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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (28 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Sin embargo, el viaje a Australia me dio una perspectiva muy distinta porque me contagié de la despreocupación del ambiente con gran alivio de mi parte. Kim nació en Australia pero había estado fuera por más de seis años, de modo que nos dedicamos a recorrer el país e hicimos más de 7.000 km en unas semanas. Nos divertimos mucho; mientras, los mensajes ofensivos iban y venían por el correo electrónico y se cernía sobre nosotros el fantasma de que se nos adelantaran en la publicación. Sin embargo, conseguí descansar en un país que me encantó. Fue una terapia ideal.

Como en el modelo cosmológico que propuso el célebre físico Milne, en Australia hay más espacio que sustancia, y en eso, precisamente, reside su encanto. La mayor parte del territorio está desierto o cubierto por una jungla exuberante habitada casi exclusivamente por cocodrilos. La superficie del país es apenas más pequeña que la de los Estados Unidos, pero su población no es mucho más grande que la de Portugal. Para horror de muchos turistas europeos y diversión de los espectadores australianos, allí los animales todavía son dueños y señores.

Durante horas, nuestro auto avanzaba en medio de la nada, contradicción filosófica que quizá desconcierte al lector. De vez en cuando (a veces
muy
de vez en cuando), la carretera se desdoblaba en medio de la nada y arribábamos a un pueblo abandonado por Dios, con un nombre que sonaba como Woolaroomellaroobellaroo y albergaba una decena de almas, pero siempre con un trazado napoleónico: grandes aceras, imponentes bulevares y anchas avenidas desiertas. Era evidente la impronta del Estado de bienestar; Australia parece producto de una cruza entre Dinamarca y los Estados Unidos, un retoño del Estado de bienestar, pero con hormonas.

Otras veces pasábamos todo el día sin ver ningún sitio civilizado; de tanto en tanto cruzábamos arroyos secos que tenían nombres muy inspirados: arroyo de 2 kilómetros, arroyo de 9 kilómetros, arroyo de 7 kilómetros, arroyo de 3 kilómetros, y así sucesivamente.

Mi cerebro matemático se puso a construir un histograma que reflejara la distribución de longitudes de los arroyos australianos. Como ya dije, en medio de semejante vacío, la mente comienza a revolotear en espacios surrealistas.

No quise limitarme al turismo, de modo que también di algunas charlas en varias universidades. La gente me gustó mucho, en especial sus categóricas ideas sobre cosmología. Tomo un ejemplo al azar: en Melbourne me encontré con Ray Volkas, quien escuchó atentamente mi exposición acerca de la VSL y comentó después que nuestra teoría no era ni más ni menos arriesgada que la inflacionaria y que tenía la ventaja de ser más interesante. En Adelaida, tuve una reunión con Paul Davies, que había dejado unos años antes su puesto en la universidad para escribir libros de divulgación. Muchos le habían hecho la cruz por esa decisión, pero a mí me parecía que tenía el mérito de no haberse transformado en un burócrata como la mayoría de sus críticos. Además, mientras caminábamos por el campus universitario, observé que todas las muchachas bonitas lo saludaban.

En Canberra me reuní con un grupo de astrónomos del observatorio de Monte Stromlo, lugar rodeado de canguros. Era la segunda vez que me acercaba a un telescopio; la primera fue en mis días de estudiante, cuando le di una mano a un compañero que hacía un trabajo de astronomía. En aquella ocasión, dejé caer la puerta de la cúpula sobre el espejo del telescopio y provoqué un aluvión de insultos aunque, por milagro, el espejo no se rompió. Desde luego, nunca más solicitaron mi ayuda. En Australia, en medio de los canguros, me di cuenta de que la astronomía había avanzado enormemente desde la época de Hubble, que la tecnología mejoraba sin cesar y los datos eran cada vez más precisos, lo que obligaba a los cosmólogos a observar atentamente el mundo real antes de librarse a sus fantasías. Como era de esperar, los astrónomos de Monte Stromlo tuvieron una actitud desdeñosa con mi teoría, que para ellos era un mero producto de mi imaginación.

La verdadera aventura comenzó cuando visitaba la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Sydney
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. En aquel entonces, John Barrow era director del departamento de astronomía de la Universidad de Sussex, muy cerca de Londres, pero jamás nos habíamos encontrado. Dio la casualidad que nos conocimos en Sydney durante este viaje, pero nuestro primer encuentro fue catastrófico.

Con su brillantez habitual, John acababa de dar una charla abierta al público intitulada "El universo, ¿es simple o complejo?". En el público, había una niña de unos 4 años, pero la claridad de la exposición de John fue tan notable que la pequeña escuchó toda la conferencia con suma atención e incluso formuló una pregunta pertinente al final.

