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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (74 page)

BOOK: Marte Verde
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Los cambios fisiológicos les habían vedado la Tierra para siempre, tanto a inmigrantes como a nativos, pero sobre todo a los nativos. Ahora todos eran marcianos. Tenían que ser un estado independiente, soberano, o semiautónomo como mínimo. La semiautonomía quizá bastase, dadas las realidades de los dos mundos justificaría que lo llamasen un Marte libre. Pero en el estado actual de las cosas no tenían poder real sobre sus vidas. A cien millones de kilómetros de distancia otros decidían sobre el destino de todos ellos. Estaban despedazando el hogar para arrancarle los metales y llevárselos. Era un despilfarro que beneficiaba a una pequeña élite metanacional que estaba dirigiendo los dos mundos como un feudo de su propiedad. No, tenían que ser libres, eso no significaba desentenderse de la terrible situación de la Tierra, sino ejercer una influencia real sobre lo que estaba ocurriendo allí. De otro modo sólo serían testigos impotentes de la catástrofe. Y luego serían absorbidos por el torbellino. Eso era intolerable. Tenían que actuar.

Los grupos comunales eran muy receptivos a este mensaje igual que los grupos más tradicionales de Marteprimero y los bogdanovistas urbanos, e incluso algunos rojos. Para todos ellos en cada reunión, Maya enfatizaba la importancia de coordinar todas las acciones.

—¡La revolución no es lugar para la anarquía! Si cada uno intenta llenar Hellas por su cuenta, es muy probable que arruine el trabajo de otros, e incluso hasta se podría sobrepasar el nivel menos uno, echando a perder todo aquello por lo que hemos trabajado. Ocurre lo mismo con esto. Es necesario que trabajemos juntos. No lo hicimos en el sesenta y uno, y por eso fue un fiasco. Aquello fue más interferencia que sinergia, ¿comprenden? Una actitud estúpida. Esta vez tenemos que trabajar unidos.

Dígaselo a los rojos, exclamaban los bogdanovistas. Y Maya los empalaba con la mirada y decía:

—Estoy hablando con ustedes ahora. No creo que les gustase oír lo que les digo a ellos. —El comentario los hacía reír y se relajaban al imaginar cómo reñía a otros. Que la considerasen la Viuda Negra, la bruja malvada que podía maldecirlos, la Medca que podía matarlos, no era en absoluto una parte desdeñable de su ascendiente sobre ellos, y por eso de cuando en cuando Maya montaba un numerito truculento y enseñaba los dientes. Les hacía preguntas crudas, y aunque normalmente eran ingenuos sin remedio, algunas veces las respuestas la impresionaban, sobre todo las referidas a Marte. Algunos estaban acumulando cantidades ingentes de información: inventarios de los arsenales metanacionales, instalaciones aeroportuarias, redes de información, listados y programas de localización de satélites y astronaves, bases de datos. Algunas veces, al escucharlos, parecía que todo era factible. Eran jóvenes, claro, e increíblemente ignorantes en muchos aspectos, de modo que era muy fácil sentirse superior a ellos; pero tenían aquella vitalidad animal, aquella salud y energía. Y eran adultos, así que otras veces, al mirarlos Maya comprendía que la tan cacareada experiencia de la edad quizá sólo era cuestión de heridas y cicatrices, que las mentes jóvenes con respecto a las viejas tal vez fueran como los cuerpos jóvenes con respecto a los viejos: más fuertes, más vitales, menos deformadas por los daños.

Así que no perdía esto de vista ni siquiera cuando los sermoneaba con la misma severidad que a los niños de Zigoto, y despues de las clases se esforzaba por mezclarse con ellos y conversar, comer con ellos y escuchar sus historias. Luego de una hora, Spencer anunciaba que tenían que marcharse. Esto implicaba que había venido de otra ciudad. Aunque, así como Maya había visto algunas de aquellas caras en las calles de Odessa, ellos tenían que haberla visto también, y sabían que pasaba mucho tiempo en la ciudad. Pero al salir Spencer y sus amigos la llevaban siguiendo un elaborado itinerario para asegurarse de que no los seguían. Sus acompañantes desaparecían en los callejones escalonados de la parte alta de la ciudad antes de que Spencer y Maya llegaran al cuadrante occidental y al edificio de apartamentos de Praxis. Se escurrían por el portón y la puerta se cerraba con un tintineo metálico, lo cual le recordaba a Maya que el soleado apartamento doble que compartía con Michel era un piso franco.

Una noche, después de una tensa reunión con un grupo de jóvenes areólogos e ingenieros, mientras le explicaba a Michel cómo había ido todo, tecleó en el atril y encontró la fotografía del joven Frank de aquel artículo, e imprimió una copia. El artículo había sacado de un periódico de la época la foto, en blanco y negro y bastante granulosa. La pegó en la pared de la pequeña cocina, encima del fregadero, sintiéndose extraña y desasosegada.

Michel levantó la vista de su IA y miró la fotografía, e hizo un gesto de aprobación.

—Es sorprendente lo mucho que uno puede leer en la cara de las personas.

—Frank no pensaba lo mismo.

