Marte Verde (54 page)

Read Marte Verde Online

Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
3.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dentro del refugio se quitaron los cascos y dieron cientos de abrazos. Art le palmeó la espalda, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

—¡Estoy tan contento de verlos a los dos!

Atrajo a Jackie hacia sí y le dio un abrazo de oso; luego se apartó y miró la cara llorosa e infantil con admiración, como si en ese momento aceptase que ella también era humana, y no una diosa felina.

Mientras avanzaban tambaleándose por el estrecho túnel que llevaba a las habitaciones del refugio, Nadia les explicó lo sucedido, frunciendo el ceño al recordar.

—Los vimos llegar y escapamos por el túnel de emergencia y volamos las dos cúpulas y todos los túneles. Así que hemos debido de matar a buena parte de los atacantes. No sé cuántos enviaron ni hasta dónde penetraron. Coyote está fuera, siguiéndoles la pista para averiguarlo. En fin, ya ha terminado.

Al final del túnel había un atestado refugio con pequeñas cámaras cuyos techos, paredes y suelos eran paneles aislantes colocados directamente en las cavidades del hielo. Todas las habitaciones partían de una gran sala central que servía como cocina y comedor. Jackie abrazó a todo el mundo excepto a Maya, y acabó por Nirgal. Nirgal advirtió que ambos temblaban, en una suerte de vibración sincrónica. La silenciosa y angustiada marcha parecía haber fortalecido el vínculo entre ellos, incluso más que el amor junto al volcán; aunque Nirgal estaba demasiado cansado para identificar las emociones que lo embargaban. Se separó de Jackie y se sentó, exhausto y al borde de las lágrimas. Hiroko se sentó junto a él y le narró con más detalle lo sucedido. El ataque había empezado con la súbita aparición de varios aviones espaciales, que aterrizaron en la explanada frente al hangar. De manera que en el interior casi no se habían enterado de nada y los que estaban en el hangar reaccionaron con desconcierto: telefonearon para advertir a los demás pero no acertaron a activar los sistemas defensivos de Coyote. Coyote se enfadó mucho, dijo Hiroko, y Nirgal lo creyó.

—Tenían que haber detenido el ataque de los paracaidistas en cuanto aterrizaron —dijo. En vez de eso, la gente del hangar había retrocedido hacia la cúpula. Después de algunas vacilaciones, todos se habían metido en el túnel de emergencia, y cuando pasaron el punto de explosión Hiroko ordenó emplear la defensa suiza y volar la cúpula. Kasei y Harmakhis se encargaron de ello, y así la cúpula había volado, enterrando bajo toneladas de hielo seco a los atacantes que había dentro. Las lecturas de radiación indicaban que el Rickover no se había fundido, aunque había sido aplastado con todo lo demás. Coyote había aparecido por un túnel lateral con Peter, e Hiroko no sabía donde habían ido.

—Pero creo que esos aviones espaciales van a tener problemas —dijo.

Gameto había desaparecido, y la cáscara de Zigoto también. en

edades futuras el casquete polar se sublimaría y dejaría al descubierto los restos aplastados, pensó Nirgal, ausente; pero ahora estaban enterrados, inalcanzables.

Y ellos estaban allí. Habían escapado sólo con algunas IA y con los trajes. Y ahora (presumiblemente) estaban en guerra con la Autoridad Transitoria y una parte de la fuerza que los había asaltado los esperaba fuera.

—¿Quiénes eran? —preguntó Nirgal. Hiroko sacudió la cabeza.

—No lo sabemos. Coyote dice que la Autoridad Transitoria. Pero hay muchas unidades distintas en la seguridad de la UNTA, y tenemos que averiguar sí se trata de la política general de la Autoridad Transitoria o si han sido algunas unidades fuera de control.

—¿Qué haremos? —preguntó Art. Al principio nadie respondió. Finalmente Hiroko dijo:

—Tendremos que pedir refugio. Creo que en Dorsa Brevia tienen espacio para nosotros.

