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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (67 page)

BOOK: Marte Verde
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Michel negó con la cabeza.

—Nadie sabe lo que ocurrió.

—¡Yo estaba allí! ¡Estaba en Nicosia esa noche, y ellos no! ¡Yo estaba con Frank cuando ocurrió! ¡Él no sabía nada, lo juro!

Michel miró de reojo, indeciso, y ella exclamó:

—¡No pongas esa cara!

—No, Maya, no. Es que estoy tratando de recordar todos los rumores que he oído. Han circulado muchos sobre lo que ocurrió esa noche. Es cierto, algunos dicen que Frank estuvo involucrado o relacionado con los saudíes que mataron a John. Dicen que se encontró con el que murió al día siguiente y otras cosas.

Maya rompió a sollozar con fuerza. Se dobló sobre el estómago y apoyó la cara en el hombro de Michel, las costillas sacudiéndose espasmódicamente.

—No puedo soportarlo. Si no sé lo que ocurrió, ¿cómo puedo recordarlo? ¿Cómo puedo pensar en ellos?

Michel la abrazó, tratando de tranquilizarla. Le masajeó los músculos de la espalda una y otra vez.

—Ah, Maya.

Después de un largo rato, ella se levantó y se lavó la cara con agua fría, evitando mirar el espejo. Regresó a la cama y se sentó, la imagen misma del desaliento, rezumando oscuridad.

Michel le tomó la mano otra vez.

—Me pregunto si no te ayudaría saber. O al menos saber tanto como puedas. Investigar, ya sabes. Leer sobre Frank y John. Hay libros sobre ellos. Y preguntar a otros que estaban en Nicosia, sobre todo a los árabes que vieron a Selim el-Hayil antes de que muriese. Te daría una especie de control, pienso. No sería recordar exactamente, pero tampoco seria olvidar. Ésas son las dos únicas alternativas, por extraño que parezca. Tenemos que asumir nuestro pasado, ¿comprendes? Tenemos que hacerlo parte de lo que somos ahora, mediante un acto de imaginación. Es una labor creativa, activa. No es un proceso simple. Pero te conozco, siempre te sientes mejor cuando estás activa, cuando tienes un poco de control sobre las cosas.

—No sé si podré —dijo ella—. No puedo soportar no saber, pero tengo miedo de saber. No quiero saber. Sobre todo si es cierto.

—Inténtalo y a ver como te sientes —sugirió Michel—. Puesto que ambas alternativas son dolorosas, quizá prefieras la acción.

—Bien. —Sorbió con la nariz y su mirada atravesó la habitación. Desde el fondo del espejo una resuelta asesina la observaba.— Dios mío, soy tan fea —dijo, y la sensación de náusea fue tan intensa que temió vomitar.

Michel se puso de pie y fue hasta el espejo.

—Existe un síndrome llamado desorden dismórfico del cuerpo —dijo—

. Está relacionado con los trastornos obsesivo-compulsivos, y con la depresión. Hace tiempo que vengo advirtiendo en ti síntomas de ese trastorno.

—Es mi cumpleaños.

—Ah. Bien, es un problema tratable.

—¿Los cumpleaños?

—El desorden dismórfico del cuerpo.

—No pienso tomar drogas.

Michel cubrió el espejo con una toalla y se volvió y la miró.

—¿Qué quieres decir? Puede ser sencillamente una falta de serotonina. Una insuficiencia química. No hay nada de qué avergonzarse. Todos tomamos drogas. La clomipramina es muy útil para este problema.

—Lo pensaré.

—Y nada de espejos.

—¡No soy una niña! —refunfuñó Maya—. ¡Sé qué aspecto tengo! —Se levantó de un salto y arrancó la toalla del espejo. Un buitre, un reptil insano, un pterodáctilo, feroz... en cierto modo era impresionante.

Michel se encogió de hombros. Tenía una pequeña sonrisa en la cara, y ella tuvo deseos de borrársela de un puñetazo o de un beso. A él le gustaban los lagartos.

