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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (66 page)

BOOK: Marte Verde
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Ésos son los jóvenes alocados de Zigoto, pensó Maya con amargura. Les habían dado una pésima educación, a los ectógenos y a toda la generación sansei, casi en los cuarenta ahora, y ansiosos de pelea. Peter y Kasei y el resto de los nisei rondaban los setenta, y en el curso de una vida ordinaria ya se habrían convertido en los líderes del mundo. Sin embargo, ahí estaban, a la sombra de unos padres que no morían. ¿Como debían sentirse? ¿A qué los moverían esos sentimientos? Tal vez algunos imaginaban que otra revolución les daría la oportunidad que necesitaban. Quizá la única oportunidad. La revolución era el dominio de los jóvenes, después de todo.

Los viejos permanecieron sentados, mirando los patos en silencio. Un grupo sombrío y desalentado.

—¿Qué les ocurrió a los cristianos? —preguntó Maya.

—Algunos fueron a Hiranyagarbha. Los demás se quedaron.

Las fuerzas de la Autoridad Transitoria se apoderaran de las tierras del sur, quizá significaba que la resistencia se había infiltrado en las ciudades, pero ¿con qué propósito? Diseminados no conseguirían conmover el orden de los dos mundos, basado como estaba en la Tierra. De pronto Maya tuvo la sensación de que todo el proyecto de independencia no era mas que un sueño, una fantasía consoladora para los decrépitos sobrevivientes de una causa perdida.

—Ya saben por qué se ha producido esta escalada —dijo, echándole una mirada fulminante a Sax—. Por culpa de esos grandes sabotajes.

Sax no dio muestras de haberla oído.

—Fue una lástima que no consiguiésemos fijar un plan de acción en Dorsa Brevia —se lamentó Vlad.

—Dorsa Brevia —gruñó Maya despectivamente.

—Era una buena idea —dijo Marina.

—Quizá lo era. Pero sin un plan de acción aceptado por todos, la cuestión constitucional sólo fue... —Maya sacudió una mano.— Construir castillos de arena. Un juego.

—La idea era que cada grupo haría lo que considerase más conveniente —dijo Vlad.

—Ésa fue la idea del sesenta y uno —señaló Maya—. Y ahora, si Coyote y los radicales desencadenan una guerra de guerrillas, tendremos un nuevo sesenta y uno.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? —le preguntó Ursula intrigada.

—¡Deberíamos hacernos cargo del asunto! Nosotros elaboramos el plan, nosotros decidimos qué hacer, y lo propagamos por toda la resistencia. Si no asumimos la responsabilidad, lo que ocurra será culpa nuestra.

—Eso es lo que Arkadi trató de hacer —apuntó Vlad.

—¡Al menos Arkadi lo intentó! ¡Deberíamos tener en cuenta los puntos positivos de su trabajo! —Rió brevemente.— Nunca pensé que me oiría decir esto. Pero tenemos que colaborar con los bogdanovistas y con todos aquellos que deseen unirse a la causa. ¡Tenemos que hacernos cargo! Somos los Primeros Cien, los únicos con autoridad para hacerlo. Los sabishianos nos ayudarán, y los bogdanovistas accederán.

—También necesitamos a Praxis. —dijo Vlad—. A Praxis y a los suizos. Tiene que ser un golpe más que una guerra general.

—Praxis quiere ayudar —dijo Marina—, pero ¿qué hay de los radicales?

—Tenemos que coaccionarlos —dijo Maya—. Cortarles los suministros, detener a sus miembros...

—Eso llevaría a una guerra civil —objetó Ursula.

—¡Pues hay que detenerlos de algún modo! Si empiezan un revuelta demasiado pronto y las metanacionales caen sobre nosotros, será nuestro fin. Todos esos ataques desordenados tiene que acabar. No consiguen nada, y hacen que se refuerce la seguridad y que todo sea aún más difícil para nosotros. Cosas como sacar a Deimos de su órbita sólo consiguen hacerlos más conscientes de nuestra presencia.