—¿Que hay del congreso? —preguntó Art, recordándolo por la mención de Dorsa Brevia.

—Creo que ahora lo necesitamos más que nunca —dijo Hiroko. Maya fruncía el ceño.

—Podría ser peligroso que nos reuniésemos —señaló—. Ustedes le han hablado de esto a mucha gente.

—Tenemos que hacerlo —dijo Hiroko—. Ésa es la cuestión. —Los miró a todos, y ni siquiera Maya se atrevió a contradecirla—. Ahora tenemos que correr el riesgo.

Séptima Parte
¿Qué vamos a hacer?

Las fachadas de los escasos edificios grandes de Sabishii estaban revestidas de piedra pulida de colores insólitos en Marte: alabastro, jade, malaquita, jaspe amarillo, turquesa, ónice, lapislázuli. Los edificios menores eran de madera. Después de viajar de noche y esconderse de día, los visitantes descubrieron el placer de pasear a la luz del sol entre pequeños edificios de madera, bajo plátanos y arces, por jardines de piedra y anchos bulevares verdes, por las márgenes de unos canales flanqueados de cipreses que de cuando en cuando se ensanchaban en estanques cubiertos de nenúfares sobre los que se tendían los altos arcos de los puentes. Estaban casi en el ecuador, y el invierno no significaba nada; los hibiscos y los rododendros florecían incluso en el afelio, y los pinos y numerosas variedades de bambú se alzaban frondosos en el aire cálido y vibrante.

Los ancianos japoneses recibieron a los visitantes como a viejos y entrañables amigos. Los issei de Sabishii vestían monos de color cobre, iban descalzos y llevaban el pelo recogido en largas colas; muchos llevaban pendientes y collares. Uno de ellos, calvo, con una barba rala y un rostro surcado de profundas arrugas, llevó a los visitantes a un paseo para que estirasen las piernas después de un viaje tan largo. Se llamaba Kenji, y había sido el primer japonés en pisar Marte, aunque ya nadie lo recordaba.

De pie ante el muro de la ciudad, contemplaron unos bloques gigantescos de fantásticas formas, en equilibrio sobre las crestas de las colinas cercanas.

—¿Ha estada alguna vez en Medusae Fossae?

Kenji esbozo una sonrisa y sacudió la cabeza. En las piedras kami de las colinas habían excavado numerosas habitaciones y almacenes, explico; allí y en el laberinto de los montículos del agujero de transición que ya conocían podían albergar a un gran número personas, unas veinte mil, durante un año. Los visitantes asintieron. Todo indicaba que sería necesario.

Kenji los condujo de vuelta a la parte vieja de la ciudad, donde los visitantes tenían las habitaciones en el núcleo original del asentamiento.

Eran más reducidas y austeras que muchos de los apartamentos de estudiantes de la ciudad, y la pátina que las cubría les daba aspecto de nido. Los issei aún dormían en ellas.

Mientras los visitantes las recorrían, no se miraron. El contraste entre su historia y la de los sabishianos era demasiado violento. Miraron los muebles, turbados, distraídos, pensativos. Sólo al cabo de la comida de aquella noche, después de beber mucho sake, uno de ellos dijo al fin:

—Si hubiésemos hecho algo parecido a esto... Nanao empezó a tocar una flauta de bambú.

—Fue más fácil para nosotros —dijo Kenji—. Éramos todos japoneses. Teníamos un modelo.

—Esto no se parece mucho al Japón que yo recuerdo.

—No. Pero éste es el verdadero Japón.

Tomaron las tazas y algunas botellas y subieran unas escaleras que llegaban a un pabellón en lo alto de una torre de madera contigua al recinto donde se alojaban. Desde allí veían los árboles y tejados de la ciudad, y los dentados bloques sobre el negro cielo. Era la última hora del crepúsculo, y excepto una cuña de color invalida en el oeste, el cielo tenía un profundo azul nocturno tachonado de estrellas. Debajo, una hilera de farolillos coleaba de las ramas de una arboleda de arces.

