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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (69 page)

BOOK: Marte Verde
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El disgusto por la extensión sin sentido de la lista casi le hizo cerrar el archivo. ¿No sería que tenía miedo? Abrió una de las muchas biografías, y apareció en pantalla una fotografía de John. Un fantasma de su viejo dolor la atravesó, dejando una desolación estéril. Fue hasta el capítulo final.

Los disturbios de Nicosia fueron una temprana manifestación de las tensiones internas de la sociedad marciana que más tarde provocaron el estallido de 2061. Para entonces, un gran número de técnicos árabes vivían en albergues mínimos, muy cerca de grupos étnicos con los que tenían enemistades históricas, y también cerca del personal administrativo, cuyos privilegios eran obvios. Una mezcla volátil de diferentes grupos se reunió en Nicosia para la fiesta de inauguración, y durante varios días la ciudad estuvo abarrotada.

La violencia nunca ha podido ser explicada satisfactoriamente. La teoría de Jensen, de que el conflicto intra-árabe —estimulado por la liberación libia de Siria— provoco los disturbios de Nicosia, es insuficiente. Allí se produjo también un ataque contra los suizos, así como un alto nivel de violencia sin objeto, imposible de explicar sólo por el conflicto árabe.

La destitución oficial de los responsables de Nicosia esa noche sigue dejando en el misterio el factor desencadenante del conflicto. Numerosos informes sugieren la presencia de un agente provocador nunca identificado.

A medianoche, al empezar el lapso marciano, Saxifrage Russell estaba en un café del centro de la ciudad, Samantha Hoyle recorrió el muro de la ciudad y Frank Chalmers y Maya Toitovna se habían encontrado en el parque occidental donde se habían pronunciado los discursos unas horas antes. Las peleas ya habían empezado en la medina. John Boone bajó por el bulevar central para investigar el alboroto, como hizo Sax Russell desde otra dirección. Diez minutos más tarde, Boone fue atacado por un grupo de entre tres y seis hombres jóvenes, algunas veces identificados como «árabes». Dejaron a Boone inconsciente y se lo llevaron a la rastra a la medina antes de que ninguno de los testigos reaccionase. Una búsqueda improvisada no encontró señales de él. No fue hasta las 12:27 AM que una partida más numerosa lo localizó en la granja de la ciudad. Lo trasladaron al hospital más cercano, en el bulevar de los Cipreses. Russell, Chalmers y Toitovna ayudaron a llevarlo hasta allí...

Un nuevo revuelo en la parte delantera del vagón arrancó a Maya del texto. Tenía la piel fría y pegajosa, y temblaba ligeramente. Algunos recuerdos nunca desaparecen, por mucho que uno los reprima: Maya no pudo dejar de recordar perfectamente los cristales en el suelo, la figura tendida en el césped, la expresión de perplejidad en el rostro de Frank, y una perplejidad distinta en el de John.

Unos oficiales avanzaban lentamente por el pasillo. Comprobaban identificaciones, papeles de viaje; y había otros dos en la parte trasera del vagón.

Maya desconectó el atril. Observó a los tres policías que avanzaban y se le aceleró el pulso. Esto era nuevo; ella no lo había visto nunca, y parecía que el resto de los viajeros tampoco. Se hizo el silencio en el vagón; todos miraban. Cualquiera podía tener una identificación irregular, y eso impregnaba de una cierta solidaridad el silencio; todos los ojos estaban fijos en los policías; nadie miró alrededor para ver si alguien palidecía.

Los tres policías seguían con su tarea, ajenos a esta observación, e incluso a las personas a las que pasaban revista. Bromeaban y hablaban sobre los restaurantes de Odessa, y pasaban deprisa de una fila a la siguiente, haciendo señas para que la persona acercase la muñeca al pequeño lector, y echándole una rápida mirada al resultado, comparando sólo un instante las caras de las personas con las fotografías.

Llegaron a Spencer y el pulso de Maya se aceleró aún más. Spencer (si es que era él) aplicó una mano firme al lector, con la vista clavada en el respaldo del asiento delantero, De pronto algo en su mano le resultó muy familiar: debajo de las venas y las manchas hepáticas estaba Spencer Jackson, sin ninguna duda. Lo reconoció por los huesos. En ese momento estaba respondiendo una pregunta sin levantar la voz. El policía con el lector de voz y retina lo sostuvo frente a la cara de Spencer un momento y todos esperaron. Finalmente una breve línea apareció en la pantalla y siguieron adelante. Faltaban dos para que llegaran a ella. Incluso los exuberantes ejecutivos parecían impresionados, e intercambiaban muecas sardónicas y cejas enarcadas, como si considerasen grotesco que utilizasen esas medidas también en los vagones. A nadie le gustaba aquello, era un error. Maya cobró ánimo al advertirlo y miró por la ventana. Estaban subiendo la vertiente meridional del Sumidero, y el tren se deslizaba por la pendiente suave de la pista que corría sobre las colinas bajas sin aminorar la velocidad, como si se deslizara sobre una alfombra mágica sobre la aún más mágica alfombra del paisaje de
millefleur
.

