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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (44 page)

BOOK: Marte Verde
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Más o menos una hora después de que le retirasen el ventilador, recobró la conciencia. Parpadeó y parpadeó. Recorrió la habitación con la mirada, y luego clavó los ojos en Nirgal y aferró su mano con fuerza. Pero no habló, y pronto volvió a dormirse.

Nirgal salió a las calles verdes de la pequeña ciudad, dominada por el cono de Tharsis Tholus, que se alzaba en su majestad roja y negra al norte, como un Fuji achaparrado. Echó a correr con el ritmo regular que le era propio, y recorrió el perímetro de la ciudad varias veces para quemar parte de la energía acumulada. Sax y su gran incógnita...

Se alojaban en las habitaciones sobre el café al otro lado de la calle, y allí encontró a Coyote, cojeando incansablemente de una ventana a otra, musitando y tarareando melodías de calipso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Nirgal. Coyote agitó las manos.

—Ahora que Sax está estabilizado, tenemos que irnos de aquí. Spencer y tú podéis atender a Sax en el rover mientras viajamos hacia el oeste rodeando el Monte Olimpo.

—De acuerdo —dijo Nirgal—. En cuanto nos digan que Sax puede salir.

Coyote lo miró.

—Dicen que tú lo salvaste. Que lo trajiste de vuelta de la muerte. Nirgal negó con la cabeza, asustado sólo de pensarlo.

—Él nunca estuvo muerto.

—Ya lo imaginaba. Pero eso es lo que andan diciendo. —Coyote lo miró con aire pensativo.— Tendrás que ir con cuidado.

Viajaron de noche, bordeando la pendiente norte de Tharsis. Sax iba tendido en un sofá detrás de los conductores. Unas horas después Coyote dijo:

—Quiero atacar uno de los campamentos mineros de Subarashii en Ceraunius. —Miró a Sax.— ¿Te parece bien?

Sax asintió con un movimiento de cabeza. Sus moretones de mapache eran ahora verdes y púrpuras.

—¿Por qué no puedes hablar? —le preguntó Art.

Sax se encogió de hombros y emitió unos graznidos. Continuaron rodando.

Desde la base de la cara norte de la protuberancia de Tharsis se extienden unos cañones paralelos llamados Ceraunius Fossae. Hay unas cuarenta de estas fracturas, dependiendo de cómo se las cuente: algunas son cañones, mientras que otras son sólo crestas aisladas o grietas profundas, o simples ondulaciones en la llanura. Todas con orientación norte-sur, atraviesan una rica provincia metalogénica, una masa basáltica con intrusiones de diferentes metales. Por esa razón había numerosos campamentos mineros y plataformas móviles de perforación en esos cañones, y ahora, al contemplarlos en los mapas, Coyote se frotó las manos.

—Tu captura me ha hecho un hombre libre, Sax. Ahora ya saben que estamos aquí fuera, y por tanto nada nos impide poner alguna de esas explotaciones fuera de combate, y de paso hacernos con un poco de uranio.

Así, una noche se detuvieron en el extremo sur de Tractus Catena, el cañón más largo y más profundo del grupo. La cabecera ofrecía un aspecto curioso: la planicie relativamente regular era interrumpida por una rampa que nacía del suelo, de unos tres kilómetros de ancho y unos trescientos metros de fondo, que corría hacia el norte en una línea recta perfecta y se perdía en el horizonte.

Durmieron toda la mañana y por la tarde aguardaron inquietos en el compartimiento de estar, estudiando fotografías de satélite y atendiendo a las instrucciones de Coyote.

—¿Es posible que algún minero resulte muerto? —preguntó Art, manoseándose la prominente y rasposa mandíbula.

Coyote se encogió de hombros.

—Puede ocurrir.

Sax meneó la cabeza con vehemencia.

—Ten cuidado con la cabeza —le dijo Nirgal.

