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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (63 page)

BOOK: Marte Verde
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Sax explicó lo que quería hacer después de eso. Peter rió.

—¿Crees que Vishniac podrá hacerlo?

—Oh, desde luego.

—Hay algunas dificultades de diseño.

—Lo sé, lo sé. Pero ellos las resolverán. Vaya, uno no tiene que ser un experto en cohetes para ser un experto en cohetes.

—Eso es muy cierto.

Peter canturreó para pasar las horas. Sax lo acompañaba siempre que conocía las letras, como en
Dieciséis toneladas
, una canción satisfactoria. Peter le contó cómo había escapado del ascensor que caía. Lo que se sentía flotando en un traje EVA, solo durante dos días.

—De alguna manera le tomé el gusto después de aquello. Ya sé que suena extraño.

—Lo comprendo.

—Las formas allí afuera eran tan grandes y puras. El color de las cosas. ¿Qué se siente al tener que aprender a hablar otra vez?

—Tengo que concentrarme para hacerlo. Tengo que pensar mucho. Las cosas me sorprenden constantemente. Cosas que sabia pero había olvidado. Cosas que nunca supe. Las que aprendí justo antes de la lesión. Ese período por lo general permanece oculto. Pero fue muy importante. Cuando estuve trabajando en el glaciar. Tengo que hablar con tu madre de eso. No es como ella piensa. Ya sabes, la tierra. Las nuevas plantas ahí afuera. El sol como una mariposa amarilla. No tiene por qué ser...

—Deberías hablar con ella.

—Me detesta.

—Habla con ella cuando regresemos.

El altímetro indicaba 250 kilómetros sobre la superficie. El avión enfilo hacia Casiopea. Cada estrella tenía un color definido, distinto de cualquier otro. Debajo, sobre el borde oriental del disco oscuro, apareció el terminador, de un negro rayado de ocres arenosos y sombras. La delgada medialuna de Marte iluminada por el sol hizo que de pronto Sax percibiese el disco como una gran esfera. Una bola girando a través de la galaxia de estrellas. El inmenso continente-montaña de Elysium se elevaba en el horizonte, perfectamente delimitado por las sombras horizontales. Veían el largo desfiladero, Hecates Tholus semioculta detrás del cono del Monte Elysium y Albor Tholus a un lado.

—Ahí la tenemos —dijo Peter, y la señaló. Sobre ellos, al este el borde oriental de la lupa espacial parecía de plata en la luz de la mañana; el resto se sumergía en la sombra del planeta.

—¿Estamos ya suficientemente cerca? —preguntó Sax.

—Casi.

Sax volvió a mirar la medialuna cada vez más gruesa de la mañana. Sobre las oscuras y agrestes tierras altas de Hesperia, una nube de humo se hinchaba desde la superficie oscura más allá del terminador y se expandía en la luz. Incluso a esa altura estaban dentro de la nube, en la parte que ya no era visible. La lupa estaba suspendida sobre esa corriente térmica invisible, empleando su ascensión y la presión de la luz solar para mantenerse en posición sobre la zona quemada.

Ahora toda la lupa estaba iluminada por el sol: parecía un inmenso paracaídas de plata con nada bajo él. En el brillo argénteo había notas violeta, del color del cielo. La copa era una sección de esfera, de mil kilómetros de diámetro, el centro unos cincuenta kilómetros por encima del borde. Girando como un Frisbee. Había un agujero en el pico, por el que entraba la luz del sol. En el resto de la lupa, las bandas circulares de espejo que formaban la copa reflejaban la luz procedente del sol y la soletta, hacia adentro y abajo, concentrándola en un punto que se desplazaba sobre la superficie de Marte, de tal modo que encendía el basalto. Los espejos de la lupa alcanzaban casi los 900°K, y la roca licuada, abajo, los 5000. Y liberaba los productos volátiles.

Mientras estudiaba el gran objeto que volaba por encima de ellos, en la mente de Sax apareció la imagen de una lupa sostenida sobre hierbas secas y la rama de un álamo temblón. Humo, llama, fuego. Los rayos del sol concentrados. Un asalto de fotones.

