Read Más muerto que nunca Online
Authors: Charlaine Harris
—Es el funeral de un hombre lobo —dijo, dándole importancia.
—Y ¿en qué sentido es distinto a un funeral normal?
—Es el funeral de un jefe de manada, y eso lo hace más... formal.
Es verdad, ya me lo había dicho el día anterior.
—Y ¿cómo hacéis para que la gente normal y corriente no se dé cuenta?
—Ya lo verás.
Todo aquello me tenía un poco recelosa.
—¿Estás seguro de que yo debo ir?
—El te convirtió en amiga de la manada.
Recordé que, aunque en su momento no me di cuenta, aquello era un título: «Amiga de la manada».
Tuve la incómoda sensación de que aún me quedaban muchos detalles por conocer sobre el funeral del coronel Flood. Normalmente, al leer la mente de los demás, solía disponer de más información sobre los temas de la que en realidad me interesaba; pero en Bon Temps no había hombres lobo, y los demás cambiantes no estaban organizados como los lobos. Y aunque me costaba leerle la mente a Alcide, sabía que estaba preocupado por lo que pudiera suceder en la iglesia, y sabía también que le preocupaba un hombre lobo en concreto llamado Patrick.
El funeral se celebraba en la iglesia episcopal de Grace, un barrio antiguo y adinerado de Shreveport. El edificio de la iglesia era muy tradicional, construido con piedra gris y coronado con un chapitel. En Bon Temps no había iglesia episcopal, pero sabía que sus servicios eran muy similares a los de la iglesia católica. Alcide me había comentado que su padre también asistiría al funeral y que, de hecho, era suyo el coche que habíamos utilizado.
—Mi padre pensó que mi camioneta no era lo bastante digna para la ocasión —dijo Alcide. Sabía que el padre de Alcide dominaba gran parte de sus pensamientos.
—Y ¿cómo va a venir tu padre? —le pregunté.
—Tiene otro coche —añadió Alcide distraídamente, como si apenas hubiera escuchado lo que acababa de decirle. Me quedé un poco sorprendida con la idea de que una sola persona tuviera dos coches: donde yo vivía, lo normal era tener un coche familiar y una camioneta, o una camioneta y un todoterreno, pero no dos vehículos del mismo tipo. De todas formas, mis sorpresas de la jornada no habían hecho más que empezar. Cuando llegamos a la 1-20 y emprendimos camino hacia el oeste, el estado de humor de Alcide se había apoderado del interior del coche. No estaba muy segura de qué le pasaba, pero era evidente que requería silencio.
—Sookie —dijo de pronto Alcide, apretando con tanta fuerza el volante que incluso tenía los nudillos blancos.
—¿Sí? —Que la conversación tenía mala pinta no habría sido más evidente de haber estado escrito en un cartel luminoso colocado sobre la frente de Alcide. Seguía siendo «Don Conflictos Internos».
—Tengo que hablar contigo de un tema.
—¿De qué? ¿Crees que la muerte del coronel Flood tiene algo de sospechoso? —¡Sabía que debería habérmelo preguntado! Pero los demás cambiantes habían sido atacados con arma de fuego. Un accidente de coche era algo tan distinto...
—No —respondió Alcide, sorprendido—. Por lo que sé, el accidente no fue más que eso: un simple accidente. El otro coche se pasó un semáforo en rojo.
Me acomodé en el asiento de cuero.
—Y entonces ¿qué?
—¿Hay alguna cosa que quieras contarme?
Me quedé helada.
—¿Contarte? ¿Sobre qué?
—Sobre aquella noche. Sobre la noche de la Guerra de Brujos.
Por una vez me sirvieron mis muchos años de controlar mi expresión.
—No tengo nada que contarte —dije tranquila.
Alcide no preguntó nada más. Aparcó el coche, abrió su puerta y rodeó el vehículo para abrir la mía, un detalle que no era necesario pero que resultó agradable. Decidí que no necesitaba llevarme el bolso, de modo que lo escondí debajo del asiento y Alcide cerró el coche. Empezamos a caminar hacia la iglesia. Me cogió de la mano, una acción que me pilló por sorpresa. Tal vez fuera una amiga de la manada, pero supuestamente debía ser más amiga de algunos miembros de la manada que de otros.
—Allí está mi padre —dijo Alcide cuando nos acercamos a un grupo de asistentes. El padre de Alcide era algo más bajo que su hijo, pero era un hombre fornido como él. Jackson Herveaux tenía el cabello gris acerado en lugar de negro y una nariz más pronunciada. Tenía la misma piel morena olivácea que Alcide. En aquel momento, Jackson se veía mucho más oscuro porque estaba al lado de una mujer de piel clara y delicada con resplandeciente cabello blanco.
—Padre —dijo formalmente—, te presento a Sookie Stackhouse.
—Encantado de conocerte, Sookie —dijo Jackson Herveaux—. Te presento a Christine Larrabee. —Christine, que debía de estar entre los cincuenta y siete y los sesenta y siete, parecía un cuadro al pastel. Sus ojos eran de un azul clarísimo, su piel suave tenía el tono de una magnolia con un débil matiz rosa, llevaba el cabello blanco impecablemente peinado.