—Estoy de acuerdo con Sax —dijo Art—. Quiero decir que aun dejando de lado las consideraciones morales, que no lo hago, sigue siendo una estupidez en la práctica, porque das por supuesto que tus enemigos son más débiles que tú y harán lo que tú quieras si matas a unos cuantos. Pero las personas no funcionan así. Caramba, piensa en el resultado. Bajas a ese cañón y matas a un puñado de gente que sólo está haciendo su trabajo, y más tarde llegan otros y encuentran los cadáveres. Te odiarán eternamente. Incluso sí algún día controlases Marte, ellos seguirán odiándote y harán lo que sea para estropear las cosas. Y eso será lo único que habrás conseguido, porque la transnac reemplazará a esos mineros en un abrir y cerrar de ojos.

Art miró a Sax, sentado en el sofá y con la vista clavada en él.

—Por otra parte, pongamos que bajas allí y haces algo que obliga a los mineros a correr al refugio de emergencia, y entonces los encierras y destruyes la maquinaria. Llamarán pidiendo ayuda, esperarán, y en uno o dos días vendrán a rescatarlos. Estarán furiosos, pero también pensarán que podrían estar muertos: esos rojos vinieron, destrozaron el equipo y desaparecieron con la velocidad del rayo, ni siquiera pudimos verlos. Podrían habernos matado, pero no lo hicieron. Y la gente que venga en su ayuda pensará lo mismo. Y luego, cuando tengas el control de Marte, o cuando estés tratando de conseguirlo, ellos recordarán y sufrirán el síndrome de Estocolmo y te apoyarán. O trabajarán contigo.

Sax afirmaba con la cabeza. Spencer miraba a Nirgal. Y después todos lo miraron, todos excepto Coyote, que se examinaba las palmas de las manos como si las estuviese leyendo. Entonces levantó la vista y la clavó en Nirgal.

Para Nirgal la cuestión era sencilla, y miró a Coyote con cierta inquietud.

—Art tiene razón. Hiroko nunca nos perdonaría sí empezásemos a matar gente sin razón.

La cara de Coyote se contrajo, como disgustado por la blandura del grupo.

—Acabamos de matar a un puñado de gente en Kasei Vallis —dijo.

—¡Pero eso era diferente! —protestó Nirgal.

—¿En qué?

Nirgal vaciló, inseguro, y Art intervino:

—Ésos eran un puñado de policías torturadores que retenían a vuestro camarada y le estaban friendo el cerebro. Tuvieron lo que merecían. Pero esos tipos del cañón sólo están sacando rocas.

Sax asintió. Los miraba a todos con intensidad y parecía entenderlo todo y sentirse profundamente implicado. Pero, puesto que seguía mudo, era difícil asegurarlo.

Coyote le echó una mirada penetrante a Art.

—¿Es una mina de Praxis?

—No lo sé. Ni me importa.

—Humm. Bien... —Coyote miró a Sax, luego a Spencer y por último a Nirgal, que sentía las mejillas ardiendo.— De acuerdo. Lo haremos a vuestra manera.

Y así, al final de ese día Nirgal salió del rover en compañía de Coyote y Art. El cielo era oscuro y estrellado, y el cuadrante occidental proyectaba una luz rojiza que lo perfilaba todo con nitidez, pero al mismo tiempo le daba un aire extraño. Coyote abría la marcha, y Art y Nirgal lo seguían de cerca. A través del visor Nirgal advirtió que los ojos de Art parecían querer salirse del cristal.

Un sistema de fallas transversales llamado Tractus Traction interrumpía la planicie de Tractus Catena, y ese enrejado de grietas era intransitable para los vehículos. Los mineros de Tractus accedían al campamento bajando en ascensor desde la pared del cañón. Pero Coyote dijo que era posible cruzar Tractus Traction a pie, siguiendo un sendero de grietas conectadas que él mismo había trazado. Muchas de sus acciones incluían atravesar terreno «infranqueable» como ése, lo que había hecho posible algunas de sus visitas más legendarias y le había permitido recorrer tierras desoladas a las que nadie se había acercado siquiera. Y en compañía de Nirgal había realizado algunas incursiones en apariencia milagrosas simplemente dejando el coche y andando.