—¿No estamos ya suficientemente cerca? Parece que la tenemos justo encima.

—No, estamos a bastante distancia del borde. No conviene meterse debajo de esa cosa, aunque supongo que no podría freírnos. Por otra parte, se desplaza sobre la zona quemada a casi mil kilómetros por hora.

—Como los aviones de reacción cuando yo era joven.

—¡Ajá! —Unas luces verdes parpadearon en uno de los paneles.

—Bien allá vamos.

Tiró de la palanca de dirección y el avión se irguió y subió directamente hacia la lupa, que estaba cien kilómetros por encima de ellos y bastante más al oeste. Peter apretó un botón. El avión se viro cuando una batería de misiles apareció debajo de las cortas alas. Los misiles se encendieron como bengalas de magnesio, salieron disparados hacia arriba, hacia la lente. Agujas de fuego amarillo con rumbo a ese enorme ovni de plata que rápidamente se perdieron de vista. Sax esperó, la boca apretada, e intentó detener sus parpadeos.

El borde frontal de la lente empezó a deshacerse. Era un ingenio frágil, nada más que un gran cáliz giratorio de bandas de paneles solares, y se deshizo con sorprendente rapidez: el borde frontal giró y luego empezó a caer, arrastrando unas largas serpentinas. Un millón y medio de toneladas de paneles solares, desagregándose mientras ondeaban en su trayectoria descendente, que parecía lenta dadas las dimensiones de la lupa, aunque probablemente la enorme masa de material se desplazaba muy por encima de la velocidad límite de impacto. Una buena porción de ella se consumiría antes de alcanzar la superficie. Lluvia de sílice.

Peter viró al este y la siguió en su descenso, manteniéndose a una distancia prudencial. Y así pudieron seguir viéndola debajo de ellos en el cielo violeta de la mañana, mientras la masa principal de la lente se calentaba hasta incendiarse, como un gran cometa amarillo con una enredada cabellera de plata, precipitándose hacia el planeta rojizo. Toda ella cayó.

—Buen disparo —dijo Sax.

En el Cráter Wallace los recibieron como a héroes. Peter rechazó todos los elogios.

—Fue idea de Sax, el vuelo en sí no tuvo nada de particular, un vuelo de reconocimiento excepto por el disparo. No sé porque no se nos había ocurrido antes.

—Acaban de colocar otra en posición. —dijo Ann, un poco apartada del grupo, mirando a Sax con una curiosa expresión.

—Pero son muy vulnerables —dijo Peter.

—Misiles aire-espacio —dijo Sax, nervioso—. ¿Pueden inventar...
inventariar
todos los objetos en órbita?

—Ya lo hemos hecho —dijo Peter—. Hay algunos que no hemos conseguido identificar, pero la mayoría son muy evidentes.

—Me gustaría ver la lista.

—Me gustaría hablar contigo —le dijo Ann taciturna.

Y los demás abandonaron rápidamente la habitación, moviendo las cejas y mirándose unos a otros como un puñado de Art Randolphs.

Sax se sentó en una silla de bambú. Era una habitación pequeña y sin ventanas. Podía haber sido una de las cámaras abovedadas de la Colina Subterránea, como en el pasado. La forma era la misma, y las texturas. El ladrillo era un material muy estable. Ann arrastró una silla y se sentó frente a él, inclinándose hacia adelante para mirarle a la cara. Parecía envejecida. La alabada líder de los rojos, feroz, obsesionada. Sax sonrió.

—¿No es tiempo de que te hagas el tratamiento gerontológico? —dijo la boca de él, sorprendiéndolos a los dos.

Ann ignoró la pregunta, como si fuese una impertinencia.

—¿Por qué querías derribar la lupa? —dijo ella, taladrándolo con la mirada.

—No me gustaba.

—Eso ya lo sé. ¿Pero por que?