Vestía un traje de chaqueta de color azul celeste, que yo personalmente no me habría puesto hasta que el invierno estuviese completamente terminado, pero que a ella le sentaba de maravilla.
—Encantada de conocerles —dije, preguntándome si debía hacer una pequeña genuflexión. Le había estrechado la mano al padre de Alcide, pero Christine no había extendido la suya. Me saludó con un movimiento de cabeza y una dulce sonrisa. Probablemente no querría arañarme con su anillo de diamantes, decidí después de echar un vistazo a sus dedos. Naturalmente, la sortija hacía juego con los pendientes. Aquella gente me superaba con mucho, sin duda. «Me da lo mismo», pensé. Al parecer era mi día ideal para quitarme de encima cosas desagradables.
—Una ocasión muy triste —dijo Christine.
Si le apetecía un poco de cháchara de cortesía, me apuntaba al tema.
—Sí, el coronel Flood era un hombre maravilloso —dije.
—Oh, ¿le conocías, querida?
—Sí—respondí. De hecho, incluso le había visto desnudo, aunque es evidente que en circunstancias nada eróticas.
Mi lacónica respuesta no le dio muchas alternativas. Vi en sus ojos claros que yo le hacía gracia. Alcide y su padre estaban intercambiando comentarios en voz baja, comentarios que evidentemente yo tenía que ignorar.
—Me parece que hoy, tú y yo no somos más que simples elementos decorativos —dijo Christine.
—Entonces, ya sabe usted más que yo.
—Eso espero. ¿No tienes dos naturalezas?
—No. —Christine sí las tenía, por supuesto. Era una mujer lobo de pura sangre, como hombres lobo eran Jackson y Alcide. No lograba imaginarme aquella mujer tan elegante transformándose en loba, sobre todo con la reputación salvaje y vulgar que los lobos tenían dentro de la comunidad de los cambiantes, pero las impresiones que recibía de su mente eran inconfundibles.
—El funeral del jefe de la manada marca el inicio de la campaña para sustituirle —dijo Christine. Teniendo en cuenta que aquélla era la información más sólida que recibía en dos horas, me sentí de inmediato bien dispuesta hacia aquella mujer—. Teniendo en cuenta que Alcide te ha elegido como acompañante para un día como éste, tienes que ser algo extraordinario —continuó Christine.
—No sé si soy «extra» ordinaria. En el sentido literal, me imagino que lo soy. Tengo «extras» que no son ordinarios.
—¿Bruja? —conjeturó Christine—. ¿Hada? ¿Medio duende?
Caramba. Negué con la cabeza.
—Ninguna de esas cosas. ¿Qué tiene que suceder ahora?
—Como verás, hay más bancos reservados de lo habitual. La manada se sentará en la parte delantera de la iglesia, los emparejados con sus parejas, y sus hijos. Los candidatos a jefe de la manada vendrán al final.
—¿Cómo son elegidos?
—Se anuncian ellos mismos —dijo Christine—. Pero serán puestos a prueba y los miembros votarán después.
—Si no es una pregunta demasiado personal, ¿por qué el padre de Alcide la ha elegido como su acompañante?
—Soy la viuda del jefe de la manada anterior al coronel Flood —respondió sin alterarse Christine Larrabee—. Eso me da cierta influencia.
Asentí.
—Y ¿el jefe de la manada ha de ser siempre un hombre?
—No. Pero teniendo en cuenta que la fuerza forma parte de la prueba, siempre suelen ganar los varones.
—¿Cuántos candidatos hay?
—Dos. Jackson, naturalmente, y Patrick Furnan. —Inclinó su aristocrática cabeza ligeramente hacia la derecha, y observé con atención a una pareja que hasta entonces me había pasado desapercibida.
Patrick Furnan tendría unos cuarenta y cinco años, una edad entre la de Alcide y la de su padre. Era un hombre robusto, de pelo castaño claro y barba recortada. Llevaba un traje marrón y parecía tener problemas para abrocharse la chaqueta. Su acompañante era una mujer muy guapa que creía en el poder del lápiz de labios y las joyas. También tenía el pelo castaño y corto, aunque con reflejos rubios y un peinado sofisticado. Llevaba unos tacones de al menos diez centímetros. Observé aquellos zapatos con temor reverencial. Yo me partiría el cuello si intentara andar con ellos. Pero aquella mujer mantenía su sonrisa y ofrecía una palabra amable a quienquiera que la abordaba. Patrick Furnan era más frío. Calibraba a todo el mundo con sus ojos entrecerrados y evaluaba a todos los hombres lobo allí congregados.
—Esa mujer que se parece a Tammy Faye, ¿es su esposa? —le pregunté a Christine con discreción.
Ella emitió un sonido que habría clasificado de risa disimulada de no provenir de alguien con un porte tan aristocrático.
—Es verdad que lleva demasiado maquillaje —dijo Christine—. Se llama Libby. Sí, es su esposa, una mujer lobo de pura sangre, y tienen dos hijos. Forma parte de la manada.