Sin dejar de mirar los patos, Sax habló con su extraña cadencia musical:

—Hay ciento catorce naves de tránsito Tierra-Marte. Cuarenta y siete objetos en óbito marciano... en órbita marciana. El nuevo Clarke es una estación espacial perfectamente defendida. Deimos llevaba camino de convertirse en lo mismo. Una base militar. Una plataforma de ataque.

—Era un luna vacía —dijo Maya—. En cuanto a los vehículos en órbita, tendremos que ocuparnos de ellos a su debido tiempo.

De nuevo Sax no pareció notar que ella había hablado. Seguía mirando los malditos patos, parpadeando, mirando de cuando en cuando a Marina.

—Tiene que ser una decapitación —dijo Marina—, como Nadia, Nirgal y Art dijeron en Dorsa Brevia.

—Habrá que ver si encontramos el cuello —señaló Vlad secamente. Cada vez más furiosa con Sax, Maya dijo:

—Cada uno de nosotros tiene que hacerse cargo de una de las ciudades importantes y organizar a la población en una resistencia unificada. Quiero regresar a Hellas.

—Nadia y Art están en Fosa Sur —dijo Marina—. Pero necesitaremos a todos los Primeros Cien para que esto funcione.

—Los primeros treinta y nueve —precisó Sax.

—Necesitamos a Hiroko —dijo Vlad—, y que Hiroko le meta un poco de sentido común a Coyote.

—No hay nadie que pueda hacer eso —dijo Marina—. Pero es verdad que necesitamos a Hiroko. Iré a Dorsa Brevia y hablare con ella, y trataremos de controlar el sur.

—¿Sax? —dijo Vlad.

Sax salió bruscamente de su ensimismamiento y miro a Vlad parpadeando. Tampoco ahora dedicó una mirada a Maya, a pesar de que estaban discutiendo un plan propuesto por ella.

—Gestión integral de plagas. —dijo—. Siembras plantas resistentes entre las malas hierbas. Y entonces las plantas resistentes acaban con las malas hierbas. Tomare Borroughs.

Furiosa por el desprecio de Sax, Maya se puso de pie y rodeó el pequeño estanque. Se detuvo en la orilla opuesta y aferró la barandilla junto al estanque con ambas manos. Miró con resentimiento al grupo al otro lado del agua, sentados en los bancos como pensionistas, charlando sobre la comida y el tiempo y los patos y la última partida de ajedrez.

¡Maldito Sax, maldito! ¿Es que iba a reprocharle lo ocurrido con Phyllis,

esa mujer despreciable, por toda la eternidad?

De pronto escuchó sus voces, lejanas pero claras. Detrás del sendero había una pared curva de cerámica que rodeaba casi por completo el estanque y actuaba como una especie de galería de ecos; Maya oía las palabras una fracción de segundo después de que fuesen articuladas por los menudos movimientos de sus bocas.

—Fue una tragedia que Arkadi no sobreviviese —dijo Vlad—. Los bogdanovistas hubiesen cedido más fácilmente.

—Sí —dijo Ursula—. Él y John. Y Frank.

—Frank —dijo Marina con desdén—. Si no hubiese asesinado a John, nada de esto habría sucedido.

Maya parpadeó. La barandilla le permitió mantenerse derecha.


¿Qué...?
—gritó sin detenerse a pensar.

Al otro lado del estanque, las pequeñas figuras se sobresaltaron y la miraron. Ella se separó de la barandilla, primero una mano, luego la otra, y rodeó el estanque casi corriendo, tropezando en dos ocasiones.

—¿Qué quieres decir? —le gritó a Marina mientras se acercaba a ellos, las palabras saliendo de su boca con vehemencia.

Vlad y Ursula la detuvieron a unos pasos de los bancos. Marina permaneció sentada, y miró a otro lado con resentimiento. Vlad había extendido los brazos para sujetar a Maya, y ésta los dio un manotazo y se plantó delante de Marina.

—¿Qué pretendes con esas sucias mentiras? —gritó; la voz le dolía en la garganta—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Fueron árabes quienes mataron a John, todo el mundo lo sabe!