Avanzaron por el suelo del cañón con el paso marciano, largo y regular, que Nirgal había perfeccionado y enseñado a Coyote con un éxito parcial. Art no era grácil precisamente: su zancada era demasiado corta y tropezaba a menudo, pero no se quedaba atrás. Nirgal, feliz y relajado, disfrutó de la sensación de ser una piedra que rodaba, del cruce rápido de grandes extensiones de terreno gracias a su fuerza, de la respiración acompasada, del tanque rebotándole en la espalda, del estado semejante al trance, en fin, que había aprendido con los años con la ayuda del issei Nanao. Nanao había estudiado
lung-gom
con un maestro tibetano en la Tierra, y aseguraba que algunos
lung-gom-pas
tenían que cargar pesos para no salir volando. En Marte aquello parecía posible. Sin embargo, tuvo que refrenarse. Ni Coyote ni Art dominaban el
lung-gom
, y no podían mantener ese paso, aunque ambos eran buenos corredores, Coyote para la edad que tenía, Art para llevar tan poco tiempo en Marte. Coyote conocía el terreno y corría con pasos de bailarín, cortos y delicados, eficientes y precisos. Art traqueteaba sobre el paisaje como un robot mal programado, tambaleándose y avanzando a trompicones a la luz de las estrellas, pero sin aflojar el paso. Nirgal corría delante de ellos, como un sabueso. Dos veces cayó Art y desapareció en una nube de polvo, y Nirgal retrocedió para ayudarlo, pero en ambas ocasiones Art se levantó de un salto, y a causa del silencio de radio que guardaban, se limitó a hacer una señal a Nirgal con la mano y a reanudar la carrera.

Después de correr durante media hora por el cañón, tan recto que parecía cortado según un patrón, unas grietas se abrieron en el suelo, y rápidamente se hicieron más profundas, conectándose una con otra, hasta imposibilitar el avance. El suelo del cañón se había transformado en un conjunto de cimas de islas meseta. Las profundas rendijas que separaban esas islas sólo tenían dos o tres metros de ancho en algunos lugares, pero treinta o cuarenta de profundidad.

Caminar por el fondo de esas grietas, más o menos llano, era asunto delicado, pero Coyote los guió a través del laberinto sin titubear en ninguna de las muchas bifurcaciones, siguiendo un itinerario que sólo él conocía, doblando a derecha e izquierda una docena de veces. Uno de los callejones era tan estrecho que avanzaron rozando las dos paredes a un tiempo, y tuvieron que escurrirse de costado para pasar una curva.

Cuando salieron por la cara norte del laberinto, emergiendo de una especie de chimenea en el escarpe agrietado que marcaba el fin de las islas meseta, una pequeña tienda apareció delante de ellos recortándose contra el muro occidental del cañón; tenía el brillo incandescente de una bombilla polvorienta. En el interior había remolques, rovers, perforadoras, excavadoras y demás equipo de minería. Era una mina de uranio llamada Callejón Pechblenda debido a que esa sección del cañón tenía un suelo de pegmatita extremadamente rica en uraninita. La mina era muy productiva, y Coyote había oído que el uranio procesado que se había ido almacenando allí durante los años que mediaron entre ambos ascensores aún no había sido embarcado.

Coyote echó a correr hacia la tienda, y Nirgal y Art lo siguieron. No se veía a nadie dentro y la escasa iluminación procedía de unas pocas luces nocturnas y de las ventanas iluminadas de una gran caravana central.