Después de la conferencia, nuestro anfitrión, John Webb, nos llevó a comer a un simpático restaurante junto al muelle, en el cual se desencadenó la discusión. John Barrow y yo estábamos en extremos opuestos del espectro político, de modo que a lo largo de la cena sus inclinaciones conservadoras lo arrastraron a algunos comentarios imperdonables. Kim y yo terminamos gritando y, para colmo, intervino la esposa de Webb con una verdadera carga de artillería mientras los comensales de las otras mesas nos miraban escandalizados. Ni siquiera en Australia son frecuentes los escándalos en los restaurantes elegantes.

Después de lo sucedido, me pareció mejor descartar la colaboración con John. Sin embargo, nos encontramos en la universidad y nos pusimos a hablar de temas científicos. Desde el principio, hubo una plena comprensión mutua, de modo que en el curso del año siguiente escribimos juntos cuatro
papers
sobre la VSL. El poder de la ciencia para congregar gente incompatible en otros aspectos siempre me ha maravillado.

En Sydney conseguí ver por fin un ejemplar del
paper
que John había escrito sobre la VSL: no podíamos habernos equivocado más con nuestros temores. John había puesto sumo cuidado en reconocer nuestro trabajo, al punto de referirse a la teoría de la velocidad variable de la luz con el nombre de modelo de "Albrecht-Magueijo". El hecho de que hubiera escrito ese
paper
con tanta premura no era un intento de adelantarse a nosotros con la publicación sino el reflejo de su genuino entusiasmo. Lo que más me complacía era la idea de que, siguiendo ese camino, el interés por nuestra teoría en la comunidad científica aumentaría muy pronto.

Pero no fue eso todo; durante ese viaje también me enteré de algo mucho más importante. Un grupo de astrónomos australianos, encabezado por John Webb, había encontrado pruebas de lo que podría ser una variación de la velocidad de la luz. ¡Qué noticia extraordinaria! Se me pasó por la cabeza volver al observatorio de Monte Stromlo para refregarla en las narices de sus despectivos astrónomos. Desde luego, las observaciones no eran incontrovertibles y podían interpretarse de diversas maneras, pero todo indicaba que nuestra teoría podía superar a la inflacionaria en un aspecto decisivo: podían encontrarse pruebas
directas
de ella mediante la observación.

Como he dicho ya muchas veces, la velocidad de la luz, esa "c" que figura en las ecuaciones, forma parte intrínseca de la trama misma de la física y tiene consecuencias que exceden con creces el ámbito de la cosmología. Aparece en los lugares más inesperados, por ejemplo, en las ecuaciones que describen el movimiento de los electrones en el interior del átomo. En particular, la "constante de la estructura atómica fina" (alfa) depende de c.

Cuando se ilumina una nube de gas, sus electrones absorben luz de determinados colores, lo que genera un perfil de líneas oscuras en el espectro, reflejo de los niveles de energía que ocupan los electrones en el interior del átomo. Sin embargo, cuando se observa el fenómeno más detenidamente, se advierte que algunas de esas "líneas" son en realidad varias líneas muy próximas, es decir que los espectros atómicos tiene una "estructura fina". Ese "fino" patrón depende de un número que se llama, naturalmente, constante de la estructura fina, estimada con bastante precisión en el laboratorio. Tal vez no deba sorprendernos que en la expresión matemática de alfa aparezca c, circunstancia que permite medir la velocidad de la luz analizando los espectros.

Aún más interesante es el hecho de que los astrónomos puedan realizar la misma medición con mucha mayor exactitud observando la luz que atraviesa nubes muy distantes de nosotros. Los trabajos de John Webb y su equipo mostraban que la luz proveniente de galaxias próximas confirmaba los valores de alfa obtenidos en el laboratorio, mientras que la luz proveniente de nubes remotas parecía indicar que la constante tenía otro valor. Ahora bien,

cuando miramos objetos muy lejanos, los vemos como fueron en el pasado, porque a la luz le lleva tiempo recorrer la enorme distancia que los separa de nosotros. Por consiguiente, los resultados obtenidos por Webb parecían indicar que el valor de alfa cambiaba con el transcurso del tiempo. Si Webb no se equivocó, una explicación posible del fenómeno que observó sería que c, la velocidad de la luz, ¡está decreciendo! (más adelante expondré otras alternativas). Aunque esos resultados no se han confirmado todavía, parecen indicar algo y, dentro de esos límites, se los puede considerar un triunfo de nuestra teoría. El mayor homenaje que puede recibir una teoría proviene siempre de la naturaleza y ocurre cuando se comprueba que la teoría vaticina resultados experimentales.

Volví a Londres de excelente humor, trayendo conmigo tres nuevos bienes: había conseguido un colaborador en quien antes veía como el fantasma de la competencia y contaba ahora con datos observados que parecían respaldar nuestra teoría. Sin embargo, en Londres, la mayoría de la gente sólo advirtió la tercera adquisición: un bronceado espectacular.