Sacudió la cabeza.

—En fin. Elige la acción, dices. —Meditó—. Ciertamente prefiero la acción en la situación en la que nos encontramos. —Compartió con él las noticias del sur, y lo que les había propuesto a los otros—. Me ponen tan furiosa. Están esperando que vuelva a producirse el desastre. Todos menos Sax, y es un cañón descontrolado con todos esos sabotajes, sin consultar a nadie más que a esos idiotas... ¡Tenemos que hacer algo
coordinarlo
!

—Bien —dijo él enfáticamente—. Estoy de acuerdo. Lo necesitamos. Ella lo miró.

—¿Vendrás a Hellas conmigo?

Y él sonrió, una sonrisa espontánea de placer. ¡Estaba encantado de que ella se lo pidiera! Esa sonrisa le traspasó el corazón.

—Sí —contestó él—. Tengo algunos asuntos pendientes, pero puedo resolverlos deprisa. Sólo necesito unas pocas semanas.

Y volvió a sonreír. Michel la amaba, era evidente; no sólo como terapeuta, sino como hombre. Pero con un cierto aislamiento, propio de él, del terapeuta. De modo que ella pudiera respirar. Ser amada y poder respirar. Seguir teniendo un amigo.

—Así que todavía puedes soportar estar conmigo, aun con esta apariencia.

—Oh, Maya. —Michel rió.— Sí, sigues siendo hermosa, si quieres saberlo. Y desde luego quieres saberlo, gracias a Dios. —La abrazo, y luego la alejó un poco y la estudió.— Es algo austero, pero está bien.

Ella lo empujó.

—Y nadie me reconocerá.

—Nadie que no te conozca. —Se puso de pie.— Vamos, ¿tienes hambre?

—Sí. Deja que me cambie de ropa.

Michel se sentó en la cama y la miró mientras ella se cambiaba,

empapándose de ella. El cuerpo de Maya era sorprendente, indudablemente femenino incluso a esa ridícula edad póstuma. Ella podía acercarse y aplastarle un pecho en la cara y él mamaría como un chiquillo. En vez de eso, Maya se vistió, sintiendo que su estado de ánimo rozaba el fondo e iniciaba la ascensión; el mejor momento de la curva sinusoidal, como el solsticio de invierno para los hombres del paleolítico, el momento de alivio en que sabes que el sol volverá, algún día.

—Esto es bueno —dijo Michel—. Necesitamos que lleves la delantera de nuevo, Maya. Tienes la autoridad para hacerlo, la autoridad natural. Y es bueno que repartas el trabajo y te concentres en Hellas. Un buen plan. Pero, ya sabes, se necesitará algo más que la ira.

Maya se pasó un jersey por la cabeza (sentía una sensación rara, con la cabeza desnuda), y luego lo miró, sorprendida. Él levantó un dedo amonestador.

—Tu ira será útil, pero no puede serlo todo. Frank no era más que ira, ¿recuerdas? Y ya ves a dónde lo llevó. Tienes que luchar no solo contra lo que odias, sino también por aquello que amas, ¿comprendes? Por eso tienes que averiguar qué es lo que amas. Tienes que recordarlo, o crearlo.

—Si, si —dijo Maya, de pronto irritada—. Te quiero a ti, pero cállate —alzó la barbilla con gesto imperioso.— Vayamos a comer.

El tren que salía de Sabishii y circulaba por la pista Burroughs-Hellas no era muy largo: una pequeña locomotora y tres vagones de pasajeros, todos medio vacíos. Maya recorrió todo el tren y se sentó en un asiento al fondo del último vagón. La gente la miró, pero sólo brevemente. A nadie parecía chocarle su falta de pelo. Al fin y al cabo, había muchas mujeres buitre en Marte, algunas en ese mismo vagón. Vestían también monos de trabajo de color cobalto, orín o verde claro, viejas devastadas por los rayos ultravioleta. Un cliché: los viejos veteranos de Marte, que estaban allí desde el principio, que lo habían visto todo, siempre dispuestos a aburrirte hasta las lágrimas con cuentos de tormentas de polvo y puertas de antecámara atascadas.

