thaumasia era uno de los sistemas más grandes, y allí se encontraba la gran ciudad de Senzeni Na, fundada junto a uno de los agujeros de transición de la latitud cuarenta, uno de los primeros que se excavaron y uno de los más profundos. Ya llevaban más de dos semanas viajando, y necesitaban aprovisionarse en uno de los escondrijos de Coyote.

Pasaron al sur de Senzeni Na, y cerca del alba estaban zigzagueando entre antiguos montes rocosos. Pero cuando tropezaron con una avalancha de tierra que caía desde un escarpe accidentado de poca altura, Coyote empezó a maldecir. En el suelo había marcas de rovers, cilindros de gas aplastados, cajas de comida y contenedores de combustible desparramados por todas partes.

Todos contemplaron el panorama.

—¿Tu escondite? —preguntó Art, lo que provocó una nueva salva de exabruptos.

—¿Quién ha sido? —preguntó Art—. ¿La policía?

Nadie respondió. Sax se sentó en uno de los asientos delanteros y comprobó el estado de los suministros. Coyote siguió despotricando furiosamente, y se dejó caer en el otro asiento.

—No fue la policía —le dijo finalmente a Art—. No a menos que hayan empezado a usar los rovers de Vishniac. No, estos ladrones son de la resistencia, malditos sean. Probablemente una unidad que tiene la base en Argyre. No se me ocurre que haya podido ser nadie más. Ese grupo sabe dónde están algunos de mis viejos escondites y están furiosos conmigo desde que saboteé un asentamiento minero en los Charitum, porque a raíz de eso lo clausuraron y ellos perdieron su principal fuente de suministros.

—Deberían tratar de mantenerse todos del mismo lado —dijo Art.

—Cierra el pico —le aconsejó Coyote—. Es siempre la misma historia —dijo después con amargura mientras se alejaban—. La resistencia comienza a luchar contra sí misma, porque es lo único que puede vencer. Es imposible crear un movimiento con más de cinco personas sin que haya al menos un idiota.

Continuó en esa misma línea un buen rato. Al fin, Sax dio unos golpecitos en los indicadores y Coyote dijo con rudeza:

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