—Nosotros somos los verdaderos japoneses. Lo que se ve en Tokyo hoy en día es transnacional, pero existe otro Japón. No podemos regresar a él, por supuesto. Era una cultura feudal en cualquier caso, y tenía características que no podemos aceptar. Pero lo que nosotros estamos creando aquí tiene sus raíces en esa cultura. Intentamos encontrar un nuevo camino, un camino que redescubra el antiguo, o lo reinvente.

—Un Kasei nipón.

—¡Si, pero no sólo para Marte! También para Japón, como un modelo para ellos, ¿comprenden? Como un ejemplo de lo que pueden llegar a ser. Bebieron vino de arroz bajo las estrellas. Nanao tocaba la flauta, y abajo, en el parque, bajo los farolillos alguien reía. Los visitantes se apoyaban unos en otros, bebiendo y pensando. Hablaron un rato sobre los refugios, sobre lo diferentes que eran y sin embargo lo mucho que tenían en común. Se emborracharon.

—El congreso es una buena idea.

Entre los visitantes hubo diferentes grados de asentimiento.

—Es lo que necesitamos. Caramba, nos hemos estado reuniendo para celebrar la fiesta de John durante muchos años, y ha sido bueno para nosotros. Muy agradable. Muy importante. Necesitábamos celebrarlo, por nuestro propio bien. Pero las cosas están cambiando deprisa. No podemos seguir actuando como una camarilla. Tenemos que tratar con los demás.

Discutieron los detalles: asistentes, medidas de seguridad, problemas.

—¿Quiénes atacaron el... el huevo?

—Un equipo de seguridad de Burroughs. Subarashii y Arsmcor han organizado lo que ellos llaman una unidad de investigación de sabotajes, y cuentan con la bendición de la Autoridad Transitoria. Vendrán al sur de nuevo, no hay duda. Hemos esperado demasiado.

—¿Consiguieron la institución... la información de mi? Un bufido.

—Tienes que resistir la tentación de creerte tan importante.

—De todas maneras, ya no importa. Ha sido la vuelta del ascensor la que ha precipitado los acontecimientos.

—Están construyendo uno para la Tierra también. Asi que...

—Mejor hacemos algo.

Luego, mientras las botellas seguían circulando y vaciándose, dejaron a un lado los temas serios y hablaron del año anterior, de las cosas que habían visto en las tierras marginales, compartieron chismes sobre conocidos comunes y contaron chistes nuevos. Nanao sacó un paquete de globos, los hincharon y los soltaron en la brisa nocturna de la ciudad, y los vieron flotar sobre los árboles y los viejos habitats. Se pasaron una bombona de óxido nitroso, inhalaron y rieron. Las estrellas formaban una densa red en lo alto. Alguien narró historias del espacio, del cinturón de asteroides. Intentaron tallar unos pedazos de madera con las navajas de bolsillo, pero no lo consiguieron.

—Este congreso será lo que nosotros llamamos
nema-washi
. Preparar el terreno.

Dos se pusieron en pie, abrazados, y oscilaron hasta que consiguieron mantener el equilibrio. Entonces levantaron sus tazas para proponer un brindis.

—El año que viene en Olimpo.

—El año que viene en Olimpo —repitieron los otros, y bebieron.

Estaban en L
s
180, año marciano 40, cuando empezaron a llegar a Dorsa Brevia, en pequeños coches y aviones, procedentes de todo el sur. Un grupo de rojos y una caravana de árabes comprobaban las credenciales de los asistentes en los yermos cercanos, y otros rojos y bogdanovistas permanecían en unos búnkers dispuestos alrededor de la dorsa, armados por si surgía algún contratiempo. Los expertos de inteligencia sabishianos, sin embargo, pensaban que no se tenía noticia del congreso en Burroughs, Hellas o Sheffield, y cuando explicaron por qué lo creían así, todos se relajaron; era evidente que habían logrado infiltrarse en las salas de la Autoridad Transitoria, y en verdad en toda la estructura del poder transnacional en Marte. Ésa era otra de las ventajas del demimonde: podían trabajar en ambas direcciones.