Bien, mejor así. No habría sido conveniente que la gente anduviera dándose codazos y exclamando: «¡Ésa es Toitovna!». Sin embargo, al sentarse no pudo evitar sentirse fea y olvidada. Una estupidez, porque en verdad necesitaba que la olvidasen. Y la fealdad que le disgustaba contribuía a que así fuera: el mundo quiere olvidar la fealdad.

Se hundió en el asiento y miró alrededor. Al parecer un contingente de turistas japoneses terranos había visitado Sabishii. Estaban sentados delante, charlando y mirando a todas partes con sus videogafas, grabando cada minuto de la película de sus vidas que nadie vería jamás.

El tren se puso en marcha suavemente. Sabishii aún era una pequeña ciudad tienda en las colinas, pero la tierra ondulada que se extendía entre ella y la pista principal estaba tachonada de pináculos labrados y pequeños refugios. Las pendientes que subían al norte estaban cubiertas por la nieve de las primeras tormentas del otoño, y el sol rebotaba con relámpagos enceguecedores en los espejos de hielo cuando los viajeros pasaban junto los estanques congelados. Los oscuros arbustos achaparrados descendían de los ancestros de Hokkaido y le daban al paisaje un aspecto verdinegro. Eran jardines bonsai, islas en un áspero mar de roca quebrada.

Naturalmente, a los turistas japoneses el paisaje les pareció mejor. Aunque probablemente eran de Burroughs, nuevos emigrantes que habían ido a visitar el primer asentamiento japonés en Marte, como si hiciesen un viaje de Tokio a Kyoto. O quizás eran nativos y nunca habían visto el Japón. Lo sabría en cuanto los viese andar.

La pista corría al norte del Cráter Jarry-Desloges, que desde el exterior parecía una gran mesa redonda. Las pendientes eran un amplio abanico de escombros cubiertos de nieve, salpicados de árboles y de abigarrados tapices de líquenes, flores alpinas y brezo, cada especie con su particular sello de color, y todo el campo sembrado de bloques erráticos que habían vuelto a caer del cielo cuando el cráter se formó. Un campo de piedra roja inundado desde abajo por una marea irisada.

Maya contempló la colina de colores intensos, casi aturdida. Nieve, liquen, brezo, pino: sabía que el mundo había cambiado mientras ella vivía oculta bajo el casquete polar. Sabía que ese mundo había sido diferente: Maya había vivido en un mundo rocoso y había experimentado los intensos acontecimientos de aquellos años, su corazón aplastado bajo su impacto hasta convertirse en estisovita. Pero le costaba tanto conectar con todo aquello. Los pocos recuerdos que tenía no despertaban en ella ninguna sensación. Se recostó en el asiento y cerró los ojos, y trató de relajarse, de dejar que lo que tuviese que venir a ella viniese.

No era un recuerdo específico sobre un suceso concreto, sino más bien una suerte de composición: Frank Chalmers denunciando o burlándose o tronando furiosamente. Michel tenía razón, Frank había sido un hombre airado. Pero no había sido solo eso. Ella más que nadie lo sabía: lo había visto en paz, o al menos feliz. O algo parecido. Temeroso de ella, solícito con ella, enamorado de ella. Maya había visto todo eso. Y también gritándole furiosamente por alguna pequeña traición, o por nada. Ciertamente había visto todo eso. Porque él la había amado.