Se detuvieron junto a ella. El que estaba más cerca llevaba un cinturón sobre el mono color orín, del que colgaban varios instrumentos, incluyendo una pistola aturdidora.

—Identificación de muñeca, por favor.

El hombre llevaba una tarjeta de identificación, con foto y dosímetro, que rezaba «Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas». Un joven inmigrante de rostro enjuto, de unos veinticinco años, aunque era más fácil adivinarlo por la fotografía, pues su cara en aquel momento parecía cansada. El hombre se volvió y dijo a la oficial detrás de él:

—Me gusta la ternera al parmesano que preparan allí.

Le puso el lector contra la muñeca. La oficial la observo con atención. Maya ignoró la mirada y se miró la muñeca, deseando tener un arma. Luego miró el objetivo del lector de voz y retina.

—¿A dónde va? —preguntó el joven.

—Odessa.

Un momento de silencio. Un sonoro
bip
.

—Disfrute de su visita. —Y se marcharon.

Maya trató de controlar la respiración, de aminorarla. Los lectores de muñeca medían el pulso, eran sencillos detectores de mentiras. Al parecer ella se había mantenido por debajo de la línea de las 110. Pero la voz, la retina, eso no se lo habían cambiado nunca. El pasaporte suizo tenía que ser poderoso, puesto que invalidaba los registros anteriores cuando se consultaban, al menos en ese sistema de seguridad. ¿Lo habían hecho los suizos, los sabishianos, Coyote o Sax, o alguna fuerza que ella desconocía? ¿O habían descubierto su verdadera identidad y la dejaban libre para que los guiase hasta otros fugitivos de los Primeros Cien? Parecía tan probable como superar los grandes bancos de datos... más probable incluso.

Pero por el momento la habían dejado tranquila. La policía se había ido.

El dedo de Maya activó el atril, y sin pensarlo recuperó el texto que estaba leyendo. Michel tenía razón; se sentía fuerte, dura, otra vez en su elemento. Teorías para explicar la muerte de John Boone. John había sido asesinado y ahora a ella la policía le comprobaba la identidad mientras viajaba en un tren corriente. Era difícil no sentir que había alguna relación de causa-efecto en ello, sentir que si John estuviese vivo, las cosas no serían así.

El dedo de Maya activó el atril, y sin pensarlo recuperó el texto que

estaba leyendo. Michel tenía razón; se sentía fuerte, dura, otra vez en su elemento. Teorías para explicar la muerte de John Boone. John había sido asesinado y ahora a ella la policía le comprobaba la identidad mientras viajaba en un tren corriente. Era difícil no sentir que había alguna relación de causa-efecto en ello, sentir que si John estuviese vivo, las cosas no serían así.

Maya fue hasta el final.

El-Hayil se encontraba en los últimos estadios de un paroxismo fatal cuando irrumpió en el hotel que ocupaban los egipcios y confesó ser el asesino de Boone, afirmando que él había sido el cabecilla, pero que lo habían ayudado Rashid Abou y Buland Besseisso, del ala Ahad de la Hermandad Musulmana. Los cuerpos de Abou y Besseisso fueron encontrados esa misma tarde en una habitación de la medina, envenenados con coagulantes que ellos mismos se habían administrado. Los asesinos de hecho de Boone estaban muertos. Por qué lo hicieron y con quién actuaron nunca se sabrá. No es la primera vez que se ha dado una situación similar, ni será la última; porque escondemos mucho más de lo que revelamos.

Releyendo las notas a pie de página, Maya se sorprendió por lo tópico de la situación, debatida por eruditos e historiadores y conspiradores de todas las creencias. Con un escalofrío de repulsión apagó el atril y enfrentó la ventana doble. Cerró los ojos, tratando de restaurar al Frank que había conocido, y a Boone. Durante años apenas había pensado en John; el dolor era demasiado intenso. Y, de una manera diferente, tampoco había querido pensar en Frank. Ahora quería recuperarlos. El dolor se había convertido en el fantasma del dolor, y ella necesitaba recuperarlos por su propio bien. Necesitaba saber.

El «mítico» polizón... Rechinó los dientes, rememorando el miedo ingrávido y alucinatorio de la primera vez que lo vio, la distorsionada cara morena de ojos saltones a través del cristal. ¿Sabía algo? ¿Estaba de verdad en Nicosia? Desmond Hawkins, el polizón, el Coyote. Un hombre extraño. Maya nunca había sido capaz de hablar normalmente con él. No sabía si podría ahora que necesitaba hacerlo; seguramente no.

¿Qué ocurre?, le había preguntado a Frank cuando oyeron los disparos.

Un encogimiento de hombros, una mirada oblicua. «Algo hecho con el impulso del momento.» ¿Dónde había oído eso antes? Había apartado los ojos al decirlo, como si no pudiese soportar la mirada de ella. Como si de algún modo hubiese dicho demasiado.