—No era necesaria. Las cosas ya se están calentando bastante deprisa. No hay razón para correr más. Ni siquiera necesitamos mucho más calor. Y estaba liberando enormes cantidades de dióxido de carbono. Costará mucho eliminarlo. Y estaba tan bien anclado... Es difícil sacar el dióxido de carbono de los carbonatos. Mientras uno no funda la roca, permanece allí. —Hizo un ademán de disgusto.— Era una estupidez. Sólo lo hacían porque podían. Canales. No creo en los canales.

—O sea que ése no te parecía el tipo de terraformación apropiado.

—Exactamente. —Sostuvo la mirada de ella con calma.— Creo en la terraformación definida en Dorsa Brevia. Tú firmaste también. Si no recuerdo mal.

Ella negó con la cabeza.

—¿No? Pero los rojos firmaron. Ella asintió.

—Bien... Lo comprendo. Ya te he dicho esto mismo antes. Viable para los humanos hasta cierta altura. Por encima de esta, aire tenue y frío. Despacio. Ecopoyesis. No me gusta ninguno de los nuevos grandes métodos de la industria pesada. Quizás un poco de nitrógeno de Titán. Pero nada más.

—¿Qué me dices de los océanos?

—No lo sé. ¿No podríamos ver qué pasa sin bombear?

—¿Y la soletta?

—No sé. La insolación adicional implica necesitar menos derivados de los gases industriales. O de otros métodos. Pero podríamos haberlo conseguido sin ella. Creí que los espejos del amanecer eran suficientes.

—Pero ya no está en tus manos.

—No.

Permanecieron en silencio un rato. Ann parecía pensativa. Sax observó su rostro devastado, preguntándose cuándo habría recibido el último tratamiento. Ursula recomendaba repetirlo cada cuarenta años, como mínimo.

—Estaba equivocado —dijo la boca de Sax. Ella lo miró y él trató de seguir el pensamiento. Todo consistía en formas, geometrías, elegancia matemática. Caos recombinante en cascada. La belleza es la creación de un extraño amante—. Deberíamos haber esperado antes de empezar. Unas cuantas décadas de estudio del estado primitivo. Nos habría sugerido el proceder a seguir. No creí que las cosas cambiarían tan deprisa. Mi idea original era algo más en la línea de la ecopoyesis.

Ella apretó los labios.

—Pero ahora es demasiado tarde.

—Sí, lo siento. —Volvió una palma hacia arriba y la inspeccionó. Las líneas eran las mismas de siempre.— Deberías hacerte el tratamiento.

—No pienso repetirlo nunca más.

—Oh, Ann, no digas eso. ¿Lo sabe Peter? Te necesitamos... Te necesitamos.

Ella se levantó y salió de la habitación.

El siguiente proyecto de Sax era más complejo. Aunque Peter confiaba en el éxito, la gente de Vishniac vacilaba. Sax explicó el plan lo mejor que pudo y Peter ayudó. Las objeciones se centraron en los detalles prácticos. ¿Demasiado grande? ¿Alistar más bogdanovistas? ¿No se puede ocultar? Interrumpan la red de vigilancia. La ciencia es creación, les dijo. Esto no es ciencia, replicó Peter. Es ingeniería. Mijail pensaba lo mismo, pero le gustaba esa parte. Ecotaje, una rama de la ingeniería ecológica. Pero complicada de organizar. Alisten a los suizos, dijo Sax. O al menos comuníquenles el plan. A ellos no les gusta la vigilancia. Comuníquenselo a Praxis.

El proyecto empezó a tomar forma. Pero pasó mucho tiempo antes de que Peter y Sax volaran otra vez en el avión espacial. Esta vez subieron muy por encima de la estratosfera. Veinte mil kilómetros por encima de ella, hasta que se aproximaron a Deimos.

La gravedad de la pequeña luna era tan ligera que fue más un acoplamiento que un aterrizaje. Jackie Boone, que había participado en el proyecto, principalmente para estar cerca de Peter (la jugada fue muy evidente), pilotaba el avión. Durante la aproximación, Sax disfrutó de una vista magnífica desde la carlinga. La negra superficie de Deimos parecía cubierta de una gruesa capa de regolito polvoriento: los cráteres estaban casi sepultados, eran apenas unos hoyuelos circulares en el manto de polvo. La pequeña luna oblonga no era regular, sino que estaba compuesta de varias facetas redondeadas, casi un elipsoide triaxial. Un viejo desembarcador robot descansaba en el centro del Cráter Voltaire; los patines de aterrizaje estaban enterrados, las patas articuladas y las cajas cobrizas empañadas por un fino polvo oscuro.