Sólo el mayor de sus hijos se convertiría en hombre lobo al alcanzar la pubertad.
—Y ¿a qué se dedica?—pregunté.
—Es propietario de un concesionario de Harley-David- son —dijo Christine.
—Es natural. —A los hombres lobo les encantaban las motos.
Christine sonrió, una sonrisa que probablemente era para ella lo más cercano a la risa.
—¿Quién lleva ventaja? —Me había visto empujada a participar en una partida y tenía que conocer las reglas. Más tarde ya me las apañaría con Alcide; pero en aquel momento se trataba de superar el funeral, pues a eso había ido.
—Es difícil de decir —murmuró Christine—. Si me hubiesen dado a elegir, no habría venido con ninguno de los dos, pero Jackson recurrió a nuestra vieja amistad y tuve que venir con él.
—Eso no está bien.
—No, pero es práctico —dijo ella—. Jackson necesita todo el apoyo que pueda obtener. ¿Te pidió Alcide que apoyases a su padre?
—No. Ignoraba por completo la situación hasta que usted ha tenido la amabilidad de informarme. —Moví la cabeza indicándole que le estaba agradecida por ello.
—Ya que no eres una mujer lobo... Discúlpame, cariño, pero simplemente estoy tratando de comprender todo esto... ¿Qué puedes hacer por Alcide, me pregunto? ¿Por qué te ha metido en esto?
—Más le vale explicármelo pronto —contesté, y si mi voz sonó fría y amenazadora, me dio lo mismo.
—Su última novia desapareció —dijo Christine, pensativa—. Siempre estaban rompiendo y reconciliándose, según me ha contado Jackson. Si sus enemigos tuvieron algo que ver con el asunto, deberías andarte con cuidado.
—No creo que corra peligro —dije.
—¿Perdón?
Pero ya había hablado demasiado.
—Hummm —dijo Christine, después de examinarme con atención—. Bueno, ella era demasiado diva para no ser ni siquiera una mujer lobo. —La voz de Christine expresó el desdén que los lobos sienten hacia los demás cambiantes. («¿Por qué molestarse en una transformación si no puedes transformarte en lobo?», le oí decir una vez a un hombre lobo).
Me llamó la atención el brillo de una cabeza afeitada, y me situé un poco más a la izquierda para ver mejor. Era un hombre al que no había visto nunca. A buen seguro me habría acordado de él: muy alto, más alto que Alcide o incluso que Eric, me daba la impresión. Su cabeza y sus brazos lucían un espléndido bronceado. Lo sabía porque iba vestido con una camiseta sin mangas de seda negra, pantalones negros y relucientes zapatos de vestir. Era un día fresquillo de finales de enero, pero eso parecía traerle sin cuidado. Entre él y la gente que le rodeaba había un espacio muy definido.
Lo miré, preguntándome sobre su persona, y él se volvió hacia mí, como si hubiera captado mi mirada. Tenía una nariz orgullosa y su cara era tan suave como su cabeza afeitada. Desde la distancia a la que estaba, me pareció ver que tenía los ojos negros.
—¿Quién es? —le pregunté a Christine con un hilo de voz. Se había levantado el viento y agitaba las hojas de los arbustos de acebo plantados junto a la iglesia.
Christine le lanzó una mirada al hombre, y debió de entender mi pregunta, pero no me respondió.
La escalera y el interior de la iglesia empezaban a llenarse de gente normal y corriente que se mezclaba con los licántropos. Aparecieron en las puertas dos hombres vestidos de negro. Se quedaron allí, cruzando las manos delante de su cuerpo, y el de la derecha saludó con un movimiento de cabeza a Jackson Herveaux y Patrick Fuman.
Los dos hombres, junto con sus acompañantes femeninas, se quedaron el uno frente al otro al pie de las escaleras. Los hombres lobo desfilaron entre los dos para entrar en la iglesia. Algunos saludaban con la cabeza a uno, otros al otro, y algunos incluso a los dos. Gente que quería quedar bien con todo el mundo. Aunque su número se había visto reducido después de la reciente guerra con los brujos, conté veinticinco lobos adultos de pura sangre en Shreveport, una manada muy grande para una ciudad tan pequeña. Me imaginé que su tamaño era atribuible a la presencia de la base aérea en la ciudad.
Todos los que pasaron entre los dos candidatos eran hombres lobo. Vi solamente a dos niños. Naturalmente, habría padres que habían decidido dejar a sus hijos en el colegio antes que llevarlos al funeral. Pero estaba segura de que estaba siendo testigo de lo que Alcide me había contado: los hombres lobo sufrían infertilidad y un elevado porcentaje de mortalidad infantil.
La hermana menor de Alcide, Janice, se había casado con un humano. De hecho, ella nunca llegaría a transformarse, pues no era la primera hija del matrimonio. Alcide me había contado que los genes recesivos de lobo de su hijo se revelarían en forma de una mayor fortaleza y una mayor capacidad de curación. Muchos atletas profesionales venían de parejas cuyo componente genético contenía cierto porcentaje de sangre de hombre lobo.