Las cadenas montañosas que rodeaban la Cuenca de Hellas eran más anchas en la medialuna occidental llamada Hellespontus Montes, la cadena marciana que más recordaba a las montañas terranas. Hacia el norte, donde la pista que venía de Sabishii y Burroughs se internaba en la depresión, la cadena era más angosta y baja, no tanto un terreno montañoso como una caída desigual hasta el suelo de la cuenca, la tierra empujada hacia el norte en ondas concéntricas. La pista bajaba por esa colina y con frecuencia tenía que zigzaguear por unas largas rampas talladas a los lados de esas olas de roca. El tren reducía mucho la velocidad en las curvas, y Maya podía contemplar sin prisas el basalto desnudo de la ola que estaban descendiendo, o la gran extensión al noroeste de Hellas, todavía a tres mil metros debajo de ellos: una amplia llanura desnuda, ocre y oliva en primer término, y un sucio blanco centelleando como un espejo roto en el horizonte. Ése era el glaciar sobre el Punto Bajo, aún helado, pero en proceso de fusión, con puntos derretidos en la superficie y bolsas de agua más profundas. Bolsas que hervían de vida y que de cuando en cuando irrumpían en la superficie del hielo, o incluso de la tierra adyacente, ya que ese lóbulo de hielo se extendía con rapidez. Estaban bombeando el agua de los acuíferos bajo las montañas circundantes y llenando la cuenca. La depresión más profunda en la parte noroccidental, donde habían estado Punto Bajo y el agujero de transición, era el centro de este nuevo mar, que tenía más de mil kilómetros de largo, y un ancho máximo, sobre Punto Bajo, de trescientos kilómetros. El punto más bajo de Marte. Una situación muy promisoria, como Maya había mantenido desde el momento en que aterrizaron.

La ciudad de Odessa se había construido en lo alto de la pendiente norte de la cuenca, en la altura -1 kilómetro, donde pensaban estabilizar el nivel final del mar. Por tanto, era una ciudad portuaria que esperaba el agua, y por eso el borde meridional de la ciudad era un largo paseo o cornisa, una amplia explanada herbosa que corría dentro de la tienda, asegurada en el borde de un elevado rompeolas que ahora se alzaba sobre tierra desnuda. La vista del rompeolas mientras el tren se aproximaba hacía que pareciese una ciudad cuya mitad meridional se había desgajado y había desaparecido.

El tren entró en la estación ferroviaria de la ciudad. Maya tomó su bolsa y bajó detrás de Spencer. No se miraron, pero una vez fuera de la estación se unieron a un grupo que se dirigía a la parada de tranvías, y subieron al mismo tranvía azul, que circulaba detrás del parque de la cornisa que bordeaba el rompeolas. Cerca del extremo oeste de la ciudad, los dos bajaron en la misma parada.

Allí dominando un mercado al aire libre, sombreado por unos plátanos, había un complejo de apartamentos de tres pisos dentro de un jardín vallado, con unos cipreses jóvenes bordeando las paredes. Cada piso del edificio retrocedía con respecto al inferior, de modo que los dos niveles superiores tenían balcones, con árboles en macetones y jardineras llenas de flores colgadas de las barandas. Mientras subía la escaleras que llevaban al portal del jardín, Maya pensó que aquella arquitectura recordaba de algún modo las arcadas de Nadia. Pero con las últimas luces de la tarde, con sus paredes blancas y sus postigos azules, el conjunto tenía un aire mediterráneo o del Mar Negro, no distinto del que mostraban las lujosas residencias a orillas del mar de la Odessa de la Tierra. En elportal, Maya se volvió y contempló los plátanos del mercado; el sol se estaba poniendo sobre las Montañas de Hellespontus, al oeste, y sobre el hielo distante los destellos del sol eran tan amarillos como la mantequilla.

Siguió a Spencer por el jardín y el interior del edificio, se inscribió en la conserjería después de él, le dieron la llave y subió al apartamento que le habían asignado. Todo el edificio pertenecía a Praxis, y algunos apartamentos funcionaban como pisos francos, incluyendo el de ella, y sin duda el de Spencer. Tomaron el ascensor juntos y subieron hasta la tercera planta sin hablar. El apartamento de Maya estaba a cuatro puertas del de Spencer. Entró. Dos habitaciones espaciosas, una con una diminuta cocina en un rincón; un baño, un balcón vacío. Desde la ventana de la cocina se veían el balcón y el hielo lejano.

Dejó la bolsa sobre la cama y después bajó al mercado a comprar algo para cenar. Compró a unos vendedores con carritos y sombrillas y se sentó en un banco colocado en el césped que bordeaba la cornisa, y allí comió la souvlakia y bebió de una pequeña botella de retsina, mirando la multitud que paseaba tranquilamente por la cornisa. El borde más cercano del mar de hielo debía de estar a unos cuarenta kilómetros de distancia, y en ese momento, todo menos la parte más oriental estaba bajo la sombra de los Hellespontus, un azul oscuro que en el este se transformaba gradualmente en rosa rojizo.

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