Habían elegido como lugar de aterrizaje una de las crestas que separaban las facetas; allí una roca desnuda de color más claro sobresalía del manto de polvo. Las crestas eran antiguas cicatrices de espalación que marcaban los puntos donde unos impactos tempranos habían arrancado pedazos de la minúscula luna. Jackie hizo descender la nave suavemente hasta la cresta, al oeste de los cráteres Swift y Voltaire. La órbita de Deimos estaba determinada por las mareas, como la de Fobos, lo que favorecía el proyecto. El punto submarciano servía como punto 0°, tanto de latitud como de longitud, un plan muy sensato. La cresta de aterrizaje estaba cerca del ecuador, en la longitud 90°. Aproximadamente a un paseo de diez kilómetros del punto submarciano.

Cuando se aproximaron a la cresta, el borde de Voltaire desapareció bajo el negro horizonte curvo. Cuando el cohete se posó los gases del escape levantaron una nube de polvo. Sólo había unos pocos centímetros de polvo cubriendo la roca. Condrito carbonoso, de cinco mil millones de años de antigüedad. Se posaron con un golpe seco, rebotaron y luego volvieron a posarse lentamente. Sax sentía la atracción hacia el suelo del avión, pero era muy ligera. Probablemente él no pesaba más de un par de kilos.

Otros aviones se posaron en la cresta a ambos lados, proyectando nubes de polvo al vacío al descender lentamente. Todos los aviones rebotaron al primer impacto, y luego se posaron con suavidad entre el polvo. Al cabo de media hora había ocho aviones en fila sobre la cresta, recortándose sobre los reducidos horizontes. Ofrecían un extraño espectáculo: los elementos intermetálicos de las superficies redondeadas resplandecían como quitina bajo la claridad quirúrgica de la luz solar desnuda, y la claridad del vacío iluminaba los bordes con nitidez. Una imagen onírica.

Cada avión transportaba un componente del sistema. Perforadoras, cavadoras de túneles y trituradoras robóticas. Galerías de canalización del agua, preparadas para derretir las venas de hielo de Deimos. Una planta procesadora para separar el agua pesada, más o menos una parte por cada 6.000 de agua corriente. Otra planta para procesar deuterio a partir del agua pesada. Un pequeño tokamak, que se alimentaría de la fusión del deuterio-deuterio. Por último, cohetes guía, aunque la mayoría de ellos venía en los aviones que habían aterrizado en la otra cara de la luna.

Los técnicos bogdanovistas que habían venido con el equipo se ocuparon de la mayor parte de la instalación. Sax se metió en uno de los abultados trajes presurizados y bajó a la superficie, con la idea de ver si el avión que transportaba el cohete guía para la región Swift-Voltaire había aterrizado.

Las grandes botas térmicas llevaban lastre, y se alegró de que así fuese; la velocidad de escape no era mayor de veinticinco kilómetros por hora, lo que significaba que si uno echaba a correr podía dar un salto y salir de la luna. Le costaba mucho mantener el equilibrio. Millones de diminutos movimientos lo llevaban a uno con ellos. Cada paso levantaba una densa nube de polvo negro, que se posaba lentamente sobre la superficie. Había rocas diseminadas sobre el polvo, por lo general en los pequeños agujeros que habían abierto al caer. Deyecciones que sin duda habían orbitado alrededor de la pequeña luna muchas veces después de salir despedidas, antes de volver a caer en ella. Recogió una roca que parecía una pelota de béisbol negra. La lanzó a la velocidad adecuada, se volvió, esperó a que diese una vuelta a la luna y la detuvo a la altura del pecho. Eliminado a la primera. Un nuevo deporte.

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