—Es que él tenía miedo de esa habilidad.

Maya no contestó. No lo recordaba. Pero recordó la expresión en los rostros de los asistentes a la reunión de esa noche. Era cierto, lo revelaban todo, máscaras cuyas expresiones se correspondían con las frases que sus propietarios habían dicho. Las metanac se han desbocado. Están llevando las cosas al límite. Son egoístas, sólo se interesan en sí mismas. El metanacionalismo es una nueva clase de nacionalismo, pero sin ningún sentimiento de hogar. Es patriotismo monetario, una especie de enfermedad. La gente está sufriendo mucho en la Tierra. Y si las cosas no cambian, sucederá lo mismo en Marte. Nos infectará.

Todo esto expresado con la mirada de la foto, esa mirada sincera y honrada, confiada y segura. Que podía convertirse en cinismo, Frank era la prueba. Era posible doblegar el fervor, o que se perdiera, el cinismo podía ser muy contagioso. Tendrían que actuar antes de que eso sucediera; no demasiado pronto, pero tampoco demasiado tarde. Calcular el momento adecuado sería el problema. Pero si calculaban bien...

Cierto día llegaron noticias de Hellespontus. Habían descubierto un nuevo acuífero, muy profundo comparado con los demás, bastante alejado de la depresión y muy grande. Diana especuló que en las épocas glaciales tempranas había fluido hacia el oeste desde la cordillera Hellespontus, y se había acumulado fuera, bajo la superficie: unos veinte millones de metros cúbicos, más que ningún otro acuífero, lo que elevaba la cantidad de agua localizada del ochenta por ciento al ciento veinte por ciento de la cantidad necesaria para llenar la cuenca hasta el nivel de -1 kilómetro.

Era una noticia sorprendente, y todo el grupo del cuartel general se reunió en el despacho de Maya para discutirla y señalarla en los grandes mapas, los areólogos cartografiando ya el recorrido de las canalizaciones sobre las montañas y debatiendo los méritos relativos de los distintos tipos de tubería. En el mar del Punto Bajo —así llamaban al «estanque» en las oficinas—, que ya mantenía una robusta comunidad biótica basada en la cadena alimentaría del krill antártico, había una zona derretida en expansión en el fondo, calentada por el agujero de transición y el peso de muchas toneladas de hielo. La mayor presión atmosférica y las temperaturas más cálidas significaban que cada vez habría más zonas derretidas en la superficie: los icebergs resbalarían, chocarían entre sí y se quebrarían, dejando más superficie expuesta; el calor aumentaría con la fricción y la luz solar, y se formaría una especie de banquisa de hielo.En ese punto, el agua bombeada —adecuadamente dirigida para reforzar las fuerzas de Coriolis—, daría inicio a una corriente que circularía en sentido contrario a las agujas del reloj.

Hablaron y hablaron y llevaron el juego tan lejos que cuando salieron a celebrarlo con una comida casi fue una conmoción ver la cornisa dominando la llanura pedregosa de la cuenca vacía. Pero ese día el presente no los desanimaría. Todos bebieron mucho vodka en la comida, tanto que se dieron el resto de la tarde libre.

Por eso, cuando Maya regresó al apartamento no estaba en condiciones de afrontar a Kasei, Jackie, Antar, Art, Harmakhis, Rachel,

Emily, Frantz y unos cuantos amigos más, todos apretujados en su sala de estar. Estaban de paso, con rumbo a Sabishii donde pensaban encontrarse con algunos amigos de Dorsa Brevia, y luego irían a Burroughs y pasarían unos meses trabajando allí. Sus felicitaciones por el descubrimiento del nuevo acuífero eran sinceras, todas menos la de Art; en realidad no les interesaba. Esto y el apartamento lleno, no ayudaron a Maya, afectada por el vodka, o que Jackie fuera tan efervescente todo el tiempo, entregada tanto al orgulloso Antar (el invicto caballero de la preislámica, como una vez le había explicado él mismo), como al taciturno Harmakhis; los dos se estiraban bajo sus caricias, sin que pareciera importarles que acariciase también al otro o juguetease con Frantz. Maya los ignoró. Quién sabía de qué perversiones eran capaces los ectógenos, criados como una camada de gatos. Y ahora eran vagabundos, gitanos, radicales, revolucionarios, y quién sabía qué más. Como Nirgal, sólo que él tenía una profesión, y un plan, mientras que esa pandilla... Decidió posponer el juicio. Pero tenía sus dudas.

Habló con Kasei, que por lo general era bastante más serio que los ectógenos más jóvenes: un hombre maduro de cabellos grises, que se parecía a John en los rasgos, pero no en la expresión, mostrando su colmillo de piedra mientras observaba con expresión oscura el comportamiento de su hija. Desgraciadamente, esta vez tenía un montón de planes para librar al mundo del complejo de seguridad de Kasei Vallis. Era evidente que había tomado la reubicación de Koroliov en el valle que llevaba su nombre como una afrenta personal, y los daños que había causado al complejo la incursión para rescatar a Sax no habían bastado para resarcirlo; en verdad, parecían haberle gustado tanto que deseaba más. Un hombre caviloso, Kasei, con temperamento —quizá lo había heredado de John—, aunque en realidad no se parecía ni a John ni a Hiroko, lo que Maya encontraba encantador. Pero su plan de destruir Kasei Vallis era un error. Al parecer Coyote y él habían desarrollado un programa que neutralizaba todos los códigos de cierre del recinto de Kasei Vallis, y ahora planeaban reducir a los centinelas, encerrar a los ocupantes de la ciudad en rovers programados para viajar hasta Sheffield y luego volar todo él complejo.