Coyote se detuvo frente a la puerta de la antecámara más cercana, enchufó su consola de muñeca en la cerradura junto a la puerta y empezó a teclear. La puerta se abrió. No sonó ninguna alarma, ni tampoco salió nadie de la caravana. Entraron en la antecámara, cerraron la puerta, esperaron a que el espacio se presurizara y luego abrieron la puerta interior. Coyote se encaminó a la pequeña planta física del campamento, detrás de la caravana; Nirgal fue hasta los alojamientos y subió de un salto los escalones que llevaban a la puerta. Sostuvo una de las «barras de cierre» de Coyote bajo el picaporte, giró el dial que liberaba el fijador y apretó la barra contra la puerta y la pared de la caravana. La caravana estaba hecha de una aleación de magnesio, y el polímero fijador establecía un enlace cerámico entre la barra de cierre y la caravana, de modo que la puerta quedaría atascada. Rodeó el remolque y repitió la operación en la otra puerta, y luego corrió de vuelta a la antecámara, sintiendo la sangre fluyéndole como si fuese adrenalina pura. La acción se parecía tanto a una travesura que tuvo que obligarse a recordar las cargas explosivas que Coyote y Art estaban colocando en el campamento, los almacenes, la tienda y el aparcamiento de los mastodontes de la mina. Nirgal se reunió con ellos y corrió de vehículo en vehículo, trepando por escalerillas laterales, abriendo puertas manual o electrónicamente y arrojando pequeñas cargas explosivas al interior de las cabinas.

Coyote quería llevarse las toneladas de uranio procesado. Por fortuna eso era imposible. De todos modos, corrieron hasta un almacén, donde cargaron varios de los camiones robóticos de la mina con uranio y los programaron para que viajaran hacia los cañones del norte y enterrasen la carga en regiones donde las concentraciones de apatita serían suficientemente altas para enmascarar la radioactividad del uranio y dificultar su localización. Spencer dudaba de la efectividad de esa estrategia, pero Coyote dijo que era mejor que dejarlo en la mina, y todos estuvieron dispuestos a ayudarlo de buena gana en cualquier plan que no implicara llenar el coche con toneladas de uranio, fuesen o no fuesen contenedores a prueba de radioactividad.

Cuando terminaron, corrieron de vuelta a la antecámara y salieron, y luego corrieron como el viento. A medio camino del escarpe oyeron una serie de explosiones que venían de la tienda, y Nirgal miró por encima del hombro pero no vio nada diferente: la tienda seguía a oscuras y las ventanas del remolque, iluminadas.

Se volvió y siguió corriendo, como si volara, y le sorprendió descubrir que Art corría muy por delante de él, avanzando con zancadas salvajes y poderosas, como un oso-guepardo, hasta que llegaron al escarpe, donde tuvo que esperar a Coyote para que los guiase por el laberinto de grietas. Tan pronto como salieron de él, echó a correr de nuevo, tan deprisa que Nirgal decidió alcanzarlo sólo para averiguar a qué velocidad iba. Apretó el paso y cuando llegó a la altura de Art advirtió que sus zancadas de gacela eran casi el doble de largas que las de Art corriendo al límite de sus fuerzas.

Llegaron al rover mucho antes que Coyote y lo esperaron en la antecámara, recobrando el aliento y sonriéndose a través de los visores. Unos minutos después llegó Coyote, y Spencer puso el coche en marcha, justo después del lapso de tiempo marciano y con seis horas de conducción por delante.

Se rieron de la loca carrera de Art, pero él se limitó a sonreír y dijo:

—No estaba asustado; es esta gravedad marciana. ¡Yo corría como siempre, pero mis piernas saltaban como las de un tigre! Increíble.

Descansaron todo el día, y cuando cayó la noche partieron de nuevo. Dejaron atrás la cabecera de un largo cañón que corría de Ceraunius a Jovis Tholus, un cañón insólito, ni recto ni sinuoso, que llamaban Cañón Torcido. Cuando salió el sol, los encontró ocultos al abrigo de las faldas del Cráter Qr, un poco al norte de Jovis Tholus, un volcán más grande que Tharsis Tholus, mayor en verdad que cualquier volcán terrano, pero situado en el paso alto entre el Monte Ascraeus y el Monte Olimpo. Ambos se recortaban en el horizonte, alzándose como vastas plataformas continentales frente a las que Jovis parecía compacto, acogedor, comprensible: una pequeña colina a la que se podía subir si se quería. Ese día Sax se sentó delante de su pantalla en silencio y tecleó al azar: aparecían textos, mapas, diagramas, dibujos, ecuaciones. Sax los miraba con la cabeza ladeada, sin dar muestras de reconocimiento. Nirgal se sentó junto a él.

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