Marina hizo una mueca y sacudió la cabeza, mirando al suelo.

—¿Bien? —gritó Maya.

—Era una manera de hablar. —dijo Vlad detrás de ella—. Frank hizo mucho para minar la autoridad de John durante esos años, y sabes que es verdad. Algunos dicen que fue el quien incitó a la comunidad musulmana contra John, eso es todo.

—¡Bah! —dijo Maya—. ¡Todos hemos discutido entre nosotros, no significa nada!

Entonces noto que Sax la miraba directamente, ahora que estaba furiosa, mirándola con una extraña expresión, fría e imposible de analizar, ¿de acusación, de venganza, de que? Maya se dio la vuelta, y huyó.

Se encontró delante de la puerta de su habitación sin que recordase haber cruzado Sabishii, y se arrojó al interior como si se arrojase a los brazos de su madre. Pero una vez dentro de la austera y hermosa habitación de madera se detuvo en seco a unos pasos de la cama, perturbada por el recuerdo de otra habitación que había dejado de ser el útero materno para atraparla, en otro momento de sorpresa y miedo... ninguna respuesta, ninguna distracción, ninguna escapatoria... Vio su rostro encima del pequeño lavamanos como si fuese un retrato enmarcado: macilenta, vieja, los bordes de los ojos enrojecidos, como los ojos de un lagarto. Una imagen nauseabunda. Eso era: la vez que ella había visto al polizón en el
Ares
, la cara vista a través de una tinaja de algas. Coyote: una conmoción por algo que había resultado ser realidad, no alucinación.

Y lo mismo podía ocurrir también con esas noticias sobre John y Frank.

Intentó recordar. Intentó con todas sus fuerzas evocar a Frank Chalmers, recordarlo de veras. Había hablado con él esa noche en Nicosia, en un encuentro en el que destacaron la torpeza y la tensión. Frank como siempre en el papel del agraviado y rechazado. Estaban juntos cuando dejaron a John inconsciente y lo arrastraron a la granja para que muriese. Frank no podía haber...

Sin embargo, estaban los sicarios. Siempre se podía pagar a alguien para que actuase por uno. No era que a los árabes les interesase el dinero. Pero el honor, el orgullo... pagados con honor, o con algún
quid pro quo
político, la clase de moneda que Frank acuñaba con tanta maestría...

Pero recordaba tan poco de esos años, tan pocos detalles. Cuando se concentraba y se forzaba a recordar, era aterrador lo poco que conseguía. Fragmentos, momentos, trozos de toda una civilización pasada. Una vez se había enfadado tanto que había destrozado una taza de café sobre la mesa, el asa rota había quedado como restos de comida sobre la mesa.

¿Pero dónde había ocurrido, y cuando, y con quién? ¡No lo sabía!

—¡Aah! —gritó involuntariamente, y el ojeroso rostro antediluviano del espejo de pronto la sorprendió con su patético sufrimiento de reptil. Era tan fea. Y una vez ella había sido hermosa y, orgullosa de serlo, lo había utilizado como un escalpelo. Ahora el cabello, antes de un blanco inmaculado, tenía un gris mortecino; había cambiado después del último tratamiento. Y empezaba a ralear, ¡oh, Dios!, en algunos sitios. Repugnante. Había sido bella, hacía mucho tiempo. Ese rostro regio de halcón... y ahora... Como si la baronesa Blixen, también ella de una belleza poco común en su juventud, se hubiese convertido en la sifilítica bruja Isak Dinesen y hubiese sobrevivido durante siglos, como un vampiro o un zombi: el cadáver estragado de un lagarto vivo, ciento treinta años, cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...