Tal vez funcionara, pero en cualquier caso era una declaración de guerra, una seria brecha en la estrategia tácita que habían establecido desde que Spencer disuadiera a Sax de seguir derribando objetos del cielo. La estrategia consistía simplemente en desaparecer de la faz de Marte: nada de represalias, ni sabotajes, que las fuerzas de seguridad encontrasen vacíos los refugios... Aun Ann parecía atenerse en cierto modo a ese plan. Maya le recordó todo esto a Kasei al mismo tiempo que encomiaba la idea y lo animaba a ponerla en práctica cuando llegase el momento oportuno.

—Pero tal vez entonces no podamos romper los códigos —se quejó Kasei—. Es una oportunidad que sólo se presenta una vez. Y después de lo que Peter y Sax hicieron con la lupa espacial, y Deimos, no se puede decir que ignoran nuestra presencia. ¡Seguramente creen que somos más de los que somos en realidad!

—Pero no lo saben a ciencia cierta. Y queremos mantener el misterio, esa invisibilidad. Invisible es invencible, como dice Hiroko. Aún así, recuerda cómo reforzaron la vigilancia después de que Sax se desmandara. Y si perdiesen Kasei Vallis, tal vez traerían una fuerza militar aún mayor. Y eso nos pondría las cosas más difíciles.

Kasei sacudió la cabeza con un gesto obstinado. Jackie, desde el otro extremo de la habitación, dijo alegremente:

—No te preocupes, Maya, sabemos lo que hacemos.

—¡Algo de lo que pueden jactarse! Pero ¿alguien más lo sabe? ¿O es que tú eres la princesa de Marte ahora?

—Nadia es la princesa de Marte —dijo Jackie, y fue a la cocina. Maya la miró con el ceño fruncido y advirtió que Art la observaba con curiosidad. El hombre no se inmutó cuando Maya lo miró, y ella fue a la habitación a cambiarse de ropa. Michel estaba allí, improvisando unas camas en el suelo. Sería una noche irritante.

A la mañana siguiente, cuando Maya se levantó temprano y fue al lavabo, con una fuerte resaca, Art ya estaba levantado.

—¿Vienes a desayunar fuera? —le susurró él por encima de los cuerpos de los durmientes.

Maya asintió. Se vistió y salieron. Cruzaron el parque y siguieron la cornisa de vivos colores a la luz horizontal del sol naciente. Sobre el muro blanco manchado por el amanecer alguien había hecho una pintada, con la ayuda de una plantilla, a juzgar por el tamaño y la nitidez, de un rojo chulón:

NUNCA PODRÁN REGRESAR

—¡Por Dios! —exclamó Maya.

—¿Qué?

Ella señaló el graffiti.

—Ah, sí —dijo Art—. Sheffield y Burroughs están cubiertas con esa pintada. Da qué pensar, ¿eh?

—¡Ka uau!

A pesar del frío, se sentaron a una pequeña mesa redonda y comieron pastas y bebieron café turco. El hielo en el horizonte brillaba como el diamante, revelando movimientos bajo la superficie.

—Qué vista tan fantástica —dijo Art.

Maya miró al corpulento terrano con atención, complacida con su respuesta. Él era un optimista, como Michel, pero mas astuto, más natural. Lo que en Michel era política, en Art era temperamento. Ella siempre lo había considerado un espía, desde el momento en que lo rescataron de su demasiado oportuna avería en el yermo: un espía de William Fort, de Praxis, quizás hasta de la Autoridad Transitoria. Pero llevaba con ellos tanto tiempo, y además era amigo íntimo de Nirgal, de Jackie, de Nadia. Y de hecho, ellos trabajaban con Praxis ahora, dependían de los suministros, la protección y la información sobre la Tierra que la empresa les proporcionaba. Así que ya no estaba segura, no sólo de si Art era un espía, sino de lo que, en este caso, era un espía.

—Tienes que impedirles que ataquen Kasei Vallis —dijo Maya.

—No creo que estén esperando mí permiso.

—Ya sabes lo que quiero decir. Puedes disuadirlos.

—Bien —dijo Art—. Supongo que temen no poder volver a descifrar los códigos. Pero Coyote parece estar bastante seguro de haber descubierto el protocolo. Y fue Sax quien le ayudó a encontrarlo.

—Díselo a ellos.

—No servirá de nada. Te escuchan más a ti que a mí.

—Es verdad.

—Podemos celebrar un concurso... ¿A quién hace menos caso Jackie? Maya soltó una carcajada. Cualquiera podría ganar.

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