Cuando Nadia llegó acompañada de Art y Nirgal, los llevaron a los alojamientos de invitados en Zakros, el segmento más meridional del túnel. Nadia dejó su mochila en una minúscula habitación de madera y salió a pasear por el parque, y luego por los segmentos de la parte norte, encontrando viejos amigos y conociendo a extraños, sintiéndose esperanzada. Era alentador ver a toda esa gente apiñada en los parques y pabellones, en representación de tantos grupos diferentes. Miró a la muchedumbre que atestaba el parque del canal, quizás unas trescientas personas en aquel momento, y rió.

Los suizos de Salientes llegaron el día antes del inicio de la conferencia; se decía que habían estado acampados en el exterior en sus rovers, esperando a que llegara el día señalado. Traían consigo toda una batería de procedimientos y protocolos para la reunión, Art y Nadia escuchaban a una mujer suiza exponer sus planes, Art dio un codazo disimulado a Nadia y susurró:

—Hemos creado un monstruo.

—No, no... —susurró Nadia mientras miraba complacida el parque central, el tercer segmento viniendo desde el sur llamado Lato. La claraboya era una larga hendidura bronceada en el techo oscuro, y la luz de la mañana llenaba la vasta cámara cilíndrica con la lluvia de fotones que ella había anhelado ese invierno: luz parda por todas partes, los bambúes, pinos y cipreses alzándose sobre los techos de tejas y centelleando como agua verde—. Necesitamos una estructura, o esto será una jaula de grillos. Los suizos son forma sin contenido, si entiendes lo que quiero decir.

Art asintió. Era un hombre muy agudo, a veces difícil de entender, porque subía seis o siete escalones de una vez, dando por supuesto que ella lo había seguido.

—Haz que beban kava con los anarquistas y lo resolverás —murmuró Art, y se levantó para dar una vuelta entre la concurrencia.

Y esa noche, cuando cruzaba Gournia en compañía de Maya en dirección a una hilera de cocinas a la orilla del canal, Nadia pasó junto a Art y vio que estaba haciendo precisamente eso, arrastrando a Mijail y unos cuantos bogdanovistas de la línea dura a la mesa de los suizos, donde Jurgen, Max, Sibila y Priska charlaban animadamente con un grupo de pie alrededor de ellos, cambiando de idioma como si fueran programas de traducción, pero siempre con el mismo acento suizo gutural.

—Art es un optimista —le comentó Nadia a Maya cuando los dejaron atrás.

—Art es un idiota —replicó Maya.

Para entonces ya había unos quinientos visitantes en el refugio, que representaban a unos cincuenta grupos. El congreso empezaría la mañana siguiente, y por eso la fiesta era muy animada, desde Zakros a Falasarna, el lapso marciano poblado de gritos alocados y cantos, los alaridos árabes en armonía con los cantos tiroleses, los compases de
Waltzing Manida
dando el conjunto a
La marsellesa
.

Nadia se levanto temprano la mañana siguiente. Encontró a Art en el pabellón del parque de Zakros, redistribuyendo las sillas en una formación semicircular, al estilo bogdanovista clásico. Nadia sintió una punzada de dolor y remordimiento, como si el fantasma de Arkadi hubiese pasado a través de ella: a él le habría gustado esa reunión, era lo que siempre había pedido. Fue a ayudar a Art.

Other books

Life Sentences by William H Gass
Away With the Fairies by Twist, Jenny
Stormspell by Anne Mather
Forgotten by Kailin Gow
Buried Evidence by Nancy Taylor Rosenberg
A Southern Place by Elaine Drennon Little
Las pinturas desaparecidas by Andriesse Gauke
From Gods by Ting, Mary
Bring Him Home by Karina Bliss