Se plantó delante del lavamanos y con un movimiento brusco hizo girar el espejo sobre sus goznes, dejando al descubierto un atestado botiquín. Las tijeras de manicura estaban en el estante superior. En algún lugar de Marte fabricaban tijeras de manicura, de magnesio, naturalmente. Tiró de un mechón de pelo hasta que le dolió y cortó a ras del cuero cabelludo con las tijeras. Las cuchillas no estaban afiladas, pero si tiraba con fuerza servían. Tenía que ir con cuidado para no cortarse, un pequeño vestigio de su vanidad no lo consentiría. Por eso fue una tarea larga, esmerada y dolorosa. Pero en cierto modo la consolaba estar tan concentrada en aquello, ser tan metódica, tan destructiva.

El corte inicial había sido un trasquilón y tuvo que perder mucho tiempo recortando para igualar. Una hora. Pero no conseguía cortar el pelo a la misma medida, y al fin sacó la navaja del armario y acabó por afeitarse la cabeza. Se secó los cortes, que sangraban profusamente, con papel higiénico, ignorando las viejas cicatrices que habían quedado al descubierto y los feos bultos en su cráneo desnudo.

Cuando termino, observo su aspecto en el espejo; andrógino, marchito, demente. El águila se convirtió en buitre; cabeza rapada, cuello curvo, ojos redondos, pequeños y brillantes, nariz ganchuda y una pequeña boca descendente sin labios. Miró largamente ese rostro espantoso, y hubo momentos en los que no pudo recordar nada sobre Maya Toitovna. Estaba atrapada en el presente, extraña a todo.

Un golpe en la puerta la sobresaltó y la liberó del hechizo. Vaciló, de pronto avergonzada, casi asustada. Una parte de ella graznó:

—Adelante.

La puerta se abrió. Era Michel. La vio y se detuvo en el umbral.

—¿Y bien? —inquirió ella, mirándolo y sintiéndose desnuda. Michel tragó con dificultad y ladeó la cabeza.

—Hermosa como siempre —dijo, con una sonrisa torcida. Ella tuvo que reírse. Después se sentó en la cama y sollozó.

—A veces —dijo luego, secándose los ojos—, desearía dejar de ser Maya Toitovna. Estoy tan cansada de mí y de mis acciones. Michel se sentó junto a ella.

—Estamos encerrados en nosotros mismos hasta el final. Es el precio que pagamos por pensar. ¿Pero qué preferirías ser, un convicto o un idiota?

Maya sacudió la cabeza.

—Estaba en el parque con Vlad, Ursula, Marina y Sax, que por cierto me odia, y los miraba... Tenemos que hacer algo; pero al mirarlos y al recordar, al intentar recordar, de pronto pensé que éramos personas muy dañadas.

—Han ocurrido muchas cosas —dijo Michel, y le acarició la mano.

—¿Tienes problemas para recordar? —preguntó Maya temblando, y aferró la mano de Michel como si fuese un salvavidas—. A veces tengo tanto miedo de olvidarlo todo. —Rió entre sollozos.— Supongo que eso significa que preferiría ser convicto antes que idiota. Si olvidas, te liberas del pasado, pero entonces nada tiene sentido. Así que no hay escapatoria —empezó a llorar otra vez—, recuerdes u olvides, duele lo mismo.

—Los problemas de memoria son bastante comunes a nuestra edad —dijo Michel gentilmente—. Sobre todo los sucesos a distancia media, por decirlo así. Hay ejercicios que ayudan.

—No es un músculo.

—Lo sé. Pero la capacidad de recordar parece reforzarse con el uso. Y el acto de recordar refuerza los recuerdos. Si te paras a pensarlo, tiene sentido. Sinapsis físicamente reforzadas o reemplazadas, ese tipo de cosas.

—Pero ¿y si no puedes enfrentarte a los recuerdos?... Oh, Michel — Maya aspiro temblorosa una gran bocanada de aire.— Ellos dicen... Marina dijo que Frank había matado a John. Se lo dijo a los otros cuando creyó que yo no los oía, ¡y lo dijo como si fuese algo que todos sabían! —Le aferró el hombro y lo apretó como si fuese a arrancarle la verdad con las uñas.— ¡Dime la verdad, Michel! ¿Es cierto? ¿Es eso lo que todos creen que ocurrió?

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