Pero, ¿cómo había sido Frank en realidad? O mejor, ¿por qué fue de esa manera? ¿Había algo que explicase por qué eran así? Sabía tan poco de la vida de Frank antes de que se conocieran: una vida entera en Estados Unidos, una existencia que ella no había visto. El hombre corpulento y oscuro que había conocido en la Antártida... incluso esa persona se había perdido para ella, sepultada por todo lo que había ocurrido en el Ares y Marte. Pero antes de eso, nada, o casi nada. Había sido responsable de la NASA, había lanzado el programa de Marte, seguramente con el mismo estilo corrosivo que había exhibido en sus últimos años. Había estado casado poco tiempo, o eso le pareció recordar.

¿Como habría sido aquel matrimonio? Pobre mujer, Maya sonrió. Pero entonces oyó de nuevo la vocecita de Marina diciendo: «Si Frank no hubiese matado a John», y se estremeció. Miró el atril que tenía en el regazo. Los pasajeros japoneses cantaban, una canción de taberna por lo visto, porque se estaban pasando una botella. Jarry-Desloges había quedado atrás, y ahora se deslizaban por el borde septentrional del Sumidero lapygia, una depresión oval que podrían ver durante un buen trecho, saturada de cráteres, y en el interior de cada anillo una ecología ligeramente distinta. Era como mirar desde el aire una floristería bombardeada: las cestas desparramadas por todas partes, y rotas en su mayoría, aquí un tapiz amarillo, allá un palimpsesto rosa, o alfombras persas blanquecinas, azuladas o verdes...

Activó el atril y tecleó
Chalmers
.

La bibliografía era inmensa: artículos, entrevistas, libros, videos, una biblioteca de comentarios, diplomáticos, históricos, biográficos, psicológicos, psicobiográficos. Historias, comedias y tragedias, todos los géneros, incluyendo una ópera. Una infame coloratura terrana para sus pensamientos.

Apagó el atril, horrorizada. Respiró hondo durante unos minutos, lo activó de nuevo y pidió el archivo. No soportaría ver ninguna imagen; estudió la lista de artículos de revistas populares, escogió uno al azar y empezó a leer.

Nació en Savannah, Georgia, en 1976, y creció en Jacksonville, Florida. Sus padres se divorciaron cuando él tenia siete años, y se quedó con su padre. Vivían en unos apartamentos cerca de Jacksonville Beach, una zona de edificios de estuco barato construidos en la década de 1940, detrás de un viejo paseo marítimo lleno de puestos de gambas y hamburguesas. Pasó algunas temporadas con unos tíos que vivían cerca del centro de la ciudad, dominado por los grandes rascacielos levantados por las compañías de seguros. La madre se trasladó a Iowa cuando él tenía ocho años. Su padre se unió a Alcohólicos Anónimos tres veces. Frank fue delegado de curso en la escuela secundaria, y capitán de los equipos de fútbol y de béisbol, en los que jugaba como centrocampista y de catcher. Lidero el proyecto para eliminar los jacintos que asediaban St. John River. «¡El artículo sobre él en el anuario del ultimo curso es tan extenso que uno sospecha que tiene que estar equivocado.» Fue admitido en Harvard y le concedieron una beca, después de lo cual lo transfirieron al MIT, donde se licenció en ingeniería y astronomía. Durante cuatro años vivió solo en una habitación encima de un garaje en Cambridge, y de ese período apenas se sabe nada; muy pocos parecían haberle conocido.

«Pasó por Boston como un fantasma.»

Después de salir de la universidad, aceptó un trabajo en el Cuerpo de Servicio Nacional en Fort Walton Beach, Florida, y fue entonces cuando saltó a la escena nacional. Dirigió uno de los mejores programas de trabajo social asociados con el CSN, la construcción de viviendas para los inmigrantes caribeños que desembarcaban en Pensacola. Allí lo conocían miles de personas, al menos en su faceta laboral. «Todo el mundo coincide en que era un líder carismático, un trabajador incansable en favor de la integración de los inmigrantes en la sociedad norteamericana.» Fue en esos años cuando contrajo matrimonio con Priscilla Jones, la hermosa hija de una influyente familia de Pensacola. La gente habló de su carrera política. «¡Estaba en la cima del mundo!»

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