Durante los meses que siguieron dedicamos todos nuestros esfuerzos a una tarea que John Barrow calificó más tarde como "la reeducación del editor de
prd".
Fue un proceso engorroso, pero apenas intervino el editor de la revista, la discusión pasó al terreno científico. Algunas de las cuestiones que plantearon no venían al caso, pero otras eran atinadas. Las anotaciones que por esos días hice en mi diario señalan permanentemente que hay que aprender a aceptar las críticas: por un lado, cuando uno se encierra en su mundito propio, dicta la sentencia de muerte de la teoría que defiende; por el otro, buena parte de las críticas no tienen asidero y sólo reflejan que, para quien las hace, todo lo nuevo está mal. En una situación tan delicada, conviene andar con cuidado y tener criterio para discernir los comentarios pertinentes de los que no lo son.

Ponerse dogmático en un asunto como el que teníamos entre manos es suicida. Con posterioridad, conocí a varios físicos dogmáticos y belicosos a quienes nadie les llevaba el apunte, y también he comprobado que se vuelven sordos con los años. Ese fenómeno debe ser producto de la teoría de Lamarck, según la cual los órganos que no se usan se atrofian.

Voy a dar ahora un ejemplo de los temas que estaban en discusión. Una de las principales objeciones que planteó el editor se refería al sentido físico que tenía medir una velocidad de la luz variable. Sin duda, nos escribió, siempre es posible definir las unidades de espacio y de tiempo de modo que c no varíe. Este comentario me dejó desconcertado porque es evidentemente cierto. Supongamos que alguien dice que la velocidad de la luz era el doble de la actual cuando el universo tenía la mitad de su edad actual. Si a uno le desagrada esa afirmación, vuelve a calibrar todos los relojes utilizados cuando el universo tenía esa edad, de modo que su ritmo sea dos veces más veloz. Inmediatamente, la velocidad de la luz que uno mide coincide con la actual.

Con Andy discutimos mucho esa objeción y pronto nos dimos cuenta de que había un error en la argumentación, pues es evidente que uno podría también calibrar los relojes de modo que la velocidad la luz pareciera variar incluso en circunstancias en que habitualmente se la considera constante. Una manera de comprobarlo consistiría en llevar un reloj de péndulo en una misión espacial. En la Luna, el reloj de pie oscila más lentamente (porque la gravedad es menor); entonces, si uno insiste en medir el tiempo con él, termina opinando que en la Luna la velocidad de la luz es mucho mayor.

En algún lugar, el razonamiento fallaba. Pensé una y otra vez en el tema, lo volví a pensar... y acabé enredándome. Por donde la mirase, no veía la manera de desembarazarnos de la inteligente observación del editor. Por fin, descubrí dónde tenía que buscar inspiración: en las observaciones realizadas por John Webb (que, dicho sea de paso, el editor de
prd
no conocía). Estábamos en ese caso frente a un experimento que podía interpretarse postulando un valor variable de c. ¿Había allí una falacia? ¿Acaso sin darse cuenta John Webb había utilizado un reloj de pie en sus observaciones del universo primigenio?

Cuando estudiamos el asunto más detenidamente, descubrimos que la respuesta era un no rotundo. Alfa, la constante de la estructura fina, se calcula como un cociente, en el cual intervienen el cuadrado de la carga del electrón (e
2
) sobre el producto de la velocidad de la luz (c) por la constante de Planck (h). Si uno trabaja con las unidades, encuentra que las magnitudes del numerador y del denominador son del mismo tipo: energía por longitud. Por consiguiente, la constante de la estructura fina, que es un cociente entre magnitudes con unidades idénticas, no tiene unidades.

El razonamiento es el mismo que se aplica en el caso de pi (el número 3,14... que aprendimos en la escuela), que también carece de unidades pues es el cociente entre la longitud de una circunferencia y su diámetro, es decir, dos longitudes. En consecuencia, pi tiene siempre el mismo valor, aunque uno mida las longitudes en metros o en pies. Análogamente, alfa es un número y su valor no depende de las unidades que se usan para medir el tiempo: puede utilizarse un reloj electrónico o uno de pie. Por consiguiente, la observación del editor de la revista no afectaba el tema de la variabilidad o constancia de alfa, conforme a lo observado por John Webb y sus colaboradores. Como quiera que se calibrasen los relojes o se redefinieran las unidades, el valor de alfa seguiría siendo variable.

Surge aquí otro problema. Si John Webb hubiese hallado que alfa era constante, estaríamos todos de acuerdo en que e, c y h también son constantes. De hecho, halló exactamente lo contrario, descubrió que alfa varía con el tiempo. Ahora bien: ¿a cuál de los términos hay que achacar esa variación, a la carga del electrón (e), a la velocidad de la luz (c) o a la constante de Planck (h)? La situación tiene sus bemoles. Cualquiera sea la respuesta que uno proponga, de hecho está atribuyendo variabilidad a una constante que sí tiene unidades y se expone entonces a las críticas del editor de la revista; en otras palabras, puede siempre cambiar de unidades de modo que la "constante variable" se haga realmente constante. Pero no hay salida: no es posible decir que ninguna de ellas varía. Entonces, ¿cuál es la que varía?

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